sábado, 23 de agosto de 2014

El tono



Hay algo que me impide presenciar las telenovelas argentinas. No se trata de la palmaria inverosimilitud de sus argumentos, ni de su mal entendido “costumbrismo” que las lleva a bastardear todo aquello que     desconocen o dan alegremente por sentado. No es tampoco la pena que me provoca ver sub-aprovechados a algunas grandes actrices y algunos buenos actores, los cuales se limitan a “pasar letra” para quedar a la altura de las estrellitas en ascenso; ni es el infantilismo de las tramas y por ende de los personajes, estancados casi siempre en el conocido y penoso “quiero y no puedo”. La suma de estos horrores me expulsa de la pantalla, pero mucho antes que todo esto –junto o por separado- lo que no tolero es el tono.

Me refiero al tono en el que hablan los protagonistas y sus partenaires, que en la gran mayoría de las veces es casi un grito. Un grito agudo, crispado, a punto de ser violento o siéndolo ya, y que como respuesta recibe otro grito igualmente exasperado, irritado y colérico. Enancados en este griterío, vienen las carajeadas, los insultos a repetición, y el lenguaje usado como vía regia para el ultraje del otro. No se entienda que me opongo a las malas palabras, ni una puteada bien merecida, pero en las novelas sucede que no hay un “crescendo” de la situación dramática que las justifique: antes de que lleguen las palabras de ofensa o agravio, ya existe un tono perturbado. Un tono sobreexcitado, un tono irascible que ningún duelista en sus cabales usaría para desafiar a su oponente.

Lo que sigue es fácil: este tono desquiciado es el mismo que usan los conductores de los noticieros, los movileros de los medios, los popes de la radio, y también –claro- los opositores en campaña. La tevé, sin dudas, ha hecho escuela en esto de fingir una emoción a partir del tono: “Y ahora, amigos, después de ver hasta las venas de las tetas de fulanita, vamos a referirnos al trágico sismo que enluta a…”. Pero también la música que escuchamos, por obra y gracia de la componenda entre el mercado y las grandes casas disqueras, nos machaca con un único tono, monocorde y sin matices, que se termina constituyendo en el modelo a imitar. Hace unos años le decían “marcha” a una de las variantes de estos ritmos, y creo que era un buen nombre: o se marcha bajo su tono desangelado y ausente de melodías, o uno se rebela y busca otras músicas.

Y otras novelas, como las que dan en la TV Pública y que no sólo merecen ser vistas, sino también escuchadas: el diálogo, por sí mismo, revela a los personajes, nos habla de ellos, de sus anhelos y ambiciones, de lo que sueñan y a veces alcanzan -y a veces no alcanzan- a concretar. Voy a decir una obviedad: en estas producciones, con mayor o menor suerte, hay otra mirada sobre el mundo, una mirada que no es obligatorio compartir pero que define claramente a Wilson Fernández, a la Paulita Rossi, o a las mujeres de Doce Casas. Y cuando esa mirada está ausente, como en “Señales”, lo primero que salta al oído es el mísero tono de todas las telenovelas dirigidas a los “teenagers” y adultos aniñados. Pero como ya estoy mayorcito, quiero escuchar palabras dulces y suaves, y aquellas canciones de la emoción genuina.

Carlos Semorile

jueves, 21 de agosto de 2014

Trabajar con los otros, para los otros: arquitecto Osvaldo Cedrón

Los invitamos a escuchar este homenaje sobre y con Osvaldo Cedrón, militante social, arquitecto que se dedicó toda su vida a la vivienda popular


martes, 19 de agosto de 2014

Estar en Valdivia, ese día, en ese momento



Mis padres mantuvieron siempre en las conversaciones familiares el recuerdo de los estudiantes (compañeros, alumnos y amigos) de la Universidad Austral que fueron ejecutados o desaparecidos luego del Golpe. Se nombraban en las sobremesas, en las reuniones con amigos chilenos, porque su recuerdo producía una tristeza y una impotencia que no podía, debía, ni quería olvidarse. Mi padre publicó incluso, cuando volvimos, un artículo para un diario que se tituló “Mis alumnos fusilados”. 

Hace unos años, me enteré que la Universidad iba a hacer un monolito con sus nombres y que se realizaría un homenaje. Asistieron muchas personas de esa época. Personas que ya no vivían en Valdivia hacía mucho tiempo. Amigos muy queridos, profesores, escritores, también las familias involucradas con las cuales habíamos perdido todo contacto. Yo viajé en bus desde Santiago la noche anterior y a la vida se le ocurrió coordinar la asombrosa casualidad de instalarme al lado de un matrimonio amigo, que había visto por última vez en Alemania en el verano de 1987, antes de regresar definitivamente a Chile. Ellos también iban a la ceremonia. 

