martes, 30 de septiembre de 2014

La sombra de mis abuelos




A los 12 años, tuve un impacto cinematográfico alucinante: “La sombra de una duda” de Hitchcock. Bueno, era Hitchcock. ¿Hará falta describirlo? Pero además de la genialidad de la obra, había algo en el ambiente de esa película –esa casa con terraza, Teresa Wright con su trajecito ajustado y zapatos de tacón– que me cautivó totalmente. 
Muchísimo tiempo después, ya en la era de la tecnología, volví a verla en un DVD que contenía algo especialmente interesante: un documental sobre su realización. Me enteré entonces de que ésa era la película favorita del propio Hitchcock y que nada en esa puesta en escena era casual. Se trataba de la primera película que hacía en Estados-Unidos y él quiso darle un contexto muy descriptivo de cómo vio ese país en esos años, geográficamente alejado de la Segunda Guerra y, por supuesto, en todo sentido muy diferente la Gran Bretaña de donde él provenía. 
Entonces ideó ubicar al asesino en el seno de una típica familia de una ciudad pequeña de California. Y ahí comencé a repasar en detalle los elementos que me habían llamado la atención: el padre de la protagonista era empleado contable y todos los movimientos de los personajes giraban en torno a oficinas públicas: el correo, la biblioteca, la estación de ferrocarriles. Y ahí descubrí que mi impacto no era tan carente de sentido: en esa hora y media cinematográfica, me había trasladado a Osorno, la ciudad de mi familia materna donde pasé los momentos más bellos, alegres y felices de mi infancia bajo el aroma de la colonia que usaba mi abuela, columpiándome por horas al lado del magnolio y esperando con ansias que cayera la tarde en verano, algún día sin lluvia, para ir salir a dar un paseo a la plaza.
Mi abuelo fue toda su vida empleado del Banco del Estado. Entró a los 17 años y ahí jubiló. Ese día, cayó en una severa depresión que duró como dos décadas. Y una mañana cualquiera, se despertó y se suicidó. Nadie supo nunca qué fue lo que no soportó. Porque había construido la misma vida relativamente normal de mucha gente de esa época: un trabajo estable, una casa, una familia. Nunca viajó mucho, salvo los traslados laborales propios de su función. Conoció Santiago para su luna de miel, que era lo que hacían todos los sureños (bueno, los más adinerados viajaban a Buenos Aires). No aspiraba a eventos que implicaran  gastos ostentosos. Podía complacerse con poder adquirir un tocadiscos, un teléfono, un televisor. Le bastaba ser un ciudadano responsable, comprometido con sus obligaciones, con sentido crítico y con inquietudes de lectura, de música, de  política. 
En realidad, la vida no fue tan normal. Pocos antes de que jubilara, sobrevino el Golpe. Con éste, los desmembramientos familiares, los descalabros económicos, la ruptura generacional marcada por la aparición de hombres y mujeres con fuertes expectativas materiales, profesionales, sociales. La bella casa que alguna vez había parecido de una película de Hitchcock, fue perdiendo su encanto tras las goteras, el papel mural desgastado y amarillento, la humedad, porque cada año se hacía más difícil pintarla, reparar el techo o calefaccionarla lo suficiente. 
Alcancé a conocer ese hogar todavía con algo de esplendor: los cuadros pintados por la tía que había muerto de tuberculosis a los 20 años, el aparador del comedor que lucía la porcelana, la lámpara de lágrimas que ha sobrevivido a dos terremotos. De adulta, cuando iba de vacaciones, dormía en la habitación que había sido de mi madre. Muchas cosas se habían mantenido igual: el ropero, el tocador a juego, la lamparita en el velador sobre un paño de frivolité, las revistas añejas a un costado. En el clóset encontré algunos maravillosos objetos inútiles como unos tubos para rizarse el pelo, un necessaire redondo, un pesado y ruidoso secador de pelo. Todo desprendía la esencia de los años 50, 60, 70, y eso me dio una inédita sensación de pertenencia que en mis años a la deriva nunca había tenido y nunca he vuelto a tener.
Los imaginarios actuales han logrado convencer a demasiada gente que todo debe ser desafiante y desenfrenado. Que quien no lleva una vida de intensa, alerta y de jarana sin respiro, ha fallado en su realización personal. Y el terror más grande de las personas en el siglo XXI es la derrota individual. Queda justificado todo medio -incluso la mediocridad, incluso la charlatanería- que nos libere de la prisión de la quietud, equivocadamente asociada ahora al aburrimiento, la rutina y la monotonía.
Hace un tiempo, se me ocurrió la tal vez muy frívola idea que para mí el siglo XX se acabaría cuando muriera Lauren Bacall. Y bueno, visto así, hace unas semanas, se acabó el siglo XX. Se fue esa generación que no sentía complejo por ser sobria, que no necesitaba ser chabacana o neurótica para sentir que estaba haciendo algo significativo, que no le tenía miedo a que pase el tiempo y vengan otros jóvenes, otros talentos, a ocupar su lugar y tal vez sólo los hijos y los nietos la recuerden, porque al fin y al cabo es lo que termina ocurriendo en la vida por esencia salvo que se haya sido Sócrates, o Mozart, o Da Vinci. 
Extrañaré a Lauren porque su criterio selectivo me garantizaba que iba a valer la pena sentarme dos horas ante una película en la que ella apareciera. Echo de menos a mis abuelos. Todos los días, cuando me arreglo frente al tocador que heredé de mi abuela y donde hace más treinta años yo me sentaba a su lado a admirar cómo se peinaba, se maquillaba, se perfumaba. Extraño el siglo XX. Extraño el mundo habitado por adultos. Los tiempos sólidos en que primaba el fondo sobre la forma. Ese mundo con personas que hablaban  menos, ambicionaban menos, porque sabían que las cosas eran más simples y que lo que sucedía en las películas era para soñar un rato y entretenerse; pero no para creérselas como un derecho adquirido al hedonismo porque los derechos entonces eran algo en serio, que merecían obligaciones en serio y sobre lo cual se opinaba en serio. 
Y echo de menos Osorno porque, como debe haber sido Ítaca para Ulises, es el único puerto en el que no me he sentido en tránsito, porque ahí está la casa, calle y patio donde he tenido un único sentimiento de raíces en espacio y tiempo, o porque tal vez sea en esa ciudad que, al igual que en la canción de Atahualpa Yupanqui, “como un guijarro que  se despeña, vaga mi sombra, sueño y herida”. 

Valeria Matus