miércoles, 12 de diciembre de 2012

El Capitancito - por Luis A. Castro



Cuento presentado con el seudónimo de PLUTARCO por Luis Alberto CASTRO al Concurso Literario de noviembre 1978 (Chile en el año de los Derechos Humanos 1978). Obtiene la MENCIÓN HONROSA. Publicado en “Todo Hombre tiene Derecho a Ser Persona”. Arzobispado de Santiago-Vicaría de la Solidaridad, Santiago de Chile, 1978.


-        ¡El pie izquierdo, idiota, el pie izquierdo! ! PROCEDER!!
La voz del soldado me llega lejana, atenuada, disminuida, como en sordina, mientras aferrado con ambas manos, las uñas hundidas en la carne y los dientes apretados de coraje, trata vanamente de cambiar, mi pie izquierdo enfermo por el derecho y trepar el último escalón en la vertical pared de la sucia bodega del Barco-Prisión.
            Por tres días, y sus largas noches, habíamos viajado en la panza del mercante, a media máquina, vejados, vigilados, sucios y hambrientos, camino al destierro en algún remoto lugar del Desierto calichero.
            La respiración jadeante por el esfuerzo inútil, el miedo reflejado en mis pupilas, el temor a la muerte tan cercana si me desplomo contra el fondo metálico a más de 10 metros de profundidad, hacen cada vez más difícil mi ascenso.
            Atrás, en largas filas, los prisioneros cansados, agotados, con su ánimo abatido, esperan inquietos su turno para subir y me miran preocupados y contritos.
            -¡El pie izquierdo, imbécil, el izquierddoo! ! - insiste la voz apremiante e impersonal del infante de marina, perdida para mis sentidos; porque mis oídos, mi pensamiento, mi instinto de autodefensa, toda mi capacidad física está concentrada y atenta para lograr introducir, en el lejano hoyo, el pie derecho, con el cual tendré la fuerza necesaria para salvar el último obstáculo y empinarme a la cubierta del barco “Andalién”, adosado, recién a las siete, me corresponde trepar para ver, por la cubierta escotilla, el cielo cubierto de negros nubarrones, las sombras de las grúas recortadas contra el horizonte, las débiles luces del barco que se mueve constantemente, esa fría y oscura madrugada del 10 de noviembre de 1973.
            Escucho sin oír los ruidos del barco, la marejada contra las piedras del muelle, las órdenes de los oficiales, el chocar de las armas contra la cubierta metálica de la nave y el murmullo de miles de voces de los prisioneros de guerra camino del destierro en la Pampa Salitrera.
            Desconocido destino, ignorada meta, presente incierto y futuro tan oscuro y negro como el de esa madrugada.
            Todo cuanto me rodea lo perciben mis sentidos sin sentirlo, tan dormidos como la ensoñadora y durmiente Antofagasta a la cual llegamos, mientras sin aliento intento encaramarme a la cubierta de la nave.
            La mirada perdida en el cielo encapotado, mientras las sombras se mueven fantasmalmente a mi alrededor me traslado al ya lejano Estadio Nacional.
            Sentado en el jardín de mi casa, comento con un amigo los vertiginosos acontecimientos que nos habían remecido como un terremoto, como una desgracia cósmica, como si nuestro universo se hubiese desintegrado y, ese constante movimiento al no detenerse nos hacía cimbrar con una angustia desesperante y demoledora.
            De pronto, una voz aguda, temblorosa, llena de siniestros presagios, llenó el ambiente, arrancándonos de nuestras cavilaciones, y la casa se repletó de hombres armados.
            Una voz de mando superó los sonidos de las botas claveteadas que retumbaban ignominiosamente en las piezas y en los pasillos.
– ¡¡Contra la pared!...¡Pronto!! ¡¡Las manos en la pared y las piernas separadas! ¡¡Y cuidadito, que cualquier movimiento en falso TE FUSILAMOS!! - ordenó el oficial vestido de civil a cargo del pelotón de hombres que invadían la casa y sus dependencias y que nos registraron, del cuello hasta los tobillos.
Luego, iniciaron una sistemática búsqueda por el entretecho, pieza por pieza, vaciando los cajones de los muebles, dando vuelta los colchones y rasgándolos. La lana de relleno, la ropa, los libros se amontonaron en el suelo en un caos espantoso y alucinante.
            Agotado por la forzada y prolongada posición, miro por debajo de mi brazo y, a lo lejos, observo como mi hija pretende, vanamente, sujetar a mi pequeño nieto de 3 años.
            El niño se revuelve y forceja y me llama con sorpresa.
Veo sus ojitos abiertos interrogativamente y comprendo, dolorosamente, el peligro que se cierne sobre el pequeñuelo y si se suelta y se mezcla entre los soldados.
