viernes, 18 de enero de 2019

El hombre que dejó de tener miedo



El maestro de escuela Albert Lory* es un reconocido cobarde. Tímido, dominado por una madre posesiva, vive en plena ocupación alemana, a merced de sus pavores. Ni siquiera logra controlar a sus estudiantes que lo esperan cada clase en un completo caos de gritos, desorden y envíos de aviones de papel por toda la sala. Albert Lory está enamorado de su colega, Louise, pero mantiene ese sentimiento oculto tras una fraterna amistad. Finalmente, algo remueve su existencia anodina: el hermano de Louise, activo miembro de la resistencia, es delatado por el novio de ésta y, en un arrebato de indignación por la traición causada, Albert se ve envuelto en un malentendido que lo conduce a un equívoco juicio por homicidio. En ese momento, escoge el desacato a la autoridad. Y en lugar de facilitar su propia defensa, se explaya en un discurso anti-fascista que lo conduce a la pena máxima. 

La película termina con el último día de clases de Lory, antes de ser llevado al paredón de fusilamiento. En la escena final, ese profesor que acostumbraba a mostrarse nervioso e inseguro, entra al aula, solemne, calmado, a dictar su última lección en sus últimos minutos de vida. Y ocurre algo extraordinario: los alumnos –sus alumnos– están sentados, callados, inmóviles, prestando una atención sin precedente a lo que todos sabían eran las últimas palabras. Y cuando los soldados van a buscarlo para llevarlo a su ejecución, los muchachos se ponen de pie en un acto de absoluto e incondicional reconocimiento, en un instante de aclamación silenciosa.

 “La lucha es dura. No sólo hay que luchar contra el hambre y la tiranía. Hemos de luchar primero contra nosotros mismos” es el argumento de ese hombre ante el tribunal, enumerando e incriminando, durante los alegatos, uno a uno a los asistentes oportunistas y aprovechados de la guerra. Increpando la bajeza humana desde su propia insignificancia ante el desconcierto y escándalo de un pueblo completo que se piensa la gente de bien. ¿Por qué pierde el miedo Lory? ¿Qué desencadenó ese cambio? ¿Fue realmente un ímpetu de justicia? ¿Puede la ira inspirar nobleza? ¿Fue una mujer? ¿Puede un desconsuelo amoroso ser tan determinante en tiempos de muerte? ¿Qué puede a uno llegar a importarle tanto?


 Valeria Matus


* “This land is mine”, Jean Renoir, 1943. Fotografía: Charles Laughton como el profesor Lory y Maureen O´Hara como Louise en la escena final.



sábado, 12 de enero de 2019

Contar con vos


Deliciosa, sería la palabra, para definir la conversación que tuvimos anoche con una pareja de amigos, desde hace poco instalados en Buenos Aires. Y entre un tema y otro, mientras los pocillos de greda de Pomaire nos permitían compartir lo que había, por acá el tomate, por allá la lechuga, nada de otro mundo, pero todo colorido, de vez en cuando alguna palabra giraba en torno a la Luna. Que si la Luna me era grata. Que si me llevaba bien con la Luna. Que si no hacía demasiados desastres. No todo junto sino una que otra palabra, según los caprichos de la Luna, que anoche lloraba porque vaya a saber uno donde, en qué lejana provincia, estaba lloviendo y ella lo presentía y no tengo forma de hacerle entender que ya es bastante llorar cuando se desata la tormenta como para andar quejándose “por si acaso”, bajo cielos todavía despejados. Hasta que la Luna se acomodó en un lugar donde nadie la veía. Y al rato, el silencio llamando la atención, mi invitada, una joven bella y graciosa, me la señaló con el dedo: está ahí, bajo tu silla. Sí. Una costumbre, le dije, que tomó cuando era cachorra. Como verás, añadí, no me tiene mucho miedo (a pesar de llamados de atención), sabe que, en el fondo, la quiero. Así entre una cosa y otra transcurrió la velada. Y hoy, temprano, repitiendo algunos gestos de todos los días, abriendo (subiendo) las cortinas frente a esta bella mañana soleada, pensé que no era exactamente eso. La verdad es que no sé si quiero a la Luna. Lo que sí sé es que la Luna puede contar conmigo. Sabe que en caso de tormenta (aunque todavía esté lejos) habrá un lugar bajo mi silla y que algo mío puede protegerla de sus miedos. Sabe que no me olvidaré de ponerle comida y agua. Que si llego a ausentarme, tomaré las precauciones para que otros repitan esos gestos. Y a la Luna, en definitivas cuentas, no le faltará nada. Pensaba, ya sentada frente a mi ventana mirando ese paisaje tan bonito, hecho por mano amiga, en lo importante que es contar con un ser humano, sin tantas declaraciones de por medio. Y, más allá de la Luna, en lo reconfortante que resulta también para uno que otro pueda contar con vos. Simplemente, contar con vos.  

Cándida

viernes, 4 de enero de 2019

Los soñadores


Érase una mujer que estaba enamorada de un hombre que no le correspondía. Sólo habían tenido tiempo atrás una relación pasajera y ella así lo aceptaba. En algún evento, alguien la abordó con cierto ánimo seductor. Instintivamente, ella colocó sus manos sobre su escote, pensando que sin querer se había descuidado y que con ello había dado una señal equívoca. Cuando un día, hablando de su amor imposible, me contó esta anécdota, dijo: “yo le soy fiel aun cuando no esté conmigo e incluso si ni siquiera está aquí para verme.”

En los años 90´, ya parecía esto una idea bastante singular. Algo obsesiva, cosa que en efecto ella era. Hoy en día, sería considerado una soberana idiotez. Una sensiblería ridícula. Pero en realidad no se trataba de un delirio romántico, sino que era un comportamiento bastante más pragmático del que demostraría alguien que opine que lo sensato era olvidar y buscarse a otro –como si olvidar fuera un acto de mera voluntad y como si el “otro” se tratara de un florero. Es cierto que ella no estaba interesada en asuntos amorosos. Era una mujer de carácter fuerte, muy carismática e independiente. También era atractiva y coqueta. Se pintaba siempre los labios de un rojo bien fuerte. Tenía muchas amistades, salía, cantaba y tocaba la guitarra, reía a carcajadas.

Pero también era una persona que tenía la firme convicción de que se debía ser íntegra y consecuente consigo misma. Y así como era hacendosa, así como actuaba con sus amigos de manera generosa y desinteresada, estaba convencida de que una debía serle fiel al hombre que amaba. Se había impuesto esa norma y nada ni nadie le impedirían obedecerla. Nadie la obligaba. Eligió hacerlo. Así como alguien elige aprender álgebra o tocar el piano y se empeña en el rigor. Y acataba aunque fuera bajo su única mirada y la mirada del que no estaba. Pertenecía a la clase que Milan Kundera describe como los “soñadores”, “aquéllos que viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes.” 


Valeria Matus