Recientes reencuentros me hicieron recordar ese evento. ¿Por qué fue tan importante que todos los que, de alguna manera, estábamos relacionados quisimos estar presentes? El daño no iba a ser reparado. Por una simple razón: es irreparable. Y no hay medida alguna que pueda alivianarlo siquiera. ¿Por memoria? Por una parte, sí. La memoria es fundamental y no hace falta explicarlo. Pero, ¿se trataba esto sólo de memoria? ¿Sólo porque no olvidó alguien realizó todos los trámites que hubo que hacer para que esta actividad se concretara? ¿Sólo porque recuerdan tantas personas viajaron hasta allá, la mayoría desde lejos? ¿Sólo por hacer memoria alguien escribió un poema desgarrador de nostalgia? 

Estar ahí era un desacato. Una desobediencia a la Historia que ocurrió y no debía haber ocurrido. Estábamos ahí todos los que estábamos destinados a crecer juntos bajo el alero de la Universidad Austral. De no haber existido el Golpe de Estado, hubiéramos pasado al menos nuestra infancia y adolescencia en ese entorno. Hubiéramos compartido asados en casa de nuestros padres para el 18, nuestros primos se hubieran conocido entre sí en nuestros cumpleaños, hubiéramos hecho paseos a la playa en verano cuando Valdivia hubiera regalado unos rayos de sol. Pero a poco tiempo de nacer, ya nos encontrábamos en mundos que nada tenían que ver con esa lluviosa ciudad del sur de Chile. Y sin embargo, ese día, en ese momento, estuvimos todos juntos de nuevo. Todos los que la dictadura separó antes siquiera que tuviéramos, precisamente memoria, nos volvimos a encontrar. En esa jornada, estuvimos reunidos como lo hubiéramos estado si ese acto hubiera sido, por ejemplo, los funerales de mi padre si hubiera jubilado ahí en la Facultad de Letras y lo hubiéramos despedido en presencia de sus amigos, colegas, de sus alumnos y los hijos de sus alumnos.

Tal vez nunca vamos a congregarnos de nuevo los mismos. Cada uno volvió a la historia real: separados. Algunos mantenemos lejano contacto, sin más. No nos conocemos, no crecimos juntos y eso es irreparable, lo dije al principio. Pero no importa. El monolito permanece y los nuevos estudiantes pueden conocer y recordar a los estudiantes que pasaron por ahí antes que ellos. Y nosotros, seguimos nuestra rutina, lidiando con el Chile cotidiano, absorbidos muchas veces, la mayoría de las veces, en funciones, tareas, labores. Bueno, eso no hubiera sido diferente en ninguna otra vida. Pero en esta vida que tenemos hoy, a pesar del quiebre inicial que sufrió, no nos construimos y reconstruimos desde el vacío. Sabemos de dónde provenimos y a quiénes nos debemos. Hemos manifestado, en ésa y otras ocasiones, que hemos elegido vivir bajo ciertas prioridades y ciertos respetos. Y que aunque ya transcurrieron 33 años, 40 años, casi 41 años, exigimos y nos exigimos, desde lo más genuino, no desligarnos, no olvidar a los que  ya no están y sobre todo, por qué ya no están.

Valeria Matus

domingo, 17 de agosto de 2014

Abrazar a San Martín



 

Es casi un lugar común darle con un caño a “El santo de la espada”, la película de Torre Nilson sobre la etapa sudamericana de la vida de José de San Martín. No he vuelto a verla, y seguramente muchas de las críticas que se le han hecho –y aún se le hacen- estén bien fundadas. Es cierto, por ejemplo, que a aquel San Martín le sobraba bronce y le faltaba humanidad. Pero, como nos recuerda Ángela Milocco, los censores pusieron el grito en el cielo por la escena en que Alcón se desabrochaba ansiosamente el cuello y, entre arcadas, alcanzaba a pedir "láudano". "Un general no vomita", fue la orden que recibió Torre Nilson. En las escuelas nos enseñaban un prócer similar, un anciano rompe cocos con sus máximas a Merceditas y no mucho más. Sin embargo, todavía recuerdo como si fuera hoy la mañana en que las maestras nos llevaron a ver el film, y las alumnas y alumnos, tomados de las manos, subimos muchísimos peldaños hasta alcanzar la súper pullman del viejo cine General Paz. Mentiría si dijera que me acuerdo del momento en que me atrapó la proyección, pero una cosa es segura: desde ese día quedé fascinado tanto por el personaje como por su epopeya.

