viernes, 10 de febrero de 2023

David Álvarez Morgade, poeta*

 

Sobre la mesa del Margot cayó la ficha con el nombre del poeta muerto, David Álvarez Morgade. Hacia el fin de la semana anterior había estado hablando con Hugo Ditaranto, poeta amigo, y gran amigo de David. Nos encontramos en el acto en que se bautizaba con el nombre de Lubrano Zas a la biblioteca pública que así entraba en funciones en el barrio de Boedo. El Tano Ditaranto nada dijo de David, por lo cual sospeché que nada sabía del poeta muerto que yo había visto en una de las caras de la ficha que ayer rodara sobre una mesa del Margot. No quise llamar a la noche, dejé la pregunta para la mañana.

El Tano dijo que no tenía malas noticias, preguntó cuál era la carta turra que yo escondía en la mañana. Cómo sabés; En el Margot; Quién dijo; Mario, con la cara triste después de rondar las cercanías de David durante quince años; Pobrecito, ¿cuándo pasó?; Mario dijo que la semana pasada.

No había pasado ni media hora cuando el Tano estaba otra vez al teléfono. Hablé con Lidia, una amiga de David, es terrible pibe, me contó, le dije que iba, pero se me aflojan las piernas, ¿me acompañás?

Mientras íbamos en el auto, mientras escuchaba, una tras otra, anécdotas que tenían como centro a David, pensaba en los cinco minutos que llevó arreglar el viaje. No hizo falta planear, no hizo falta recordar, ni ajustar movimientos. Al Tano se le había muerto un amigo y le temblaban las piernas. Se conocían desde antes de los veinte años, David contaba con ochenta desde el 5 de marzo, le llevaba ocho a Ditaranto. Hice lo que cualquier amigo, acompañé el viaje al interior del llanto. En el auto supe que alguna vez David llevó a su padre al cementerio; supe que pedía por favor, pedía que todos se apuraran, rapidez pedía porque se le moría la madre; supe que después murió un hermano; supe que después murió el otro de los hermanos, y así David quedó solo. Te pasa todo eso y quedás golpeado, David fue un tipo golpeado por la vida, arrimó Ditaranto en el viaje. El Tano también contó que David se enamoraba de todas las mujeres de los amigos, a todas les dedicaba un poema, y a ninguna tocó un pelo. Fue en una noche de puro vino diluviante que el Tano lo encontró en San Telmo. Dos veces a lo largo de la mañana, el Tano, repitió aquello que David pronunció desde las sombras, Caminar, caminar es lo que quiero/ Nací poeta y andariego/ Como otros nacen rubios, románticos o ciegos/ Caminar, caminar es lo que quiero./ Dónde encontrar una moneda/ para saber qué gusto tiene la alegría. David agregó, Hace siete días que no como, hermano.

Mucho escribió David, pero poco es lo que se conserva. Los escritos se fueron perdiendo, Ditaranto guarda mucho material, pero afirma que es poco comparado con lo que David había producido. Siempre fue descuidado con sus papeles, Era así, como un nene, perdía, rompía cosas, se enojaba, después te pedía perdón, arrima el Tano mientras seguimos en camino, Y sumale todo a que nunca tuvo un lugar, siempre vivió de prestado, de la ayuda de los amigos que bien lo querían, porque David te daba mucha ternura, yo siempre le decía, si hay un paraíso, vos vas al paraíso y yo al infierno, un buen tipo, ya vas a ver cómo vivía, acá está desde hace unos treinta años.

El Tano dijo que David siempre aparecía durante o después de una tormenta. En uno de esos días de después de tormenta, David contestó, Se volaron dos paredes; Y qué hiciste, David, fue la pregunta obligada; Me corrí al ángulo, contestó.

