domingo, 30 de septiembre de 2018

Hablar de música


En esta campaña personal de ir más lento, resultó que las horas se hicieron más largas. Y en la segunda y siguiente campaña personal de desconectarse lo más posible de los vicios virtuales (menos redes sociales, menos aplicaciones, sumado a que no tengo televisor), resultó que hubo que inventar con qué llenar esas horas más largas. La solución fue recordar los recursos con los que se contaba en las décadas de los 70´y 80, cuando las tardes se hacían eternas, es decir: leer, resolver tareas domésticas, escuchar música. 

Cuando hablo de escuchar música, vuelvo a insistir en ese hábito un tanto perdido que es lo que defino como “sentarse a escuchar música”. No colocarla como música de fondo para lavar los platos, aun cuando esto puede también ser muy entretenido. Sino que escuchar música con el mismo afán con que se lee una novela o estudia un idioma nuevo. Concentrarse, poner atención, destacar qué melodías o acordes gustan más, recordarlos, memorizarlos. Desmenuzar para apreciar con la mayor intensidad. Y en esta tarea, también buscar. No sólo escuchar lo que está ahí a mano o lo que suena en el ciberespacio. Sino que preguntarse qué otras músicas existirán, qué compositores, qué estilos, qué interpretaciones.

Conversando con una amiga, que también estaba viendo qué hacer de su domingo sola en casa, le comenté este asunto y le sugerí escuchar a una folklorista boliviana que había yo descubierto en estas jornadas ociosas de indagación melómana. Me respondió que en algún momento parecido, había dado con un cantante venezolano. Le pregunté de inmediato el nombre, porque siempre me ha gustado mucho el folklore venezolano. Me dio el dato con una linda descripción: “es una música de la tierra, tiene muchos colores, muchos olores.” Desde luego, partí de inmediato en su búsqueda y comprobé que era tal cual me lo había retratado.

Pero al mismo tiempo, pensé ¡cuánto hacía que alguien no me hablaba de música con esa precisión! Era una práctica que, en años mozos, se usaba constantemente. Alguien te recomendaba con mucha pasión una canción o un disco que le encantaba y uno seguía el consejo, pero –nuevamente- con calma. Dándose el tiempo. Apreciando y tomando en cuenta la mirada de ese amigo o compañero de curso que nos había hecho el comentario. Con algunas personas, sí existe esa costumbre de intercambiar inquietudes. Pero no es algo masivo como solía serlo. A lo más, ahora uno dice: “oye, escuché algo que te puede gustar, te lo mando.”  Y la otra persona, quizás, si acaso se acuerda, abrirá el archivo y le echará una mirada para responder con alguna carita feliz.

Maravillarse es uno de los sentimientos más enriquecedores que podemos experimentar. Pero como todas las fortunas, requiere práctica, hacer el ejercicio de preguntar, preguntarse, opinar, contarse. A veces, decepcionarse, porque eso también es parte del juego. Hablar de música, de libros, de películas es un entrenamiento y, como tal, puede ser más pesado que dejarse llevar por la comodidad de entregarse al algoritmo que hizo ese trabajo por nosotros. Pero cuando creemos en el otro, cuando nos importa el otro, nos preguntamos juntos y encontramos juntos. Nos dejamos llevar por vivencias compartidas y asombros conjugados. Y para ello es necesario movilizarse. Pero la vida mejor siempre requiere movilizarse y, sobre todo, movilizarse juntos. 


Valeria Matus

jueves, 27 de septiembre de 2018

El panqueque cósmico


El Buenos Aires del siglo XX tuvo sus ya legendarias “Lecherías” que prácticamente desaparecieron con el siglo. Se trataba de un ámbito aséptico, con mesas de mármol y blancos azulejos en las paredes. Lugar silencioso al que concurría un público heterogéneo aunque con el común denominador del consumo lácteo, y si bien no necesariamente abstemio, posiblemente no bebedor habitual de alcohol, y de recursos modestos dado lo económico de sus productos. Algunos tangos, irónicamente hacen mención de las lecherías, entre ellos “Seguí mi consejo” de Eduardo Salvador Trongé y música de Salvador Merico: “No vayas a lecherías a piyar café con leche” (...). La lechería era la otra cara porteña del bodegón o del almacén con despacho de bebidas alcohólicas, pero ambas convivían pacíficamente. Además de la leche fría con vainillas y el clásico café con leche, había una gama de opciones gastronómicas: pebetes de queso o jamón y queso, jugos de frutas exprimidas, arroz con leche, cuajadas que luego cedieron el lugar al yogur, el infaltable Toddy, flan con crema o dulce de leche, copos de maíz...

