Hay algo que me impide presenciar las
telenovelas argentinas. No se trata de la palmaria inverosimilitud de sus
argumentos, ni de su mal entendido “costumbrismo” que las lleva a bastardear
todo aquello que desconocen o dan
alegremente por sentado. No es tampoco la pena que me provoca ver
sub-aprovechados a algunas grandes actrices y algunos buenos actores, los
cuales se limitan a “pasar letra” para quedar a la altura de las estrellitas en
ascenso; ni es el infantilismo de las tramas y por ende de los personajes,
estancados casi siempre en el conocido y penoso “quiero y no puedo”. La suma de
estos horrores me expulsa de la pantalla, pero mucho antes que todo esto –junto
o por separado- lo que no tolero es el tono.
Me refiero al tono en el que hablan los
protagonistas y sus partenaires, que en la gran mayoría de las veces es casi un
grito. Un grito agudo, crispado, a punto de ser violento o siéndolo ya, y que
como respuesta recibe otro grito igualmente exasperado, irritado y colérico. Enancados
en este griterío, vienen las carajeadas, los insultos a repetición, y el
lenguaje usado como vía regia para el ultraje del otro. No se entienda que me
opongo a las malas palabras, ni una puteada bien merecida, pero en las novelas
sucede que no hay un “crescendo” de la situación dramática que las justifique:
antes de que lleguen las palabras de ofensa o agravio, ya existe un tono
perturbado. Un tono sobreexcitado, un tono irascible que ningún duelista en sus
cabales usaría para desafiar a su oponente.
Lo que sigue es fácil: este tono
desquiciado es el mismo que usan los conductores de los noticieros, los
movileros de los medios, los popes de la radio, y también –claro- los
opositores en campaña. La tevé, sin dudas, ha hecho escuela en esto de fingir
una emoción a partir del tono: “Y ahora, amigos, después de ver hasta las venas
de las tetas de fulanita, vamos a referirnos al trágico sismo que enluta a…”.
Pero también la música que escuchamos, por obra y gracia de la componenda entre
el mercado y las grandes casas disqueras, nos machaca con un único tono,
monocorde y sin matices, que se termina constituyendo en el modelo a imitar.
Hace unos años le decían “marcha” a una de las variantes de estos ritmos, y
creo que era un buen nombre: o se marcha bajo su tono desangelado y ausente de
melodías, o uno se rebela y busca otras músicas.
Y otras novelas, como las que dan en la
TV Pública y que no sólo merecen ser vistas, sino también escuchadas: el
diálogo, por sí mismo, revela a los personajes, nos habla de ellos, de sus anhelos
y ambiciones, de lo que sueñan y a veces alcanzan -y a veces no alcanzan- a
concretar. Voy a decir una obviedad: en estas producciones, con mayor o menor
suerte, hay otra mirada sobre el mundo, una mirada que no es obligatorio compartir
pero que define claramente a Wilson Fernández, a la Paulita Rossi, o a las
mujeres de Doce Casas. Y cuando esa mirada está ausente, como en “Señales”, lo
primero que salta al oído es el mísero tono de todas las telenovelas dirigidas
a los “teenagers” y adultos aniñados. Pero como ya estoy mayorcito, quiero
escuchar palabras dulces y suaves, y aquellas canciones de la emoción genuina.
Carlos Semorile