Llegamos a la casa de Lidia, la amiga. Estaba contenta porque hoy era su cumpleaños y David le había mandado visitas. Lidia dijo que habían llamado algunas personas que se enteraron de la muerte de David, pero que nadie le había preguntado por los detalles del hecho, nada más preguntaban por los poemas. Mientras el Tano Ditaranto dejaba a las musas de lado y nombraba como reverendos hijos de puta a tanto buitre amanecido sobre territorio de Lomas de Zamora, Lidia colocó sobre la mesa una bolsa grande y de plástico resistente. Dentro de esa bolsa y de otra más de papel marrón muy resistente, las dos sucias de barro, estaban los papeles de David que ella pudo salvar luego de la muerte y luego de que el vecino usurpara el terreno de David, afirmando que el poeta se lo había dado. Afirmación dudosa que choca con la ética a prueba de miserias que practicaba el poeta, y porque además, el terreno, también era prestado. Nunca voy a olvidar los papeles del poeta en esas dos bolsas, en ellas una vida dedicada a las letras. En las bolsas el símbolo de una muerte triste, sabido es que no hay muerte alegre de una persona querida, pero sí las hay tristes, y muy tristes. La muerte de David era muy triste, estaba en las bolsas, él estaba en ellas, y más allá de la alegría que sentía porque fuera el Tano quien rescatara esos pocos papeles, un rescate cuidadoso, con respeto, despacito, para que David no se enoje, para que David sepa que es la mano de un amigo, aun así me sentí frente a un gran cadáver, un cadáver de poeta que me decía que nunca había estado ante muerto semejante, ante soledad más dolorosa, qué horror cuando tan salvaje puede ser la desprotección en estas tierras.

Lidia dijo que David vino de noche, que pidió unos mates, que dijo que hacía tres días que no comía. Ella preparó comida, pero David no comió ahí, se llevó la cena al rancho. Al otro día, martes 13 de agosto, Lidia supo, dice haber registrado el momento exacto mientras oraba, que David había muerto. Cuando en la mañana entró a la casilla, encontró a Lucero, el perro, echado sobre el pecho de David. Lucero no paraba de pasar su lengua por la cara de David, fue impresionante escuchar a Lidia recordar el momento, Lucero me miraba, le pasaba la lengua por la cara, y con los ojos me preguntaba qué hago. Cada vez que Lidia hablaba de David lo hacía en presente, David es, David siempre viene cuando, poco o nada hay de pasado en las palabras de Lidia.

Caminamos media cuadra por una calle de tierra, la calle me llevó a otras escondidas calles de barro que todavía guardo en la memoria de mi Martín Coronado de pibe. Cuánto hacía que no pisaba barro real, barro de la provincia de Buenos Aires. Llegamos ante el terreno de David, sí, el terreno, porque la casilla de chapa y madera ya no existía. El vecino había usado los materiales para construir otra en distinto sector del terreno. Había sólo dos zonas secas en el rectángulo de tierra, el resto era una especie de pantano lleno de troncos, latas y hierros que peleaban por seguir con la cabeza al aire. La nueva casilla estaba sobre una de las partes secas, en la otra, donde había estado la casa de David, quedaban las marcas de lo que fue. Sobre esas marcas, dormía al sol, Lucero, el perro. Lidia recordó frente al alambrado que si David sólo tenía moneda para una pata de pollo, la mitad la comía él y la otra mitad era para Lucero. Nunca tuvo nada, dijo Lidia, Un día le habían dado dos papas, dos cebollas y dos zanahorias, me obligó a quedarme con la mitad, terminó Lidia al borde del llanto, Siendo el poeta que era.

Es cierto que David Álvarez Morgade fue un tipo especial, un tipo que a veces aceptaba la ayuda y otras no, así lo pintó el Tano Ditaranto en el viaje de vuelta; así es la imagen que me quedó de este ser humano, poeta desesperadamente humano, amigo de la vida, tipo querido, pero algo me quedó atravesado en la garganta, qué poco espacio reserva este mundo para aquél que no nació para imprimir moneda. Nunca estuve frente al cadáver de un poeta como sucedió hoy, fue una suerte estar en Lomas de Zamora para ver cómo el amigo alisaba cada uno de los cabellos escritos del poeta muerto.

 

Edgardo Lois 

 

 

* Escrito en agosto de 2002, este texto se publicó luego en el libro de mismo autor Miradas escritas al acrílico, Buenos Aires, Literaria ediciones, 2006, p. 89.

