sábado, 23 de agosto de 2014

El tono



Hay algo que me impide presenciar las telenovelas argentinas. No se trata de la palmaria inverosimilitud de sus argumentos, ni de su mal entendido “costumbrismo” que las lleva a bastardear todo aquello que     desconocen o dan alegremente por sentado. No es tampoco la pena que me provoca ver sub-aprovechados a algunas grandes actrices y algunos buenos actores, los cuales se limitan a “pasar letra” para quedar a la altura de las estrellitas en ascenso; ni es el infantilismo de las tramas y por ende de los personajes, estancados casi siempre en el conocido y penoso “quiero y no puedo”. La suma de estos horrores me expulsa de la pantalla, pero mucho antes que todo esto –junto o por separado- lo que no tolero es el tono.

Me refiero al tono en el que hablan los protagonistas y sus partenaires, que en la gran mayoría de las veces es casi un grito. Un grito agudo, crispado, a punto de ser violento o siéndolo ya, y que como respuesta recibe otro grito igualmente exasperado, irritado y colérico. Enancados en este griterío, vienen las carajeadas, los insultos a repetición, y el lenguaje usado como vía regia para el ultraje del otro. No se entienda que me opongo a las malas palabras, ni una puteada bien merecida, pero en las novelas sucede que no hay un “crescendo” de la situación dramática que las justifique: antes de que lleguen las palabras de ofensa o agravio, ya existe un tono perturbado. Un tono sobreexcitado, un tono irascible que ningún duelista en sus cabales usaría para desafiar a su oponente.

Lo que sigue es fácil: este tono desquiciado es el mismo que usan los conductores de los noticieros, los movileros de los medios, los popes de la radio, y también –claro- los opositores en campaña. La tevé, sin dudas, ha hecho escuela en esto de fingir una emoción a partir del tono: “Y ahora, amigos, después de ver hasta las venas de las tetas de fulanita, vamos a referirnos al trágico sismo que enluta a…”. Pero también la música que escuchamos, por obra y gracia de la componenda entre el mercado y las grandes casas disqueras, nos machaca con un único tono, monocorde y sin matices, que se termina constituyendo en el modelo a imitar. Hace unos años le decían “marcha” a una de las variantes de estos ritmos, y creo que era un buen nombre: o se marcha bajo su tono desangelado y ausente de melodías, o uno se rebela y busca otras músicas.

Y otras novelas, como las que dan en la TV Pública y que no sólo merecen ser vistas, sino también escuchadas: el diálogo, por sí mismo, revela a los personajes, nos habla de ellos, de sus anhelos y ambiciones, de lo que sueñan y a veces alcanzan -y a veces no alcanzan- a concretar. Voy a decir una obviedad: en estas producciones, con mayor o menor suerte, hay otra mirada sobre el mundo, una mirada que no es obligatorio compartir pero que define claramente a Wilson Fernández, a la Paulita Rossi, o a las mujeres de Doce Casas. Y cuando esa mirada está ausente, como en “Señales”, lo primero que salta al oído es el mísero tono de todas las telenovelas dirigidas a los “teenagers” y adultos aniñados. Pero como ya estoy mayorcito, quiero escuchar palabras dulces y suaves, y aquellas canciones de la emoción genuina.

Carlos Semorile