lunes, 29 de septiembre de 2014

La foto perdida



En mi primer viaje, a México lo conocí poco y mal pero alcancé a ver un futuro posible para mis anhelos. En San Miguel de Allende, mi tío Negro me llevó a conocer una alucinante escuela de cine y fotografía: alrededor de un parque salido de un lienzo de Monet, se extendían las casas donde los alumnos vivían en comunidad durante el período de la cursada. Pero como aún no estaba emancipado, no pudo ser y me quedé con las ganas. Ya en mi segunda estadía tenía claras al menos dos cosas: iba a recorrer lo más posible el país azteca y, de paso, ver si alcanzaba el porvenir en algún entrevero de mis viajes y el destino.

Así fui a parar a Guanajuato, más precisamente durante la celebración del Festival Internacional Cervantino. Allí primaba el teatro, pero también había danzas y músicas en las calles, en las plazas y también, claro, en los célebres teatros guanajuatenses: cada espectáculo era una invitación a la maravilla y al asombro, y la ciudad una fiesta permanente. Pese a la intención de ser muchos para estar en todas partes al mismo tiempo y no perderme nada, había espacios “vacíos” que aprovechaba para garabatear mis impresiones en algún bar acogedor y de precios módicos.

Por entonces, esa combinación todavía era posible en muchos rinconcitos de Guanajuato. Por ejemplo, había un establecimiento precioso que tomaba su nombre de una famosa plaza cercana: El Baratillo. Estaba ubicado en una callejuela escondida, y sus grandes ventanales permanecían abiertos al rumor de pasos apaciguados y voces serenas. Allí solía escribir mi diario en un modesto cuadernito apaisado, y me demoraba en la placidez de aquel solitario café. Sucedió que un día una bandada de muchachitas irrumpió en el amplio salón colonial y ocuparon un par de mesas cercanas a la mía.

No me distraían tanto sus risas chiquilinas como las osadas miradas que me dedicaban. En aquel entonces, tenía yo apenas algunos años más que estas niñas, pero los suficientes -pensaba- como para no quedar bajo sus ansias de colegialas. Seguí escribiendo a marcha forzada, deseando que se marcharan para recuperar la calma perdida, y me alegré cuando las escuché pedir la cuenta por sus jugos y licuados. Pero grande fue mi sorpresa cuando la más desfachatada de las chicas se acercó a mi mesa y me preguntó si era escritor, o periodista. Le dije que apenas estaba borroneando mis apuntes de viaje, y que no era ni una cosa ni la otra. No me creyó: me preguntó mi nombre y los títulos de mis libros. Y aunque las “selfies” aún estaban muy lejos de llegar a ser una rigurosa constatación de todo lo vivido, sus amigas aprovecharon para acercarse y pedirle al camarero que nos sacara una foto grupal contra la reja que daba al callejón.

 Me despidieron con los dos besos de rigor mientras la líder me pedía que le regalara un autógrafo en su agenda. Al partir, dejaron un revuelo de cuchicheos en el aire, y para el resto de los parroquianos quedé envuelto en la sospecha de ser una celebridad oculta. Esto pasó hace casi 27 años, cuando escribir no estaba en mis planes ni apenas sabía qué hacer con mi vida. Pero algo intuyó esa muchacha y, aunque me sigo llevando mal con el mundo de la imagen, hoy desearía ver qué cara tenía en aquella foto.

Carlos Semorile