Siendo
joven, muy joven, casi una niña todavía, no había peor
castigo que la clase de gimnasia cuando nos tocaba carrera de posta. Un
tipo de carrera que se corre de a varios. Cada uno de los participantes
debe
correr un trecho con un objeto* en la mano (¿a quién se le habrá
ocurrido? ¿qué
necesidad ese objeto? Sin embargo nada sería igual sin él…). Un objeto
que hay
que entregar al compañero, quien correrá su trecho y lo entregará, y
así, hasta cubrir la distancia. No se espera de un solo jugador que haga
todo.
No sirve ser el mejor y punto. Lo que sirve es lo que un grupo
determinado –muy
pequeño– logra hacer atento a las capacidades de unos y otros, a sus
especificidades,
dando por descontado que cada cual dará lo mejor de sí. Mi problema con
esta
carrera estaba dado por el nivel de exigencia. Contrariamente a otro
tipo de
carreras no se trataba de sostener un esfuerzo limitado –graduado–
durante una distancia
que se contaba en kilómetros sino al revés: la distancia era
corta, ínfima, pero había que poner ahí el máximo esfuerzo. De entrada, todo. Un
esfuerzo inmediato que me generaba un gran dolor en algún lugar de mi
anatomía
que nunca logré ubicar muy bien –más bien del lado izquierdo– y que me
hacía correr
a la manera de un Napoleón Bonaparte. Sospecho que con los equipos a los
que pertenecí
no ganamos muy seguido. Tuvieron que pasar muchos años para que me
percatara de
la belleza de esa carrera, solamente comparable con algunas clases de
lengua
que nos dio Alesi en la misma escuela, con la lectura, tal como él podía
hacerla, de algún texto que sin saberlo hablaba de nosotros, niños y
niñas,
hombres y mujeres, seres humanos, personas que nos veríamos una y otra
vez en la
obligación de hacer el máximo esfuerzo pero también en la obligación de
confiar
en el otro, en las capacidades del otro, tendiendo hacia él todo cuanto
podíamos hacer.
Cándida
* A ese objeto se le llama testigo