Mis
padres mantuvieron siempre en las conversaciones familiares el recuerdo de los
estudiantes (compañeros, alumnos y amigos) de la Universidad Austral
que fueron ejecutados o desaparecidos luego del Golpe. Se nombraban en las
sobremesas, en las reuniones con amigos chilenos, porque su recuerdo producía
una tristeza y una impotencia que no podía, debía, ni quería olvidarse. Mi
padre publicó incluso, cuando volvimos, un artículo para un diario que se
tituló “Mis alumnos fusilados”.
Hace
unos años, me enteré que la
Universidad iba a hacer un monolito con sus nombres y que se
realizaría un homenaje. Asistieron muchas personas de esa época. Personas que
ya no vivían en Valdivia hacía mucho tiempo. Amigos muy queridos, profesores,
escritores, también las familias involucradas con las cuales habíamos perdido
todo contacto. Yo viajé en bus desde Santiago la noche anterior y a la vida se
le ocurrió coordinar la asombrosa casualidad de instalarme al
lado de un matrimonio amigo, que había visto por última vez en Alemania en el
verano de 1987, antes de regresar definitivamente a Chile. Ellos también iban a la
ceremonia.
Recientes
reencuentros me hicieron recordar ese evento. ¿Por qué fue tan importante que todos
los que, de alguna manera, estábamos relacionados quisimos estar presentes? El daño
no iba a ser reparado. Por una simple razón: es irreparable. Y no hay medida
alguna que pueda alivianarlo siquiera. ¿Por memoria? Por una parte, sí. La
memoria es fundamental y no hace falta explicarlo. Pero, ¿se trataba esto sólo
de memoria? ¿Sólo porque no olvidó alguien realizó todos los trámites que hubo
que hacer para que esta actividad se concretara? ¿Sólo porque recuerdan tantas
personas viajaron hasta allá, la mayoría desde lejos? ¿Sólo por hacer memoria
alguien escribió un poema desgarrador de nostalgia?
Estar
ahí era un desacato. Una desobediencia a la Historia que ocurrió y no debía haber ocurrido.
Estábamos ahí todos los que estábamos destinados a crecer juntos bajo el alero
de la Universidad
Austral. De no haber existido el Golpe de Estado, hubiéramos
pasado al menos nuestra infancia y adolescencia en ese entorno. Hubiéramos
compartido asados en casa de nuestros padres para el 18, nuestros primos se
hubieran conocido entre sí en nuestros cumpleaños, hubiéramos hecho paseos a la
playa en verano cuando Valdivia hubiera regalado unos rayos de sol. Pero a poco
tiempo de nacer, ya nos encontrábamos en mundos que nada tenían que ver con esa
lluviosa ciudad del sur de Chile. Y sin embargo, ese día, en ese momento,
estuvimos todos juntos de nuevo. Todos los que la dictadura separó antes
siquiera que tuviéramos, precisamente memoria, nos volvimos a encontrar. En esa
jornada, estuvimos reunidos como lo hubiéramos estado si ese acto hubiera sido,
por ejemplo, los funerales de mi padre si hubiera jubilado ahí en la Facultad de Letras y lo
hubiéramos despedido en presencia de sus amigos, colegas, de sus alumnos y los
hijos de sus alumnos.
Tal vez
nunca vamos a congregarnos de nuevo los mismos. Cada uno volvió a la historia
real: separados. Algunos mantenemos lejano contacto, sin más. No nos conocemos,
no crecimos juntos y eso es irreparable, lo dije al principio. Pero no importa.
El monolito permanece y los nuevos estudiantes pueden conocer y recordar a los
estudiantes que pasaron por ahí antes que ellos. Y nosotros, seguimos nuestra
rutina, lidiando con el Chile cotidiano, absorbidos muchas veces, la mayoría de
las veces, en funciones, tareas, labores. Bueno, eso no hubiera sido diferente
en ninguna otra vida. Pero en esta vida que tenemos hoy, a pesar del quiebre
inicial que sufrió, no nos construimos y reconstruimos desde el vacío. Sabemos de
dónde provenimos y a quiénes nos debemos. Hemos manifestado, en ésa y otras
ocasiones, que hemos elegido vivir bajo ciertas prioridades y ciertos respetos.
Y que aunque ya transcurrieron 33 años, 40 años, casi 41 años, exigimos y nos
exigimos, desde lo más genuino, no desligarnos, no
olvidar a los que ya no están y sobre
todo, por qué ya no están.
Valeria Matus