 

jueves, 9 de febrero de 2023

“Yo no soy un huérfano sobre la tierra...”

 

León Tolstoi ha muerto.

Llegó un telegrama que dice con las palabras ordinarias: Fallecido. Ha sido un golpe tremendo; he gritado de rabia y desesperación, y ahora, en un estado parecido a la demencia, lo represento tal como lo he conocido, tal como lo he visto. Me atormenta la necesidad de hablar de él. Se me aparece en su ataúd, como una piedra lisa en el lecho de un río, y seguramente aun se esconde en su barba gris, su sonrisa extraña y desconcertante. Por fin descansan en paz, sus manos; han terminado su trabajo forzado.

Recuerdo sus ojos perspicaces, que veían todo hasta el fondo; y el perpetuo movimiento de sus dedos que parecían modelar algo en el aire, sus charlas, sus bromas, sus queridas palabras campesinas y su voz indefinible. Y veo todo lo que en la vida “abarcó” este hombre; cuan inhumanamente inteligente y terrible fue. Un día lo vi, como tal vez nadie lo vio jamás. Iba a verlo a Gaspra, cuando frente a la propiedad de los Youssoupov, en la playa, a orillas del mar, entre peñascos, divisé su pequeña silueta angulosa, envuelta en una túnica gris y con un sombrero deformado en la cabeza. Estaba sentado, afirmando la cara entre las manos, entre los dedos asomaba su barba plateada y miraba a lo lejos mientras las olas se deslizaban sumisas y acariciadoras a sus pies, como hablándole de ellas mismas.

El día estaba indeciso. Las sombras de las nubes se arrastraban sobre las piedras y al mismo tiempo que ellas, el anciano se iluminaba y se ensombrecía.

Aquellas rocas eran enormes, irregulares, cubiertas de algas olorosas. La marea había subido la víspera.

Él también me hizo el efecto de una roca vieja, que se había animado, que conocería todos los principios y todos los fines, que imaginaría el fin de las piedras y de las plantas sobre la tierra de las aguas del mar, del hombre, del universo entero, desde la roca hasta el sol. El mar es una parte de su alma y cuanto lo rodea, depende de él, se desprende de él.

En la inmovilidad meditativa del anciano, creí ver algo fatídico, mágico, a la vez, sumergido en las tinieblas y escudriñando desde la cima, el vacío azul del cielo, como si fuera él, quien por medio de su voluntad concentrada, atraía y repelía las olas, gobernaba el movimiento de las nubes y las sombras que parecían mover y despertar las piedras. Súbitamente, durante un minuto de locura, sentí que sería posible. Se levantaría agitando el brazo y el mar se fijaría, cristalizado, mientras las piedras se moverían y gritarían, y todo a su alrededor se animaría, haría ruido, hablaría con voces diferentes, de sí mismo, de él, contra él. Es imposible expresar con palabras lo que sentí en ese momento. Mi alma estaba al mismo tiempo, extasiada y asustada, pero en seguida, todo se fundió en esta idea: “Yo no soy un huérfano sobre la tierra mientras exista este hombre”.

 

Máximo Gorki


 

Tres Rusos. Tolstoi. Chejov. Andreiev.

Stgo. de Chile, Ediciones nacionales y extranjeras, 1936, pp. 47-48.

