Alguna vez mencioné mi alter ego
imaginario, Corto Maltés, el aventurero romántico sin domicilio fijo que se
moviliza cómodamente por cualquier lugar del mundo. En estos días tuve un
capítulo itinerante digno de esa historieta, pues un gran amigo salió de
vacaciones y yo quedé a cargo de su departamento (y de su gato). Así que estoy
por un par de semanas viviendo sola en otra comuna de Santiago, sin pagar
cuentas, ni arriendo, sin tener que decidir si habrá que pintar de nuevo o
arreglar la cañería, o sea, la vida ideal. Ah, y además, duermo con el gato el
que está feliz porque usualmente con suerte lo dejan subir a los pies de la
cama, por lo que estoy también en el mundo ideal donde no tendré que asumir las
consecuencias de malcriar.
Esta mudanza de corto aliento implicó que
tengo que hacer un trayecto distinto hacia el trabajo, para las compras
diarias, etc. Entonces, en estos nuevos recorridos, comencé a detenerme a mirar
las casas. Y comencé a darme cuenta que podía identificar la mayoría con algún
momento de mi vida: “ésta se parece a mi casa cuando era chica”, “ese balcón me
recuerda la casa de mi compañera de curso de la básica”, “esas columnas y esas
persianas de madera, parece esa casa de campo donde a veces nos solían invitar esos
queridos amigos a pasar los fines de semana en las afueras de la ciudad”.
Constaté entonces hasta qué punto las
casas tienen que ver con identidades, con prioridades, pero también cómo
conectan distintas épocas y lugares. Una vez vi en una revista, unas
fotografías de la casa de Denise Masson en Marrakech. Ella fue una francesa,
católica, que vivió toda su vida en Marruecos donde se dedicó al estudio del
idioma árabe y de las tres religiones monoteístas. De hecho, la mejor
traducción del Corán al francés la hizo ella. El tema es que miré las
fotografías y me dije de inmediato: “una casa así quisiera para mí”. Era una
casa muy minimalista. Pero no el minimalismo oriental moderno. Era un
minimalismo más bien monacal. Solamente había unos sillones, unas alfombras y
un piano. En la habitación contigua, su mayor lujo: la riquísima biblioteca.
Entonces, a pesar de que había ahí algo muy religioso, cristiano, también
islámico, sentí que podría ser mi hogar perfectamente. Y eso no tenía que ver
con si había un crucifijo por ahí o no, tenía que ver con a qué se le dedicaban
los espacios o cuánto espacio había para cada cosa, cuánto para los libros (una
pieza entera), cuánto para la convivencia (la sala con la mesita para el té a
la menta), cuánto para el descanso (la vista desde la ventana al maravilloso
jardín).
Las casas, o el hábitat en general, nos
revelan más allá siquiera de nuestras convicciones e incluso de nuestros
gustos. Porque no podría decir que nunca he tenido la fantasía de la hermosa
mansión inglesa con un pasadizo secreto tras la estantería, la magnífica
escalera en herradura y la cocina de campo, de ésas en las que uno se imagina a
Mrs. Marple tomándose un té en una bella taza de porcelana blanca con diseño de
rosas rosadas. Pero por más que me guste esa casa, nunca sería mi casa. Mi casa
y las casas que he encontrado de alguna manera en mi camino, tienen ciertos
puntos en común aunque todo el resto sea distinto, incluso el clima y la
vegetación que las envuelve. Porque cuando hablo de las casas, no me refiero
solamente a lo que hay adentro, a si hay lugar para un violín y partituras,
para un afiche de película antigua o una colección de trenes en miniatura,
también a cuántos árboles hay alrededor y cuánto cemento, a si la vereda es más
o menos ancha, a cuántas cuadras hay que caminar hasta el almacén, cómo es el
almacén y cuál es el pan que ahí se puede comprar.
Me he sentido en mi casa –o en mi barrio–
en Osorno donde pasé mi mejor infancia, en la campiña al borde del río Loira donde
alguna vez residí, en el departamento en el centro de Santiago donde vivo hace
más de veinte años; pero también en Besançon, en Rabat, en París, ciudades que visité
varias veces por diversas razones; también en Bordeaux donde pasé tres días
alojada donde una amiga de adolescencia, también en una habitación de hotel en
Tokyo. Como si todo lo que no tiene nada que ver estuviera vinculado por algún
detalle: la novela en el velador, la postal en blanco y negro que se compró en
un mercado de las pulgas, el árbol cuya copa llega hasta la ventana, la colina
al frente que recuerda algún poema de Jacques Prévert, el patio del colegio que
está atrás y que se ve desde el balcón de la cocina.
En “Las Helvéticas”, Corto Maltés visita
a Hermann Hesse. Un personaje real –extraordinario, pero real– en un mundo
ficticio. A veces así suceden las cosas: al revés. Como ahora que mientras
Corto se quedó esta vez tranquilo y ordenadito en su estante, yo me desplacé
para despertar con una bella vista a la Cordillera que está más cerca aquí que allá, con
vista al patio de otros vecinos, con otras responsabilidades (la comida del
gato), otras caminatas con una pausa en otra plaza y otras lecturas que adquirí
en otra librería; pero con la gratificante sensación de
que en un rato más, como todos los días, luego de una jornada de trabajo, como
siempre estaré en casa.
Valeria Matus