Cuando todavía no existían los “Pumper Nik” que invadieron la década del 70 y luego los híbridos y plastificados “Mac Donald” y “Burger Kin”, una variante de las lecherías eran las tradicionales “martonas”, es decir “La Martona”. Se trataba de lecherías con la particularidad del agregado del mostrador “herradura” que oficiaba de mesa colectiva, y por cuyo espacio interior, varios mozos se movían. Los clientes ocupaban banquitos altos y quedaban a la espera que el azar designara el mozo que lo atendería. Las martonas se diferenciaban del bar tradicional, donde cada mozo atiende un sector de atención o una cantidad de mesas fijas. A pesar de no poseer la magia del bar sin apuro del “Cafetín de Buenos Aires”, tenían un clima especial. No era un espacio para el diálogo. Quizá para concurrir solo con algo de ritual silencioso por lo individual de los asientos-banquetas y la mesa mostrador compartida. La leche extraída por bombeo de un tanque metálico llegaba al vaso con alguna burbuja que creaba la ilusión de un fresco ordeñe. Otro código era el que regía cuando se solicitaba un huevo pasado por agua o dos y consistía en preguntar los minutos. Por ejemplo: Huevo al agua, tres minutos o Par al agua tres minutos y medio. Generalmente no se respetaban los tiempos y lo conveniente, para no recibir el o los huevos crudos, era pedir cuatro o más minutos, cosa de asegurar una cocción de tres.

Pero una especialidad, casi exclusiva de las martonas, eran los panqueques con dulce de leche, miel o crema. Eran diferentes a los caseros. Estos finitos y flexibles, muy cercanos a la masa de un canelón. Aquellos, gruesos y ligeramente esponjosos. Años más tarde aparecieron en algunos bares llamados americanos y como novedad llegada del exterior, un tipo de panqueques similares a los de la martona. Se los llamó lo que fonéticamente se pronuncia bafle. Luego, como todas las modas, se extinguieron. Los de La Martona permanecieron. Parte de la magia de los panqueques martonenses lo constituía su elaboración bien a la vista. Cuando se pedía un panqueque de dulce de leche, el mozo repetía, subiendo la voz, panqueque dulce, omitiendo “de leche”, “crema” o “miel”. Inmediatamente, quizá como señal recordatoria, ponía sobre la herradura-mesa un tenedor, cuchillo y servilleta de papel. Después de la circulación por la barra continuando la atención, se dirigía hacia la trastienda del local, rumbo a la cocina y piletón de lavado. En este camino, a la entrada misma de esos lugares ocultos, se encontraba una plancha metálica con sus picos a gas permanentemente encendidos. A un costado estaba una olla grande que contenía la masa líquida para elaborar el panqueque, un cucharón y una paleta para evitar el pegado y posteriormente darlo vuelta.

Y aquí empezaba la apasionante cosmogénesis:

El mozo a quien se había solicitado el pedido se convertía en un solemne demiurgo que derramaba la cantidad exacta de materia para el nacimiento del panqueque. Siempre lograba un círculo perfecto y coronaba esta exactitud pasando la parte convexa del cucharón por la masa, ya en proceso de cocción, para asegurar una equitativa distribución. Alea jacta est (la suerte estaba echada) y se iba prosiguiendo su recorrida por la herradura. Daba la impresión de un tácito desentendimiento de la elaboración iniciada. A partir de ese momento comenzaba una carrera cósmica. El Big Bang ya era un hecho. De la nada hacia la gestación del universo del panqueque. Una pequeña y asombrosa historia cósmica iniciaba su efímera existencia. Un mozo cualquiera iba a pasar por la precisa coordenada espacio temporal y en el momento justo, haría interceder una paleta entre el dorso del panqueque y la plancha caliente evitando así una cocción despareja o su eventual quemazón. Más tarde otro mozo o, quizá el azar determinara que fuera el demiurgo inicial, con acrobática destreza y a modo de salto mortal, lo daba vuelta quedando a la vista una transformación asombrosa. Lo que fuera una amarilla masa líquida, ahora convertida en una compacta superficie marrón. La historia natural del panqueque proseguía la ruta irreversible del espacio-tiempo. Cuando el tiempo cósmico lo marcara, el mozo demiurgo, quizá impelido por un reloj interior, pasaría frente a la plancha metálica del fuego eterno, para encontrarse con la criatura circular con textura y color perfecto. El panqueque había cumplido su destino existencial. Colocado en un plato metálico esperaba la abundante porción de dulce de leche y era llevado ante el verdugo comensal para su inevitable paso hacia la muerte.

Jamás se supo de un panqueque quemado o desparejo, ni disputas por los méritos de su elaboración colectiva en el silencioso éxito sin planificación. La sincronización se cumplía cual destino fatal e inexorable.