Obviamente, desconocía que coordinar el cruce de la Cordillera de los Andes con semejante cantidad de hombres y animales representaba una hazaña superior a la de Aníbal y su paso por los Alpes y los Pirineos. Desconocía asimismo que, a nivel marcial/estratégico, su proeza es admirada y estudiada en las academias militares del orbe entero. Muchos menos sabía entonces de su credo americanista, ni de su rechazo a convertirse en verdugo de los caudillos federales y sus montoneras. Pero la peli de Torre Nilson, mucho más allá de la sufriente y olvidable Evangelina Salazar, significó la posibilidad de contar con un héroe propio. Acostumbrados a los filmes yanquis, los chicos de esa época tuvimos un espejo donde poder ver, al fin, una respetable figura nuestra y no un monigote importado y asesino. Y como muchos años más tarde pedirían los versos de “Aquellos soldaditos de plomo”, el general San Martín nos representó, además, al jefe de un ejército popular.

A ese José Francisco lo seguí queriendo a lo largo del tiempo, más allá del mal uso que de él hicieron las sucesivas dictaduras. Y quiso la fortuna que uno de mis grandes amigos también reverenciara al Libertador: tomamos la costumbre de llamarnos y saludarnos cada 17 de agosto, y llegamos a fotografiarnos abrazando un torso de San Martín que encontramos en un cerro de Bariloche. Un abrazo tardío para quien se pasó la infancia jugando a ser un granadero de Maipú y Chacabuco, pero abrazo al fin y, lo más lindo, en una cumbre nevada.

Por todo esto, no puedo ver sino con mucha ternura y felicidad la imagen tomada en la última Plaza de Mayo, esa foto divina en la que un niño se abalanza sobre el San Martín que conoce y ama de ver en Paka-Paka. Es un estrujón con todo el cuerpo, con todas las emociones y con todos los pensamientos que ese pequeño le viene dedicando al Padre de la Patria. En ese abrazo hay reconocimiento, gratitud, y sentido de pertenencia a una historia gloriosa y digna de ser abrazada. Y ese apretón es también una lección de cómo deben transmitirse los legados, y de qué manera son recibidas las herencias cuando el traspaso generacional se hace amorosamente.

Como casi todo (no todo, eh?) lo que hace Paka-Paka, y por eso muchos de sus contenidos se han vuelto indispensables para tantas niñas y niños que tienen hambre de futuro. Entre ellos, mi sobrino Valentín, a quien le andamos debiendo su remera del Libertador. O la hija del Flaco Tiscornia: “Una tarde nos fuimos a Tecnópolis con mis hijas a ver el ‘Asombroso musical de Zamba’. Al comenzar el espectáculo, la pasión en los ojos de las niñas me decía que no se perdían una. De repente, Lila comienza a llorar. Más angustiado que ella, la abrazo y le pregunto: Lila, ¿por qué llorás? Y, entre lágrimas y mocos que caían, me dice: Es que yo quiero estar ahí, ayudando a San Martín a cruzar la Cordillera!!!"

Carlos Semorile






viernes, 15 de agosto de 2014

Lo que pide ser nombrado

SOBRE LA CONFERENCIA DE PRENSA DE IGNACIO HURBAN, NIETO RECUPERADO DE LAS FAMILIAS CARLOTTO Y MONTOYA




Ignacio Hurban (Guido Montoya Carlotto) y su esposa Celeste

 La desaparición forzada, la cuestión de la desaparición forzada de personas, está atravesada de múltiples maneras por el tema de la identidad. Lo está acá (Argentina). Lo está allá (Chile). Lo está en todos lados donde ha habido desaparecidos. Se habla de 90.000 desaparecidos en América Latina desde mediados de los años 60 en adelante. Pero desaparecidos hubo antes, en otros sitios, y los sigue habiendo. Los contextos políticos varían, los métodos, los dispositivos, el nivel de organización también. Años y años uno podría estudiar las diferencias, las similitudes. Las interpenetraciones entre una realidad y otra. Algunos lo hacen: estudian. Y entre las cosas que estudian, vinculado con éstas y otras cuestiones: la identidad, la memoria, sus relaciones. Pero por más que se estudie siempre hay un hecho que desbarata lo poco o lo mucho que uno cree saber.