martes, 7 de febrero de 2023

La vereda

Ella sabía a qué atenerse por el estado de la vereda. La vereda mucho mejor que cualquier bandera o mensaje escrito o hablado le decía el estado exacto de la casa. Es decir el estado exacto de su amiga. ¿Todo estaba en su lugar? La vereda amanecía sin una hoja caída. Y a menudo había pensado (se habían reído por eso) que su amiga se levantaba al alba a propósito. Para que cuando le llegara la hora de pasar por la vereda de enfrente, lo viera, y supiera, y se reprochara el estado de su propia vereda, y se prometiera ni bien volviera de sus quehaceres, esos quehaceres, que ella también dejaría todo así, todo bien dispuesto y cuidado, para cuando su amiga pasara por ahí. Y su amiga lo sabía. Era por eso, y no por otra cosa, que se obstinaba con la vereda. Si bien de vez en cuando faltaban fuerzas (se te ruega no levantar baldes de agua), eso era una excepción; también podía pasar que faltara coraje, sí, coraje, y no tiempo, lo del tiempo era una excusa que algunas personas invocan, pero ella no, no se le ocurriría escudarse detrás del tiempo para disimular su falta de coraje, en los días que eran así, sin valor. Sin embargo, ni bien aquello sucedía le asaltaba un pensamiento. No tanto aquel que dice que somos responsables de nuestra felicidad y de nuestra esperanza sino el otro. Ella pasará por aquí. Tarde o temprano ella pasará y se fijará. Y leerá en la vereda como en mi corazón. Por eso hoy había lavado con esmero aunque todavía imperfectamente por el asunto de los baldes. Pero su amiga sabría a qué atenerse y estaría de acuerdo con todos los pensamientos que había tenido mientras lavaba. Muy de acuerdo. De ahí la sonrisa suya en el hacer y la de ella cuando llegó la hora de pasar.  

 

C.

miércoles, 1 de febrero de 2023

¿Te acuerdas de Vidal?

–Escribe–.

¿Te acuerdas de su libro? Hernán Vidal. Dar la vida por la vida. La agrupación chilena de familiares de detenidos desaparecidos. Un libro que no estaba en las bibliografías obligatorias que tú y yo debíamos leer. Para leer a Vidal tendríamos que haber estudiado literatura y siempre hubo ahí algo así como un error fundacional. Ya sabes. Como esa vez, a pocos días del inicio de clases, cuando esperé en la biblioteca que me trajeran la Política de Aristóteles, y después de un proceso complejo –todo a mano, salvo el botón del ascensor en que bajaban las fichas y subían los libros, a un ritmo lento, muy lento, tan lento, como si un viaje a través del tiempo hubiese sido necesario…– me trajeron la Poética, y ya no hubo paciencia, y con esa me quedé. Ocurre que no se aprueban los exámenes equivocando el libro. Aunque sospecho que tú sí lo hubieras logrado… Volviendo a Vidal. Era fácil, leyéndolo, darse cuenta de lo que ellas pudieron. Lo más llamativo eran los detalles. La manera en que Vidal registró los detalles para que se pudieran desplegar las escenas que quería contar. Ellas, las que supuestamente no sabían, las que no tenían experiencia, en muchos casos amas de casa –en muchos casos, pero no en todos–, sin armas, los obligaban a ellos a salir de sus guaridas, precipitándose, levantando el palo, casi gritando “¡al ladrón!”, ahí donde la voz oficial decía que todo estaba en orden, perfectamente tranquilo, nada que mostrar, nada para ver, he aquí un país en paz. Y ellas ahí, rompiendo todas las reglas, reuniéndose, deteniéndose, su cuerpo encadenado a las rejas del antiguo Congreso –eso cuenta Vidal: las cadenas, las llaves, los candados– mientras pedían por sus hijos, por sus hijas, por sus padres y hermanos, por sus maridos. No les sería fácil dispersar esa acción. Ni menos decir que no había sucedido. ¿Recuerdas la impresión que nos causó todo aquello? Nada ni nadie se daba por perdido. Todavía se esperaba salvar. En ese entonces salvar a los más queridos era salvar a los que luchan. Ellas sí sabían y siempre lo dijeron. Con sus palabras. Esas mismas que alguna vez copiamos revisando toda esa documentación en una biblioteca oscura.

Nosotros los amamos porque eran los que eran. Los amamos porque eran libres en sus ideas, justos en sus determinaciones, ecuánimes. Los amamos porque eran dirigentes de los partidos políticos populares, porque eran dirigentes sindicales, sociales, porque eran profesionales motivados por los cambios y por la vida nueva y por la vida.

