Cuento presentado con el seudónimo de PLUTARCO por
Luis Alberto CASTRO al Concurso Literario de noviembre 1978 (Chile en el año de
los Derechos Humanos 1978). Obtiene la MENCIÓN HONROSA. Publicado en
“Todo Hombre tiene Derecho a Ser Persona”. Arzobispado de Santiago-Vicaría de la Solidaridad, Santiago
de Chile, 1978.
-
¡El pie izquierdo, idiota, el
pie izquierdo! ! PROCEDER!!
La voz del
soldado me llega lejana, atenuada, disminuida, como en sordina, mientras
aferrado con ambas manos, las uñas hundidas en la carne y los dientes apretados
de coraje, trata vanamente de cambiar, mi pie izquierdo enfermo por el derecho
y trepar el último escalón en la vertical pared de la sucia bodega del
Barco-Prisión.
Por tres días, y sus largas noches,
habíamos viajado en la panza del mercante, a media máquina, vejados, vigilados,
sucios y hambrientos, camino al destierro en algún remoto lugar del Desierto
calichero.
La respiración jadeante por el
esfuerzo inútil, el miedo reflejado en mis pupilas, el temor a la muerte tan
cercana si me desplomo contra el fondo metálico a más de 10 metros de profundidad,
hacen cada vez más difícil mi ascenso.
Atrás, en largas filas, los
prisioneros cansados, agotados, con su ánimo abatido, esperan inquietos su
turno para subir y me miran preocupados y contritos.
-¡El pie izquierdo, imbécil, el
izquierddoo! ! - insiste la voz apremiante e impersonal del infante de marina,
perdida para mis sentidos; porque mis oídos, mi pensamiento, mi instinto de
autodefensa, toda mi capacidad física está concentrada y atenta para lograr
introducir, en el lejano hoyo, el pie derecho, con el cual tendré la fuerza
necesaria para salvar el último obstáculo y empinarme a la cubierta del barco
“Andalién”, adosado, recién a las siete, me corresponde trepar para ver, por la
cubierta escotilla, el cielo cubierto de negros nubarrones, las sombras de las
grúas recortadas contra el horizonte, las débiles luces del barco que se mueve
constantemente, esa fría y oscura madrugada del 10 de noviembre de 1973.
Escucho sin oír los ruidos del
barco, la marejada contra las piedras del muelle, las órdenes de los oficiales,
el chocar de las armas contra la cubierta metálica de la nave y el murmullo de
miles de voces de los prisioneros de guerra camino del destierro en la Pampa Salitrera.
Desconocido destino, ignorada meta,
presente incierto y futuro tan oscuro y negro como el de esa madrugada.
Todo cuanto me rodea lo perciben mis
sentidos sin sentirlo, tan dormidos como la ensoñadora y durmiente Antofagasta
a la cual llegamos, mientras sin aliento intento encaramarme a la cubierta de
la nave.
La mirada perdida en el cielo
encapotado, mientras las sombras se mueven fantasmalmente a mi alrededor me
traslado al ya lejano Estadio Nacional.
Sentado en el jardín de mi casa,
comento con un amigo los vertiginosos acontecimientos que nos habían remecido
como un terremoto, como una desgracia cósmica, como si nuestro universo se
hubiese desintegrado y, ese constante movimiento al no detenerse nos hacía
cimbrar con una angustia desesperante y demoledora.
De pronto, una voz aguda,
temblorosa, llena de siniestros presagios, llenó el ambiente, arrancándonos de
nuestras cavilaciones, y la casa se repletó de hombres armados.
Una voz de mando superó los sonidos
de las botas claveteadas que retumbaban ignominiosamente en las piezas y en los
pasillos.
– ¡¡Contra la pared!...¡Pronto!! ¡¡Las manos en la pared y las
piernas separadas! ¡¡Y cuidadito, que cualquier movimiento en falso TE
FUSILAMOS!! - ordenó el oficial vestido de civil a cargo del pelotón de hombres
que invadían la casa y sus dependencias y que nos registraron, del cuello hasta
los tobillos.
Luego, iniciaron una sistemática búsqueda por el entretecho, pieza
por pieza, vaciando los cajones de los muebles, dando vuelta los colchones y
rasgándolos. La lana de relleno, la ropa, los libros se amontonaron en el suelo
en un caos espantoso y alucinante.
Agotado por la forzada y prolongada
posición, miro por debajo de mi brazo y, a lo lejos, observo como mi hija
pretende, vanamente, sujetar a mi pequeño nieto de 3 años.
El niño se revuelve y forceja y me
llama con sorpresa.
Veo sus ojitos
abiertos interrogativamente y comprendo, dolorosamente, el peligro que se
cierne sobre el pequeñuelo y si se suelta y se mezcla entre los soldados.