Eso es también lo que ocurrió la semana pasada en Argentina, cuando Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, encontró a su nieto. A los pocos días, el viernes 8 de agosto, tuvo lugar una conferencia de prensa de Estela junto a su nieto. En rigor fue la conferencia del nieto. Los medios difundieron primero fragmentos. Luego el documento completo. Un documento que interesará a muchos –entre ellos, las personas que, desde distintas disciplinas, trabajan temas memoriales y otras temáticas relacionadas con las dictaduras en el Cono Sur y la defensa de los derechos humanos. Lo que quedó ahí registrado, además del simbólico reencuentro público entre ambos –el encuentro en privado había sucedido días antes–, es el esfuerzo de una sociedad por dialogar consigo misma. Quizás no sea la mejor forma de expresarlo, pero que cueste decirlo tiene que ver con el fondo del asunto, con lo que se nos escapa, empezando por los nombres.

“Buenas tardes a todos, yo soy Ignacio… o Guido… porque ella [señalando a Estela de Carlotto] está muy firme con esa decisión”. Eso fue lo primero que dijo adelantándose a las preguntas de los periodistas. “Entre colegas nos decíamos, ¿cómo te tenemos que preguntar? ¿Por Ignacio? ¿Por Guido?”. Entonces precisó: “Yo estoy acostumbrado a mi nombre Ignacio y lo quiero seguir manteniendo. Lo voy a seguir conservando. Pero también entiendo que hay una familia que me está buscando hace treinta y pico de años de esa manera”. Lo volverá a decir durante la conferencia (“Vamos con Ignacio”). Durante dos días, se le había conocido como “Guido”. Nombre que le dio su madre (Laura Carlotto) durante las pocas horas que pasó con él. Luego vino “Guido Carlotto”, apellido de la madre y apellido por el que se conoce a la abuela. Inmediatamente después se habló de Guido Montoya Carlotto y se incorporó a los relatos el padre (Walmir Oscar Montoya), asesinado al igual que la madre durante la dictadura. Entremedio se había “filtrado” –muy a pesar de la voluntad de las Abuelas– el nombre bajo el cual “Guido” había vivido todos estos años, 36 años: Ignacio Hurban. Por eso, no era de extrañar que mientras hablaba y decía precisamente eso: “Yo soy Ignacio”, el nombre de “Guido” apareciera en pantalla y en boca de los periodistas que hablaron con él.

Fue impactante asistir en directo (gracias a la difusión de la conferencia completa por Canal 7) a la incorporación del nombre de Ignacio durante la conferencia. En un primer momento no hubo caso: “Guido, lo que yo te quería preguntar…” y el entrevistado corregía, sonriente y tenaz: “Ignacio”. Hasta que, bien avanzada la conferencia, un periodista lo dijo: “Ignacio…”. Uno de los primeros en hacerlo fue el periodista de “Gente” y agregó algo que también remeció: “Te quería agradecer que nos hayas permitido cubrir la mejor noticia, por lo menos en mi caso, la mejor noticia que cubrí en mi vida”. Y conmovió porque no es fácil imaginar que en la revista “Gente”… haya gente así… Capaz de manifestar tan abiertamente su emoción y su total conciencia de asistir a un hecho histórico.

Al pasar, menciono que no necesariamente la inusual atención que generó en los medios nacionales e internacionales la recuperación de este nieto tiene que ver con el “famosismo” (sic), como dijo un (famoso) periodista. Cabe la posibilidad de que sus colegas entiendan el rol que ha jugado cada cual en esta historia. Uno de ellos escribió: “Estela, una señora común que asumió responsabilidades extraordinarias y que obtiene resultados increíbles”. Cierre del paréntesis.

En diferentes oportunidades durante la conferencia, Ignacio Hurban usó la palabra “feliz”. Tanto para referirse al hecho de descubrirse nieto de las familias Carlotto y Montoya, como para referirse a su vida junto a sus padres adoptivos. Pero también habló de la alegría de la gente. Y, efectivamente, ha sido un hecho llamativo, la alegría “incluso de personas inesperadas” dijo en varias oportunidades Estela de Carlotto. Las manifestaciones de cariño y apoyo han llegado desde distintos países, también de Chile. Y es que hacía tiempo que una buena noticia no volvía a unirnos como la gran familia que somos quienes de una u otra manera nos vinculamos con una historia que, antes de ser tragedia, fue esperanza. Y eso es lo que hoy vuelve a renacer, en alguna medida, quizás modestamente, cuando se escucha a Ignacio hablar de cuanto sabe, de cuanto ignora y de “lo que se cifra en el nombre”, como dijo un poeta.

