sábado, 15 de septiembre de 2018

Carrera de posta


Siendo joven, muy joven, casi una niña todavía, no había peor castigo que la clase de gimnasia cuando nos tocaba carrera de posta. Un tipo de carrera que se corre de a varios. Cada uno de los participantes debe correr un trecho con un objeto* en la mano (¿a quién se le habrá ocurrido? ¿qué necesidad ese objeto? Sin embargo nada sería igual sin él…). Un objeto que hay que entregar al compañero, quien correrá su trecho y lo entregará, y así, hasta cubrir la distancia. No se espera de un solo jugador que haga todo. No sirve ser el mejor y punto. Lo que sirve es lo que un grupo determinado –muy pequeño– logra hacer atento a las capacidades de unos y otros, a sus especificidades, dando por descontado que cada cual dará lo mejor de sí. Mi problema con esta carrera estaba dado por el nivel de exigencia. Contrariamente a otro tipo de carreras no se trataba de sostener un esfuerzo limitado –graduado– durante una distancia que se contaba en kilómetros sino al revés: la distancia era corta, ínfima, pero había que poner ahí el máximo esfuerzo. De entrada, todo. Un esfuerzo inmediato que me generaba un gran dolor en algún lugar de mi anatomía que nunca logré ubicar muy bien –más bien del lado izquierdo– y que me hacía correr a la manera de un Napoleón Bonaparte. Sospecho que con los equipos a los que pertenecí no ganamos muy seguido. Tuvieron que pasar muchos años para que me percatara de la belleza de esa carrera, solamente comparable con algunas clases de lengua que nos dio Alesi en la misma escuela, con la lectura, tal como él podía hacerla, de algún texto que sin saberlo hablaba de nosotros, niños y niñas, hombres y mujeres, seres humanos, personas que nos veríamos una y otra vez en la obligación de hacer el máximo esfuerzo pero también en la obligación de confiar en el otro, en las capacidades del otro, tendiendo hacia él todo cuanto podíamos hacer. 


Cándida

* A ese objeto se le llama testigo