Diferentes
acontecimientos me llevaron a vivir, desde muy niña, en diferentes lugares.
Puedo decir entonces que, tal como mi imaginario alter ego Corto Maltés, tengo
anclas en muchos puertos y puedo sentirme en casa en continentes, ciudades y
pueblos que -lo apostaría- no tienen otra conexión entre sí más que quien
escribe.
Luego de más de
dos décadas de ausencia, volví hace poco a Dijon, capital de la región francesa
de Borgoña, donde transcurrió mi primera infancia. Como itinerante que soy,
siempre ando con un plano en la cartera. Dijon no fue la excepción, puesto que
había salido de ahí a los 8 años de edad y no tenía la certeza de saber
ubicarme bien. Emprendí entonces a primera hora de un lunes por la mañana un
recorrido por el pasado. Quería volver a ver la escuela, el trayecto que hacía
cada día, el barrio.
Y ocurrió algo
milagroso: yo no recordaba hacia dónde había que ir, pero mi cuerpo sí lo
sabía. Instintivamente mis pies me indicaban si doblar, seguir, caminar unas
cuadras más. Y todo fue apareciendo como en un sueño: el parquecito al final de
la subida, la panadería que estaba a la vuelta, y, en esa callecita que tenía un
nombre tan lindo, “Rue des Vignes” (calle
de las viñas): ¡mi casa! ¡Ahí estaba mi casa intacta! Entonces, sobrevino un sentimiento inesperado: no era yo la que sentía cariño
por esa ciudad. ¡Era la ciudad la que me quería a mí! Esa bellísima ciudad que
me había visto aprender a leer y escribir en uno de sus pupitres, estaba ahí
recibiéndome con amor a cada paso que daba sobre sus calles. Y parecía que cada
esquina hacía aparecer ante mí una imagen de antaño para darme la bienvenida
por haber regresado.
Las remembranzas
comenzaron a sucederse a lo largo de cada paseo: el cine, la librería, la
juguetería; el parque y todos los sitios donde tuve momentos de regocijo con mis
padres – y también de desazón (como sucede hasta en las mejores familias). La
avenida Víctor Hugo, la rue de Fontaine,
la rue Docteur Durande, y muchas más,
donde amigos franceses nos abrieron tantas veces la puerta de su hogar, porque
eran afectuosos, hospitalarios, porque nos quisieron y aún nos quieren, porque
solidarizaban con Chile porque algunos habían sido a su vez de la Resistencia
durante la Guerra y comprendían la tragedia de un pueblo herido. Lo que era una
confusión de edificios revueltos en el recuerdo comenzó a ordenarse como un
puzzle cuyas piezas van conformando la fotografía final. Y cada muro, puerta,
vitrina, contenía una razón a los dolores y alegrías que se habían mantenido
latentes en la edad adulta. Como que todo hubiera estado ahí guardado para
explicarme por qué había ocurrido todo lo que siguió a mi partida.
En algún
capítulo de “La Caída”, Albert Camus pregunta a través del protagonista: “¿Sabe
usted, amigo mío, lo que significa la criatura solitaria errando en las grandes
ciudades?”. Recordé esa frase mientras transitaba. Pero no era un andar
sombrío ni abandonado como en la novela. Porque las propias paredes se
encargaron de acompañarme con la evocación de ese tiempo en que no andaba
errando ni estaba sola. Las calles eran como enormes murales con pinturas
imaginarias donde se estaban dibujados todos los capítulos de mi propia
existencia y la ciudad me abrazaba ahora como diciéndome: “Tranquila, niña, lo
malo se acabó. ¡Mira mejor qué felicidad fue que pasaras por aquí alguna vez!”
Valeria Matus