Durante la conferencia, conciente del dilema del nombre, me asaltaba otra duda. ¿Cómo hacemos para abordar esto? “Esto” tan difícil de nombrar que, sin embargo, pide ser nombrado. Y es que la aparición de un nieto conlleva, en medio de la alegría, el drama de un hijo que no conocerá a sus padres (“verdaderos”, “biológicos” no parecen palabras adecuadas). Pero también el drama de los padres. Las identidades múltiples de los padres asesinados, en este caso, en tanto militantes. Las identidades múltiples de los hijos que han vivido 6, 10, 20, 30, 40 años en la ignorancia de una parte –fundamental– de su historia. ¿Puede un hijo renacer en nombre de un padre, de una madre? ¿Pueden los padres renacer en sus hijos? Algo de eso ha habido en estas experiencias. (Sin olvidar a los padres adoptivos, que en este caso, según lo dicho por Ignacio, son personas que lo criaron con gran amor). Suelen faltar las palabras para encarar lo que implica la ignorancia, la ausencia y, también, la historia anterior. La que en permanencia pide ser escrita, reescrita no sólo porque siempre parece faltar algo sino también, y sobre todo, porque esa historia sigue su curso. Extrañamente sigue su curso hacia atrás y hacia adelante. Tampoco es la manera de decirlo pero se puede intentar.

Hacia atrás: porque nuestro conocimiento de las cosas del pasado no es algo que podamos dar por cerrado. No es un envase que se pueda “llenar” con más o menos elementos. Sin duda el conocimiento requiere herramientas precisas pero esas herramientas no están dadas de antemano ni son independientes de lo que se quiera saber. Por lo cual, antes de determinar qué es lo que “podemos” conocer, habría que preguntar qué es lo que “queremos” conocer. Ese es el orden. O pareciera ser. Según el objetivo, los medios. Es cierto que a lo mejor, hoy, no puedo saber en qué circunstancias murió tal persona. Pero a lo mejor puedo saber cómo vivió. Y ése es, también, el sentido de una iniciativa como “Los latidos de la memoria” llevada a cabo, en Chile, por Paulina Pavez y Karen Bascuñán, patrocinada por Radio Universidad de Chile. Me refiero a las capsulas radiales dadas a conocer hace unos días: se trata de micro-relatos que evocan lo que una persona (ejecutado político o detenido desaparecido) fue en vida. Iniciativa relevante que permite asociar a un nombre, un pasado anterior al crimen, revelar una forma de ser, un vínculo, un entorno y una idea que todavía no ocupa el lugar que se merece. Y es que los ausentes, víctimas del terrorismo de Estado, nos faltan a todos. Nos faltan con nombre y apellido, en tanto individuos. Y nos faltan como parte de un conjunto que fue un ideario político.

Hacia adelante: nunca podremos decirle a Laura Carlotto y a Oscar Montoya que el hijo que les nació, en medio de esperanzas y combates, se convirtió en un hombre. Que ese hombre ha sido una persona de trabajo y de talento. Que eligió desandar el camino y remontar hasta el origen de una historia que, siendo suya, era la historia de muchos. Y sin embargo este episodio es parte de la historia larga donde todo cabe, incluso lo mejor.

Hay una foto que ha circulado en estos días. Se ve a Ignacio con su mujer, al finalizar la conferencia de prensa. La expresión de ella dice cuanto costó llegar hasta ahí, cuanto cariño hay de por medio. La expresión de Ignacio… no se puede nombrar. Confío en que, escasos de palabras para decir la esperanza, iremos aprendiendo.
 
(PD. Hace unas pocas horas, según declaración por radio de Estela de Carlotto, trascendió que Ignacio habría decidido agregar a su nombre actual, el nombre de Guido). 


Antonia Garcia Castro

VER LA CONFERENCIA DE PRENSA COMPLETA DE IGNACIO: PULSAR AQUI

domingo, 10 de agosto de 2014

El latir de Estela




El ojo atento del fotógrafo capturó no sólo el emocionado gesto de Carlotto, sino que fue mucho más allá: sincronizó el pulso del diafragma de su máquina con el latido de Estela. Podría decirse que esa imagen centellea, que esa foto trepida, aunque en verdad está palpitando –y así quedará en la historia- para recordar el día en que todos latimos al unísono de un amoroso y amado corazón.  

