En esta campaña personal de ir más
lento, resultó que las horas se hicieron más largas. Y en la segunda y
siguiente campaña personal de desconectarse lo más posible de los vicios
virtuales (menos redes sociales, menos aplicaciones, sumado a que no tengo
televisor), resultó que hubo que inventar con qué llenar esas horas más largas.
La solución fue recordar los recursos con los que se contaba en las décadas de
los 70´y 80, cuando las tardes se hacían eternas, es decir: leer, resolver
tareas domésticas, escuchar música.
Cuando hablo de escuchar música,
vuelvo a insistir en ese hábito un tanto perdido que es lo que defino como “sentarse
a escuchar música”. No colocarla como música de fondo para lavar los platos,
aun cuando esto puede también ser muy entretenido. Sino que escuchar música con
el mismo afán con que se lee una novela o estudia un idioma nuevo.
Concentrarse, poner atención, destacar qué melodías o acordes gustan más,
recordarlos, memorizarlos. Desmenuzar para apreciar con la mayor intensidad. Y en
esta tarea, también buscar. No sólo escuchar lo que está ahí a mano o lo que
suena en el ciberespacio. Sino que preguntarse qué otras músicas existirán, qué
compositores, qué estilos, qué interpretaciones.
Conversando con una amiga, que también
estaba viendo qué hacer de su domingo sola en casa, le comenté este asunto y le
sugerí escuchar a una folklorista boliviana que había yo descubierto en estas
jornadas ociosas de indagación melómana. Me respondió que en algún momento
parecido, había dado con un cantante venezolano. Le pregunté de inmediato el
nombre, porque siempre me ha gustado mucho el folklore venezolano. Me dio el
dato con una linda descripción: “es una
música de la tierra, tiene muchos colores, muchos olores.” Desde luego,
partí de inmediato en su búsqueda y comprobé que era tal cual me lo había retratado.
Pero al mismo tiempo, pensé ¡cuánto
hacía que alguien no me hablaba de música con esa precisión! Era una práctica
que, en años mozos, se usaba constantemente. Alguien te recomendaba con mucha
pasión una canción o un disco que le encantaba y uno seguía el consejo, pero
–nuevamente- con calma. Dándose el tiempo. Apreciando y tomando en cuenta la
mirada de ese amigo o compañero de curso que nos había hecho el comentario. Con
algunas personas, sí existe esa costumbre de intercambiar inquietudes. Pero no
es algo masivo como solía serlo. A lo más, ahora uno dice: “oye, escuché algo que te puede gustar, te lo mando.” Y la otra persona, quizás, si acaso se
acuerda, abrirá el archivo y le echará una mirada para responder con alguna
carita feliz.
Maravillarse es uno de los sentimientos
más enriquecedores que podemos experimentar. Pero como todas las fortunas, requiere
práctica, hacer el ejercicio de preguntar, preguntarse, opinar, contarse. A
veces, decepcionarse, porque eso también es parte del juego. Hablar de música,
de libros, de películas es un entrenamiento y, como tal, puede ser más pesado
que dejarse llevar por la comodidad de entregarse al algoritmo que hizo ese
trabajo por nosotros. Pero cuando creemos en el otro, cuando nos importa el
otro, nos preguntamos juntos y encontramos juntos. Nos dejamos llevar por
vivencias compartidas y asombros conjugados. Y para ello es necesario
movilizarse. Pero la vida mejor siempre requiere movilizarse y, sobre todo,
movilizarse juntos.
Valeria Matus