Hay películas con actores que trabajan
de niños, y hay películas con niños. En las primeras, el mundo adulto le impone
sus reglas a la infancia –que no es tal, sino un artificio–, y en las segundas
se respeta la soberanía de la niñez como territorio de amores por demás intensos
y muy singulares sinsabores. La cubana “Conducta” es una de esas películas con
niños, un filme que la pega desde el título y no para de acertar hasta su
último fotograma y –ya fundido a negro– en su diálogo final. Desde el vamos,
decíamos, porque los adultos desean, promueven y pretenden ciertos y determinados
comportamientos de la niñez en el aula, en la casa y en la calle. Pero cuando
eso no sucede del modo previsto, es todo un régimen de conductas el que se
viene en banda y deja al desnudo cuánto abandono cabe dentro de tantas reglas,
pautas y cuadrículas. Y es entonces cuando emerge alguien que tiene un
“miramiento” hacia el otro.
Ese otro es aquí un niño llamado Chala,
que está a punto de ser enviado a una “escuela de conducta” por sus reiterados saltos
a las normas aunque poco importa que tenga sobrados motivos para ello. Será su
maestra Carmela quien le brindará el único cobijo que tiene: miramiento, ternura
y buen trato (para usar los términos de Fernando Ulloa). Pero este amoroso
miramiento –que le evita a Chala el estigma de ser derivado a una institución
en buena medida correctiva– hace crujir los mecanismos del sistema educativo. De
momento, la “encerrona trágica” de las instituciones se ha quedado sin su
víctima sacrificial, y la película narra todo lo que acontece en el “mientras
tanto” se decide qué pasa con el niño y con otras situaciones que se dan en el
aula, y fuera de ella.
Ahí está el caso de Yeny, una alumna
brillante que sin embargo no tiene una residencia que le habilite la vacante
que ocupa en esta escuela habanera. Ella es “palestina”, es decir una migrante
del Oriente de la Isla,
y vive precariamente junto a su padre, que hace changas en el mercado y cada
día gambetea, a veces con suerte “grela”, los controles de la policía. Es una
niña resuelta y valiente, que ama el baile flamenco, y no hace caso a los lances,
los piropos y las estocadas de Chala. Y esta es otra de las cumbres de la peli:
las lejanías y los acercamientos entre Yeny y Chala son las de dos desvalidos
que se encuentran y se reconocen en un recodo del camino. Toda su amistad tensa
el relato bajo el sino de las verdaderas pasiones y de los amores genuinos.
También aquí la película de Ernesto
Daranas se sale del molde. En casi todas las cintas de niños que se gustan hay
un regalo, y en ese presente se cifran las esperanzas del enamorado/a. Pero
pocas veces se percibe –como se refleja aquí– que esa entrega es algo así como
una donación. Más que obsequio, más que agasajo, muchos más que ofrenda
inclusive. Se trata de un acto absoluto de aceptación plena del ser del otro.
Los desvalidos hacen esas cosas. Y se bancan la que venga. Son gestos que no se
aprenden en una “escuela de conducta”. Tal vez lo hacen porque anhelan y
necesitan la recíproca. Pero acaso lo hacen, y esta hipótesis me gusta mucho
más, porque saben cuánta ternura, miramiento y buen trato necesitamos todos.
Carlos Semorile