En ese pulsar colectivo que ayer nos hermanó a raudales, fue inevitable que recordáramos las cosas de todos, como las veces que marchamos puteando, y las veces que marchamos cantando, siempre hasta reventar las plazas. Pero también tuvimos momentos donde cada quien recordó a cada uno de aquellos que no llegaron a ver el cielo de este “día claro, diáfano y feliz”. Y por eso, entre lágrimas, quisiéramos poder decirles a nuestros muertos que Guido, el hijo de Laura Carlotto, encontró el camino de regreso, y que Estela se llevó la mano al pecho. Como siempre, pero distinto. Para albergar sus muchas emociones, claro, pero también para seguir cobijándonos a nosotros y a ustedes, que ayer vibraron en cada uno de nosotros.

Carlos Semorile
6 de agosto 2014

miércoles, 6 de agosto de 2014

La ciudad y sus latidos

 1. Las calles


Diferentes acontecimientos me llevaron a vivir, desde muy niña, en diferentes lugares. Puedo decir entonces que, tal como mi imaginario alter ego Corto Maltés, tengo anclas en muchos puertos y puedo sentirme en casa en continentes, ciudades y pueblos que -lo apostaría- no tienen otra conexión entre sí más que quien escribe. 

Luego de más de dos décadas de ausencia, volví hace poco a Dijon, capital de la región francesa de Borgoña, donde transcurrió mi primera infancia. Como itinerante que soy, siempre ando con un plano en la cartera. Dijon no fue la excepción, puesto que había salido de ahí a los 8 años de edad y no tenía la certeza de saber ubicarme bien. Emprendí entonces a primera hora de un lunes por la mañana un recorrido por el pasado. Quería volver a ver la escuela, el trayecto que hacía cada día, el barrio.

Y ocurrió algo milagroso: yo no recordaba hacia dónde había que ir, pero mi cuerpo sí lo sabía. Instintivamente mis pies me indicaban si doblar, seguir, caminar unas cuadras más. Y todo fue apareciendo como en un sueño: el parquecito al final de la subida, la panadería que estaba a la vuelta, y, en esa callecita que tenía un nombre tan lindo, “Rue des Vignes” (calle de las viñas): ¡mi casa! ¡Ahí estaba mi casa intacta! Entonces, sobrevino un sentimiento inesperado: no era yo la que sentía cariño por esa ciudad. ¡Era la ciudad la que me quería a mí! Esa bellísima ciudad que me había visto aprender a leer y escribir en uno de sus pupitres, estaba ahí recibiéndome con amor a cada paso que daba sobre sus calles. Y parecía que cada esquina hacía aparecer ante mí una imagen de antaño para darme la bienvenida por haber regresado. 

Las remembranzas comenzaron a sucederse a lo largo de cada paseo: el cine, la librería, la juguetería; el parque y todos los sitios donde tuve momentos de regocijo con mis padres – y también de desazón (como sucede hasta en las mejores familias). La avenida Víctor Hugo, la rue de Fontaine, la rue Docteur Durande, y muchas más, donde amigos franceses nos abrieron tantas veces la puerta de su hogar, porque eran afectuosos, hospitalarios, porque nos quisieron y aún nos quieren, porque solidarizaban con Chile porque algunos habían sido a su vez de la Resistencia durante la Guerra y comprendían la tragedia de un pueblo herido. Lo que era una confusión de edificios revueltos en el recuerdo comenzó a ordenarse como un puzzle cuyas piezas van conformando la fotografía final. Y cada muro, puerta, vitrina, contenía una razón a los dolores y alegrías que se habían mantenido latentes en la edad adulta. Como que todo hubiera estado ahí guardado para explicarme por qué había ocurrido todo lo que siguió a mi partida. 

En algún capítulo de “La Caída”, Albert Camus pregunta a través del protagonista: “¿Sabe usted, amigo mío, lo que significa la criatura solitaria errando en las grandes ciudades?”. Recordé esa frase mientras transitaba. Pero no era un andar sombrío ni abandonado como en la novela. Porque las propias paredes se encargaron de acompañarme con la evocación de ese tiempo en que no andaba errando ni estaba sola. Las calles eran como enormes murales con pinturas imaginarias donde se estaban dibujados todos los capítulos de mi propia existencia y la ciudad me abrazaba ahora como diciéndome: “Tranquila, niña, lo malo se acabó. ¡Mira mejor qué felicidad fue que pasaras por aquí alguna vez!”


Valeria Matus