            A mi nieto le llamamos el “Capitán” y, el chiquitín está convencido que es un oficial y, en sus juegos infantiles da órdenes como un perfecto jefe. Si ahora se figura que esto es un juego, su intervención podría mal interpretarse, provocando una tragedia, dado lo dramático de la situación.
            Ruego, silenciosamente, que el pequeño se tranquilice y mi corazón salta del pecho cuando veo que ha logrado zafarse de las manos maternas y corre como un gamo hacia nosotros. Se detiene en medio del grupo que formamos los detenidos y los soldados, busca con sus ojitos desconcertados y se dirige resueltamente hacia el oficial.
            Cierro mis ojos y sólo mis oídos se mantienen alerta y despiertos. - ¡SEÑOR!! - dice mi nieto implorante, y como nadie le hace juicio, se empina en sus débiles piececitos, carraspea y tira el faldón de la chaqueta del jefe, para llamar su atención.
¡¡ SEÑOR !! - repite - ¡por favor, NO MATE A MI TATITA! Mi abuelito me quiere y yo lo quiero. ¡POR FAVOR! ¡¡NO LO MATE!!
            Su voz resuena como un clarín apagando y superando todos los ruidos y llenando con sus ecos, los oídos del oficial y los soldados.
            Calla el niño y junto a su silencio otro más grande, sobrecogedor y poderoso comienza a envolvernos a todos en su red.
            El oficial, turbado, lentamente baja su arma y los soldados le imitan, inevitablemente conmovidos por la intervención dramática del niño.
            La dulce mirada de sus ojos claros, su melena rubia que cae en suave cascada sobre sus hombros, su carita pálida alzada hacia el cielo, parecen haber detenido el tiempo.
            Los soldados, inmóviles, miran a su jefe sin atreverse a romper la magia del instante. El oficial, cuyo rostro duro parece de granito, mira al niño con gesto airado que se va suavizando a medida que penetra en las claras pupilas del infante.
            Miro el conjunto abigarrado de soldados, mujeres y sombras y la emoción me sofoca, me sobrecoge ahogando mis angustias y temores.
            El pequeño niño rubio ha logrado el milagro de volvernos a todos al comienzo de las cosas; como el ángel armado de espada y fuego ha puesto en fuga el rencor, el odio, la incomprensión y el fanatismo, despertando el amor y la caridad en el corazón de los hombres. Su dulce pedido, su ruego apasionado, su angelical inocencia ahuyenta las sombras del miedo y de la muerte y los rayos del sol se vuelven cegados con la luz que mi nieto ha revivido.
            -¡¡Los prisioneros al coche!! Vámonos de CARRERA, MARRR!
            La voz ronca se agudiza para romper el mágico hechizo del amor y los hombres nos conducen al carro que espera en la calle.
            Al salir, los curiosos nos devuelven a la cruda realidad y los cientos de vecinos, que contemplan asombrados el operativo, nos miran con compasión y se despiden con silenciosas miradas de simpatía.
            Mi nieto, desde la puerta, nos observa, ahora ya sin temor, con asombro aún, pero sin miedo y, lo último que veo al doblar el vehículo la esquina, son sus bracitos que nos dicen amorosamente, adiós.
            Así comenzó el largo calvario que nos llevó con mi mujer, mi hijo y mis hermanos al Estadio Nacional, a las escotillas y camarines, a la pista de ceniza, al velódromo, a las mugrientas bodegas del barco, al tren y finalmente, a la desolada Pampa calichera.
            -¡El Pie izquierdo, hue...!!
            Hago un supremo esfuerzo, salto y caigo de bruces sobre cubierta. Me sacudo, recojo mis bultos y mis frazadas mientras camino hacia la pasarela y la alta escalera que baja hacia el muelle.
            Un largo convoy de coches ferroviarios, que parecen de juguete, nos esperan. Las luces de los focos nos encandilan, acostumbrados nuestros ojos a la sombría bodega.
            Los soldados nos reciben por lista de la Marina y nos encaminan al tren donde, apretadamente, nos sentamos y descansamos después de más de 4 angustiosas horas de pie.
            Cuando el tren serpentea subiendo, cansinamente por la quebrada de Negrita, rumbo a la Pampa, al desierto estéril, barrido por el viento seco y cálido, calcinado por el sol inflexible, esa madrugada, cuando el sol aún no aparece en el horizonte gris recortado por los lejanos cerros metalíferos; cuando sólo se contemplan las rojizas quebradas llenas de cascajos por donde el tren se desplaza lentamente, vuelve a mi memoria, donde está grabada con fuego, la figurita pequeña de mi nieto, implorando por mi vida, en un acto supremo de amor y de cariño que lo convierten en un auténtico y verdadero Capitán de Capitanes.