A mi nieto le llamamos el “Capitán”
y, el chiquitín está convencido que es un oficial y, en sus juegos infantiles
da órdenes como un perfecto jefe. Si ahora se figura que esto es un juego, su
intervención podría mal interpretarse, provocando una tragedia, dado lo
dramático de la situación.
Ruego, silenciosamente, que el
pequeño se tranquilice y mi corazón salta del pecho cuando veo que ha logrado
zafarse de las manos maternas y corre como un gamo hacia nosotros. Se detiene
en medio del grupo que formamos los detenidos y los soldados, busca con sus
ojitos desconcertados y se dirige resueltamente hacia el oficial.
Cierro mis ojos y sólo mis oídos se
mantienen alerta y despiertos. - ¡SEÑOR!! - dice mi nieto implorante, y como
nadie le hace juicio, se empina en sus débiles piececitos, carraspea y tira el
faldón de la chaqueta del jefe, para llamar su atención.
¡¡ SEÑOR !! - repite - ¡por favor, NO MATE A MI TATITA! Mi abuelito
me quiere y yo lo quiero. ¡POR FAVOR! ¡¡NO LO MATE!!
Su voz resuena como un clarín
apagando y superando todos los ruidos y llenando con sus ecos, los oídos del
oficial y los soldados.
Calla el niño y junto a su silencio
otro más grande, sobrecogedor y poderoso comienza a envolvernos a todos en su
red.
El oficial, turbado, lentamente baja
su arma y los soldados le imitan, inevitablemente conmovidos por la
intervención dramática del niño.
La dulce mirada de sus ojos claros,
su melena rubia que cae en suave cascada sobre sus hombros, su carita pálida
alzada hacia el cielo, parecen haber detenido el tiempo.
Los soldados, inmóviles, miran a su
jefe sin atreverse a romper la magia del instante. El oficial, cuyo rostro duro
parece de granito, mira al niño con gesto airado que se va suavizando a medida
que penetra en las claras pupilas del infante.
Miro el conjunto abigarrado de
soldados, mujeres y sombras y la emoción me sofoca, me sobrecoge ahogando mis
angustias y temores.
El pequeño niño rubio ha logrado el
milagro de volvernos a todos al comienzo de las cosas; como el ángel armado de
espada y fuego ha puesto en fuga el rencor, el odio, la incomprensión y el
fanatismo, despertando el amor y la caridad en el corazón de los hombres. Su
dulce pedido, su ruego apasionado, su angelical inocencia ahuyenta las sombras
del miedo y de la muerte y los rayos del sol se vuelven cegados con la luz que
mi nieto ha revivido.
-¡¡Los prisioneros al coche!!
Vámonos de CARRERA, MARRR!
La voz ronca se agudiza para romper
el mágico hechizo del amor y los hombres nos conducen al carro que espera en la
calle.
Al salir, los curiosos nos devuelven
a la cruda realidad y los cientos de vecinos, que contemplan asombrados el
operativo, nos miran con compasión y se despiden con silenciosas miradas de
simpatía.
Mi nieto, desde la puerta, nos
observa, ahora ya sin temor, con asombro aún, pero sin miedo y, lo último que
veo al doblar el vehículo la esquina, son sus bracitos que nos dicen
amorosamente, adiós.
Así comenzó el largo calvario que
nos llevó con mi mujer, mi hijo y mis hermanos al Estadio Nacional, a las escotillas
y camarines, a la pista de ceniza, al velódromo, a las mugrientas bodegas del
barco, al tren y finalmente, a la desolada Pampa calichera.
-¡El Pie izquierdo, hue...!!
Hago un supremo esfuerzo, salto y
caigo de bruces sobre cubierta. Me sacudo, recojo mis bultos y mis frazadas
mientras camino hacia la pasarela y la alta escalera que baja hacia el muelle.
Un largo convoy de coches
ferroviarios, que parecen de juguete, nos esperan. Las luces de los focos nos
encandilan, acostumbrados nuestros ojos a la sombría bodega.
Los soldados nos reciben por lista
de la Marina y
nos encaminan al tren donde, apretadamente, nos sentamos y descansamos después
de más de 4 angustiosas horas de pie.
Cuando el tren serpentea subiendo,
cansinamente por la quebrada de Negrita, rumbo a la Pampa, al desierto estéril,
barrido por el viento seco y cálido, calcinado por el sol inflexible, esa
madrugada, cuando el sol aún no aparece en el horizonte gris recortado por los
lejanos cerros metalíferos; cuando sólo se contemplan las rojizas quebradas
llenas de cascajos por donde el tren se desplaza lentamente, vuelve a mi
memoria, donde está grabada con fuego, la figurita pequeña de mi nieto,
implorando por mi vida, en un acto supremo de amor y de cariño que lo
convierten en un auténtico y verdadero Capitán de Capitanes.