Sola Sierra era también un libro del que se podía aprender. Y todas las mujeres y los hombres que llegamos a conocer por su nombre y todas las mujeres y los hombres cuyo nombre no supimos jamás. La memoria, en esos tiempos, era parte de una lucha. ¿Contra el olvido? ¿Contra la negación? ¿Contra la mentira? Organizada y sistemática también. Pero fue bastante después que un libro de Benedetti estuvo en todas las bocas –el olvido está lleno de memoria– sin pensar que llegaríamos a este día en que la memoria está llena de olvido.

Entiendo que puedas no estar de acuerdo. Si fuera así, ¿me lo dirías?

Por mi parte, esto es lo que tengo en mente:

¿Quién se acuerda hoy de los que luchan? ¿Quién les conoce el nombre? ¿Quién les sabe la vida? ¿Los motivos? ¿Las intenciones?

Muchos dicen “memoria”. “Para que no se repita”. Piensan: “para que no se repita el crimen”. Los crímenes de la dictadura. Y desde luego, no es algo que se pueda discutir. Sería urgente y necesario que eso sucediera. Pero no sucede. Los crímenes se repiten. En todas partes y en Chile también. Eso fue octubre. Una vez más, el sacrificio de la juventud. Y no te estoy diciendo que esa memoria que se fija en el crimen no nos proteja de nada. Quizás le debemos que una manifestación como la del 25 de octubre del 2019 haya sido posible. Un repudio así. Un repudio tan grande… Pero tampoco el repudio nos protege de todo y suele no ser suficiente cuando se trata de salvar –y no de llorar ni de honrar– vidas.

¿Qué necesitamos entonces?

De eso también habla Vidal en mi recuerdo. Incluso si el ejemplo que te di parece contradecirme. Porque lo que él muestra cuando acompaña a aquellas mujeres es la capacidad que tuvieron de estar también donde no las esperaban.

¿Cómo podríamos hoy estar donde nadie nos espera? Desarmar algún nudo, alguno de los muchos mecanismos con que nos aprisionan hoy. Estar donde ellos –los poderosos– ya no pueden alcanzarnos ni desplegar su arsenal última generación. Proteger los cuerpos (¡salvar vidas!). Sin necesidad de atacar los suyos. Que les duela donde les duele. Y eso, ya sabemos, es el dinero. ¿No consumir? ¿Paro general de consumidores? Te leo el pensamiento. Estoy de acuerdo. No suena bien eso… Pero…

Pero… me hablabas de memoria y otras posibilidades de encarar todo aquello. Y te respondo: no las estoy viendo. Lo que por lo pronto me asalta es este pensamiento que solo contigo puedo compartir. No quiero ser la guardiana de la memoria de los asesinos. No quiero ser la narradora de sus crímenes. Me duele “recordar” una vez al año y que el resto de los días vivamos como ignorantes que es peor que desmemoriados u olvidadizos. Quisiera aprender todavía, pero no de los asesinos, no de los que destruyeron sino de quienes pretendieron, primero, construir. Y de los que lo siguen intentando. A veces de muy extrañas maneras. No soy yo la que dice que, según los contextos, la lucha puede tomar formas muy distintas… No siempre la Bastilla… a veces ocuparse de una flor…

Veo por todas partes gente que despliega sus esfuerzos y logra cambios. No me refiero al escenario viciado de la política tradicional donde apenas si tenemos el miserable poder de evitar lo peor… No. Me refiero a todos los otros donde los cambios pueden ser concretos y a menudo se desprecian por pequeños. Aquella economía solidaria que tanto nos apasionó hace unos años. O, si prefieres, a la manera de ese profesor del que me hablas a menudo y que día tras día, hora tras hora incluso, transforma la vida de sus alumnos. ¿No seguirá estando ahí la clave? ¿Cada cual en su “puesto de combate”? Sin despreciar ninguno. Te confieso que siento predilección por esos “puestos” que no se ven y que ellos ni siquiera pueden suponer. Ignoran lo subversivo que pueden ser a veces ciertos gestos de amor. Pero ni eso hay que decir porque las palabras están muy gastadas. Amor también.

Te amo, sin embargo.

 

Ana