En mi primer viaje, a México lo conocí
poco y mal pero alcancé a ver un futuro posible para mis anhelos. En San Miguel
de Allende, mi tío Negro me llevó a conocer una alucinante escuela de cine y
fotografía: alrededor de un parque salido de un lienzo de Monet, se extendían
las casas donde los alumnos vivían en comunidad durante el período de la cursada.
Pero como aún no estaba emancipado, no pudo ser y me quedé con las ganas. Ya en
mi segunda estadía tenía claras al menos dos cosas: iba a recorrer lo más
posible el país azteca y, de paso, ver si alcanzaba el porvenir en algún entrevero
de mis viajes y el destino.
Así fui a parar a Guanajuato, más
precisamente durante la celebración del Festival Internacional Cervantino. Allí
primaba el teatro, pero también había danzas y músicas en las calles, en las
plazas y también, claro, en los célebres teatros guanajuatenses: cada
espectáculo era una invitación a la maravilla y al asombro, y la ciudad una
fiesta permanente. Pese a la intención de ser muchos para estar en todas partes
al mismo tiempo y no perderme nada, había espacios “vacíos” que aprovechaba
para garabatear mis impresiones en algún bar acogedor y de precios módicos.
Por entonces, esa combinación todavía
era posible en muchos rinconcitos de Guanajuato. Por ejemplo, había un
establecimiento precioso que tomaba su nombre de una famosa plaza cercana: El
Baratillo. Estaba ubicado en una callejuela escondida, y sus grandes ventanales
permanecían abiertos al rumor de pasos apaciguados y voces serenas. Allí solía escribir
mi diario en un modesto cuadernito apaisado, y me demoraba en la placidez de
aquel solitario café. Sucedió que un día una bandada de muchachitas irrumpió en
el amplio salón colonial y ocuparon un par de mesas cercanas a la mía.
No me distraían tanto sus risas
chiquilinas como las osadas miradas que me dedicaban. En aquel entonces, tenía
yo apenas algunos años más que estas niñas, pero los suficientes -pensaba- como
para no quedar bajo sus ansias de colegialas. Seguí escribiendo a marcha
forzada, deseando que se marcharan para recuperar la calma perdida, y me alegré
cuando las escuché pedir la cuenta por sus jugos y licuados. Pero grande fue mi
sorpresa cuando la más desfachatada de las chicas se acercó a mi mesa y me
preguntó si era escritor, o periodista. Le dije que apenas estaba borroneando
mis apuntes de viaje, y que no era ni una cosa ni la otra. No me creyó: me
preguntó mi nombre y los títulos de mis libros. Y aunque las “selfies” aún
estaban muy lejos de llegar a ser una rigurosa constatación de todo lo vivido,
sus amigas aprovecharon para acercarse y pedirle al camarero que nos sacara una
foto grupal contra la reja que daba al callejón.
Me despidieron con los dos besos de rigor
mientras la líder me pedía que le regalara un autógrafo en su agenda. Al
partir, dejaron un revuelo de cuchicheos en el aire, y para el resto de los
parroquianos quedé envuelto en la sospecha de ser una celebridad oculta. Esto
pasó hace casi 27 años, cuando escribir no estaba en mis planes ni apenas sabía
qué hacer con mi vida. Pero algo intuyó esa muchacha y, aunque me sigo llevando
mal con el mundo de la imagen, hoy desearía ver qué cara tenía en aquella foto.
Carlos Semorile