El Buenos Aires del siglo XX tuvo sus ya legendarias
“Lecherías” que prácticamente desaparecieron con el siglo. Se trataba de un
ámbito aséptico, con mesas de mármol y blancos azulejos en las paredes. Lugar
silencioso al que concurría un público heterogéneo aunque con el común
denominador del consumo lácteo, y si bien no necesariamente abstemio,
posiblemente no bebedor habitual de alcohol, y de recursos modestos dado lo
económico de sus productos. Algunos tangos, irónicamente hacen mención de las
lecherías, entre ellos “Seguí mi consejo” de Eduardo Salvador Trongé y música
de Salvador Merico: “No vayas a lecherías a piyar café con leche” (...). La
lechería era la otra cara porteña del bodegón o del almacén con despacho de
bebidas alcohólicas, pero ambas convivían pacíficamente. Además de la
leche fría con vainillas y el clásico café con leche, había una gama de
opciones gastronómicas: pebetes de queso o jamón y queso, jugos de frutas
exprimidas, arroz con leche, cuajadas que luego cedieron el lugar al yogur, el
infaltable Toddy, flan con crema o dulce de leche, copos de maíz...
Cuando todavía no existían los “Pumper Nik” que
invadieron la década del 70 y luego los híbridos y plastificados “Mac Donald” y
“Burger Kin”, una variante de las lecherías eran las tradicionales “martonas”,
es decir “La Martona”. Se trataba de lecherías con la particularidad del
agregado del mostrador “herradura” que oficiaba de mesa colectiva, y por cuyo
espacio interior, varios mozos se movían. Los clientes ocupaban banquitos altos
y quedaban a la espera que el azar designara el mozo que lo atendería. Las
martonas se diferenciaban del bar tradicional, donde cada mozo atiende un
sector de atención o una cantidad de mesas fijas. A pesar de no poseer la magia
del bar sin apuro del “Cafetín de Buenos Aires”, tenían un clima especial. No
era un espacio para el diálogo. Quizá para concurrir solo con algo de ritual
silencioso por lo individual de los asientos-banquetas y la mesa mostrador
compartida. La leche extraída por bombeo de un tanque metálico llegaba al vaso
con alguna burbuja que creaba la ilusión de un fresco ordeñe. Otro código era
el que regía cuando se solicitaba un huevo pasado por agua o dos y consistía en
preguntar los minutos. Por ejemplo: Huevo
al agua, tres minutos o Par al agua
tres minutos y medio. Generalmente no se respetaban los tiempos y lo
conveniente, para no recibir el o los huevos crudos, era pedir cuatro o más
minutos, cosa de asegurar una cocción de tres.
Pero una especialidad, casi exclusiva de las
martonas, eran los panqueques con dulce de leche, miel o crema. Eran diferentes
a los caseros. Estos finitos y flexibles, muy cercanos a la masa de un canelón.
Aquellos, gruesos y ligeramente esponjosos. Años más tarde aparecieron en algunos
bares llamados americanos y como
novedad llegada del exterior, un tipo de panqueques similares a los de la
martona. Se los llamó lo que fonéticamente se pronuncia bafle. Luego, como
todas las modas, se extinguieron. Los de La Martona permanecieron. Parte de la magia
de los panqueques martonenses lo constituía su elaboración bien a la vista. Cuando
se pedía un panqueque de dulce de leche, el mozo repetía, subiendo la voz, panqueque dulce, omitiendo “de leche”,
“crema” o “miel”. Inmediatamente, quizá como señal recordatoria, ponía sobre la
herradura-mesa un tenedor, cuchillo y servilleta de papel. Después de la
circulación por la barra continuando la atención, se dirigía hacia la
trastienda del local, rumbo a la cocina y piletón de lavado. En este camino, a
la entrada misma de esos lugares ocultos, se encontraba una plancha metálica
con sus picos a gas permanentemente encendidos. A un costado estaba una olla
grande que contenía la masa líquida para elaborar el panqueque, un cucharón y
una paleta para evitar el pegado y posteriormente darlo vuelta.
Y aquí empezaba la apasionante cosmogénesis:
El mozo a quien se había solicitado el pedido se
convertía en un solemne demiurgo que derramaba la cantidad exacta de materia
para el nacimiento del panqueque. Siempre lograba un círculo perfecto y
coronaba esta exactitud pasando la parte convexa del cucharón por la masa, ya
en proceso de cocción, para asegurar una equitativa distribución. Alea jacta est (la suerte estaba echada)
y se iba prosiguiendo su recorrida por la herradura. Daba la impresión de un
tácito desentendimiento de la elaboración iniciada. A partir de ese momento
comenzaba una carrera cósmica. El Big Bang ya era un hecho. De la nada hacia la
gestación del universo del panqueque. Una pequeña y asombrosa historia cósmica iniciaba
su efímera existencia. Un mozo cualquiera iba a pasar por la precisa coordenada
espacio temporal y en el momento justo, haría interceder una paleta entre el
dorso del panqueque y la plancha caliente evitando así una cocción despareja o
su eventual quemazón. Más tarde otro mozo o, quizá el azar determinara que
fuera el demiurgo inicial, con acrobática destreza y a modo de salto mortal, lo
daba vuelta quedando a la vista una transformación asombrosa. Lo que fuera una
amarilla masa líquida, ahora convertida en una compacta superficie marrón. La
historia natural del panqueque proseguía la ruta irreversible del
espacio-tiempo. Cuando el tiempo cósmico lo marcara, el mozo demiurgo, quizá
impelido por un reloj interior, pasaría frente a la plancha metálica del fuego
eterno, para encontrarse con la criatura circular con textura y color perfecto.
El panqueque había cumplido su destino existencial. Colocado en un plato
metálico esperaba la abundante porción de dulce de leche y era llevado ante el
verdugo comensal para su inevitable paso hacia la muerte.
Jamás se supo de un panqueque quemado o desparejo, ni
disputas por los méritos de su elaboración colectiva en el silencioso éxito sin
planificación. La sincronización se cumplía cual destino fatal e inexorable.
Todo esto es un recuerdo algo melancólico y teñido de
nostalgia. Ya no hay martonas. Es lamentable y no se trata de una actitud
reaccionaria y conservadora frente al progreso, sino que surge como defensa
frente a los patéticos Burger Kin y Mac Donald donde está estudiado cada
centímetro cuadrado y cada segundo. Un espacio-tiempo para más efectivas
ganancias y con empleados, auténticamente empleados, porque necesitan
trabajar y no son los culpables de un sistema. Adiestrados –más bien
amaestrados– para sonreír y tener buenos modales. Ante el pedido de un cliente
se pone en funcionamiento un ritmo febril y general. Un movimiento más parecido
a una bolsa de comercio que a un universo estético. No es una queja o añoranza de pasado, sino una
posición: Jamás renunciar a la Poesía.
Otto Carlos Miller