viernes, 26 de septiembre de 2014

La ciudad y sus latidos

2. La casa


Alguna vez mencioné mi alter ego imaginario, Corto Maltés, el aventurero romántico sin domicilio fijo que se moviliza cómodamente por cualquier lugar del mundo. En estos días tuve un capítulo itinerante digno de esa historieta, pues un gran amigo salió de vacaciones y yo quedé a cargo de su departamento (y de su gato). Así que estoy por un par de semanas viviendo sola en otra comuna de Santiago, sin pagar cuentas, ni arriendo, sin tener que decidir si habrá que pintar de nuevo o arreglar la cañería, o sea, la vida ideal. Ah, y además, duermo con el gato el que está feliz porque usualmente con suerte lo dejan subir a los pies de la cama, por lo que estoy también en el mundo ideal donde no tendré que asumir las consecuencias de malcriar.

Esta mudanza de corto aliento implicó que tengo que hacer un trayecto distinto hacia el trabajo, para las compras diarias, etc. Entonces, en estos nuevos recorridos, comencé a detenerme a mirar las casas. Y comencé a darme cuenta que podía identificar la mayoría con algún momento de mi vida: “ésta se parece a mi casa cuando era chica”, “ese balcón me recuerda la casa de mi compañera de curso de la básica”, “esas columnas y esas persianas de madera, parece esa casa de campo donde a veces nos solían invitar esos queridos amigos a pasar los fines de semana en las afueras de la ciudad”. 

Constaté entonces hasta qué punto las casas tienen que ver con identidades, con prioridades, pero también cómo conectan distintas épocas y lugares. Una vez vi en una revista, unas fotografías de la casa de Denise Masson en Marrakech. Ella fue una francesa, católica, que vivió toda su vida en Marruecos donde se dedicó al estudio del idioma árabe y de las tres religiones monoteístas. De hecho, la mejor traducción del Corán al francés la hizo ella. El tema es que miré las fotografías y me dije de inmediato: “una casa así quisiera para mí”. Era una casa muy minimalista. Pero no el minimalismo oriental moderno. Era un minimalismo más bien monacal. Solamente había unos sillones, unas alfombras y un piano. En la habitación contigua, su mayor lujo: la riquísima biblioteca. Entonces, a pesar de que había ahí algo muy religioso, cristiano, también islámico, sentí que podría ser mi hogar perfectamente. Y eso no tenía que ver con si había un crucifijo por ahí o no, tenía que ver con a qué se le dedicaban los espacios o cuánto espacio había para cada cosa, cuánto para los libros (una pieza entera), cuánto para la convivencia (la sala con la mesita para el té a la menta), cuánto para el descanso (la vista desde la ventana al maravilloso jardín). 

Las casas, o el hábitat en general, nos revelan más allá siquiera de nuestras convicciones e incluso de nuestros gustos. Porque no podría decir que nunca he tenido la fantasía de la hermosa mansión inglesa con un pasadizo secreto tras la estantería, la magnífica escalera en herradura y la cocina de campo, de ésas en las que uno se imagina a Mrs. Marple tomándose un té en una bella taza de porcelana blanca con diseño de rosas rosadas. Pero por más que me guste esa casa, nunca sería mi casa. Mi casa y las casas que he encontrado de alguna manera en mi camino, tienen ciertos puntos en común aunque todo el resto sea distinto, incluso el clima y la vegetación que las envuelve. Porque cuando hablo de las casas, no me refiero solamente a lo que hay adentro, a si hay lugar para un violín y partituras, para un afiche de película antigua o una colección de trenes en miniatura, también a cuántos árboles hay alrededor y cuánto cemento, a si la vereda es más o menos ancha, a cuántas cuadras hay que caminar hasta el almacén, cómo es el almacén y cuál es el pan que ahí se puede comprar.

Me he sentido en mi casa –o en mi barrio– en Osorno donde pasé mi mejor infancia, en la campiña al borde del río Loira donde alguna vez residí, en el departamento en el centro de Santiago donde vivo hace más de veinte años; pero también en Besançon, en Rabat, en París, ciudades que visité varias veces por diversas razones; también en Bordeaux donde pasé tres días alojada donde una amiga de adolescencia, también en una habitación de hotel en Tokyo. Como si todo lo que no tiene nada que ver estuviera vinculado por algún detalle: la novela en el velador, la postal en blanco y negro que se compró en un mercado de las pulgas, el árbol cuya copa llega hasta la ventana, la colina al frente que recuerda algún poema de Jacques Prévert, el patio del colegio que está atrás y que se ve desde el balcón de la cocina. 

En “Las Helvéticas”, Corto Maltés visita a Hermann Hesse. Un personaje real –extraordinario, pero real– en un mundo ficticio. A veces así suceden las cosas: al revés. Como ahora que mientras Corto se quedó esta vez tranquilo y ordenadito en su estante, yo me desplacé para despertar con una bella vista a la Cordillera que está más cerca aquí que allá, con vista al patio de otros vecinos, con otras responsabilidades (la comida del gato), otras caminatas con una pausa en otra plaza y otras lecturas que adquirí en otra librería; pero con la gratificante sensación de que en un rato más, como todos los días, luego de una jornada de trabajo, como siempre estaré en casa.

Valeria Matus