Todo esto es un recuerdo algo melancólico y teñido de nostalgia. Ya no hay martonas. Es lamentable y no se trata de una actitud reaccionaria y conservadora frente al progreso, sino que surge como defensa frente a los patéticos Burger Kin y Mac Donald donde está estudiado cada centímetro cuadrado y cada segundo. Un espacio-tiempo para más efectivas ganancias y con empleados, auténticamente empleados, porque necesitan trabajar y no son los culpables de un sistema. Adiestrados –más bien amaestrados– para sonreír y tener buenos modales. Ante el pedido de un cliente se pone en funcionamiento un ritmo febril y general. Un movimiento más parecido a una bolsa de comercio que a un universo estético. No es una queja o añoranza de pasado, sino una posición: Jamás renunciar a la Poesía.
                         

Otto Carlos Miller

martes, 25 de septiembre de 2018

Semillas de bibliotecas



"Pasaron los días y todo fue tomando forma".

Cura Malal, también llamado Curamalan, es un pueblo que a menudo mencionamos en este espacio. Suelen pasar cosas que nos importan. Cosas, decisiones, encuentros, gestos que riegan –como plantita, sí– la esperanza que tenemos puestas en las capacidades de todos y cada uno para transformar un mundo aquí y ahora. En este caso se trataba de doce bibliotecas armadas por chicos que luego las llevarían a sus casas. Chicos que viven y van a la escuela en un pueblo que no cuenta con una biblioteca pública. “Los papás, la mayoría, trabajan en el campo, no pueden acceder a una biblioteca y al no tener, tal vez, algunos de ellos –algunos tal vez sí– material en sus viviendas y no teniendo acceso a internet, que es también como una biblioteca, pensando en estas imposibilidades, surgió la idea de acercar una biblioteca a cada grupo familiar. Por lo menos una semilla”, nos cuenta Mercedes Resch y agrega “Como un inicio, para que ellos puedan ir ampliando. De hecho, aquí en la Tranca tengo libros todo el tiempo, para que se puedan llevar, y no devolver, obviamente. Son libros que se pueden quedar en sus casas. Ese era el sentido, acercar la biblioteca a los hogares y que se quede ahí y que tenga material tanto de interés de los nenes, como de la mamá y del papá. Por eso había también revistas, diferentes tipos de materiales”. Lo que sigue es su relato.

Cura Malal- Escuela n° 6-  Octubre/ Noviembre 2017
Resch Mercedes



Un día invité a mis alumnos a tomar la merienda en mi taller
Octubre 2017


Les quería proponer un proyecto…
Los entusiasmó más de lo que hubiera imaginado, y eso duplicó mi propio entusiasmo



Y llegó el día esperado, manos a la obra.
Ensamblamos las estructuras de cartón con cinta de papel.
 



Ya están construidas las doce bibliotequitas.
Nos pusimos de acuerdo para  trabajar en grupo, reforzamos las estructuras con una cartapesta.



¡Pero les faltaba color!
Las familias, primos y hermanos se sumaron a pensar ideas y diseñar.

 

Pasaron los días y todo fue tomando forma.
Decidimos entre todos remarcar los contornos y dibujar con fibra negra.



Pensamos que el 10 de noviembre « Día de la tradición» 
era el mejor momento para entregar las bibliotecas
En esa jornada se junta el pueblo en la escuela para festejar, sólo faltaban tres días.



Mientras tanto, seleccionamos  libros
que nos donaron  algunos  amigos.


Martina, Aldana, Paula y Julieta revisan el material
que donó la Escuela N°6.



Ellas conocen el interés de sus compañeros.


La estancia «La Curamalan» nos sorprende.
El día anterior a la entrega de las bibliotecas llega a mi casa Paula Etcheberry con tres cajas de libros nuevos y usados, revistas y doce Martín Fierro.


¡Y llegó el gran día!


  El jardín es pequeño pero todos nos acomodamos.

El protagonista del momento José Hernández, y algunos versos del Martín Fierro.
Lautaro terminó de emocionar al público con una sentida payada.


«Pido á los Santos del Cielo
 que ayuden mi pensamiento,
 les pido en este momento
que voy á cantar mi historia
 me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento
(párrafo 10 del Martin Fierro)




¡Nuestro proyecto  «Semilla de Biblioteca» se hizo realidad!

Agradecimientos: a los alumnos de 1° y 2° ciclo de la Escuela Primaria N°6 de Cura Malal, a los compañeros docentes, a Estefania Commisso, a Marcelo Morel, a Paula Etcheberry, a Jorge Boudou, a la Estancia «La Curamalan», a la Biblioteca Infantil «Luisa Braganza» de Coronel Suárez, a Gladys Meyer, a la familia Cimarosti Taccari, a Tere Croce y al Jardín Rural N° 3 de Cura Malal por hacer posible el proyecto.