Un escrito fallido sobre los adultos
aniñados –o acaso “adolescentizados”-, deriva en una charla amiga sobre esa
moda por la cual los padres se visten igual que sus críos. Concretamente:
remeras con “dibus”, bermudas, sandalias y, ya en el abismo de lo tolerable, soquetes.
¿Cuándo fue que los hombres dejamos de usar camisas, pantalones largos y
mocasines?
La conversa me retrotrajo a mi estadía
en el CIREN, el centro cubano de rehabilitación neurológica que aquí se hizo
famoso gracias a la notable recuperación que allí realizara el radical Chacho
Jaroslavsky. Apenas llegados en contingente, los argentinos fuimos localizados
en distintas casas (mezcla de residencia y sala de primeros cuidados), mixturados
con pacientes de países hermanos. Pero no pasaron muchos días antes de que los
cubanos decidieran juntarnos y armar “la casa de los argentinos”, como quien
dice “la casa de los rompe pelotas”. Acaso creyeron que así lograrían que
estuviésemos menos cuestionadores y más obedientes, más sofrenados y menos
díscolos. Pero las cosas resultaron muy de otro modo. Todas las noches, después
de largas jornadas de intenso y agotador trabajo físico, los visitantes y las
enfermeras prolongábamos la cena en largas sobremesas de charlas, cuentos, risas,
gritos, timbas de todo tipo, y hasta instructivas sesiones de son y mambo,
rumba y guaracha, salsa y casino. Más de una vez nos llamaron al orden, pero mantuvimos
“la casa” en estado de argentinidad y quilombo permanente.
Otras noches, por el contrario,
decidíamos robarle horas al sueño y escaparnos desde Siboney hasta La Habana Vieja para
deleitarnos con el ensueño de sus brisas y sus músicas nocturnas. Nos íbamos
con un compañero a quien aquí llamaré Maximiliano, el cual se bebía los vientos
de su renacida y fugaz soltería hasta tanto llegase su esposa desde Buenos
Aires. Quien nos llevaba y nos traía era un jubilado vecino del hospital que
manejaba un cachuzo Peugeot 404 fabricado en la Argentina en 1974, al
que dejaba tirado a una cuadra de la Catedral sin echarle llave ni subirle siquiera
las ventanillas. Desde la primer noche, don Juan se largó a caminar a la par
nuestra y así quedó establecido que, además de chofer, él sería un paseante más,
convirtiéndose de hecho en nuestro guía. Hombre muy educado, de índole afable,
y gran conversador, no pudimos tener más suerte para nuestras salidas que haber
dado con su bonhomía y sus conocimientos sobre casi todas las cosas que podían
interesarnos. Y además era un tremendo observador, y con una veta chacotera
bien cubana que se volcaba sobre Maximiliano cada vez que a éste se le iban los
ojos detrás de una mulata: “el mejor invento gallego”, le repetía don Juan.
Como también era un lector apasionado,
le regalé un libro de Saramago que estaba leyendo en ese momento –creo que fue
“Alzado del suelo”-, y compartimos esa vaina insana de los amantes de los
libros que todo lo hacen pasar por algún autor o alguna página escogida. La Habana, por supuesto, era
Carpentier, y no nos demoramos mucho en visitar la casa museo de Hemingway en la Finca El Vigía. Fue ese
día, si mal no recuerdo, cuando justificó su atuendo “agringado” porque, si
bien lucía una clásica guayabera, de la cintura para abajo era un turista más:
bermudas, sandalias y soquetes. Me contó de sus años como bancario durante el
batistato, y de la obligación del traje y la corbata aún bajo el sol calcinante
del Caribe. Y me habló de la hermosa casa que la Revolución le había
confiscado para instalar allí, frente a la costa, una línea de defensa en plena
crisis de los misiles. Su esposa jamás les perdonó a los barbudos ni la pérdida
del status de los antiguos bancarios, ni la obligada mudanza a Siboney, pero
don Juan había sabido mudar con los tiempos. Era un patriota martiano y fue
luego, y siguió siéndolo, un fidelista convencido. En la nueva casa, y ya
jubilado, se dedicaba a sus plantas, a sus libros y a “taxear” pacientes y
familiares con el corazón rebosante de cubanía. Hasta que un buen día, a sus
setenta largos, se permitió dejar de sufrir la canícula y adoptó las sandalias
y las bermudas. No lo hacía para igualarse a nadie. Sólo para seguir siendo un
viejo sabio, un hombre que seguía cambiando para seguir siendo él mismo.
“Después que te fuiste –me escribió meses más tarde de mi partida- no volví a taxear más, pero aproveché que el carro
estaba roto y lo metí en el garage por 6 meses sin ocuparme de él, para así
poder descansar un poco de dicho taxeo que a mi edad cansa bastante. Entonces
me dediqué a mi huerto que estaba abandonado y a leer obras que esperaban por
mí. He leído mucho y descansado otro tanto, pero ya he empezado a arreglar el
auto, pero sin ofuscarme. El huerto ya ha dado su producto en frutas, viandas y
vegetales, y la lectura la tranquilidad espiritual. Saramago me golpeó, como decimos
en Cuba, o sea me impactó por su maravilloso contenido literario (es un
escritor de vanguardia) y sobre todo por su contenido. Mi fuerte educación
religiosa, de mi familia y de los jesuitas, me hizo sentirme un poco incómodo
al principio de la lectura, pero después entendí la postura realista del
escritor, que narra según debió ser de acuerdo a la naturaleza humana de los
protagonistas y no como dicen unos señores místicos, en su mayoría bien
intencionados, pero otros con no tan buena intención y más bien arrimando su maderita
al fuego. En definitiva, me gustó mucho.”
Estas
líneas suyas sobre “El Evangelio según Jesucristo” lo retratan a él y al cambio
de mentalidad que trajo la
Revolución, cambio que a don Juan le permitió mirar por
encima y más allá de las brasas ardientes de las bíblicas condenas. Era don
Juan un hombre cumplido, que sabía vivir porque había aprendido a leer en los
libros, en la historia y en la vida. Un hombre con su carro, su huerto y sus
libros. Y con toda su Cuba encima, aunque por comodidad anduviese -como los
gringos y los niños- en bermudas, sandalias y soquetes.
Carlos Semorile