Hubo un tiempo en que algunos
creímos entender (quizás estábamos equivocados) que ser de izquierda era asumir
un grado de compromiso con el ser humano. Con el otro. Y especialmente, entre
todos los otros, con los más necesitados. Una manera de organizarse y de actuar
a favor de los intereses de un colectivo en el que nunca los intereses
personales podían imponerse por sobre el proyecto en el que uno estaba
participando. Por ende, ser de izquierda implicaba una forma de conciencia
social, política que era también, y fundamentalmente, una postura ética. Hubo
un tiempo en que ser de extrema izquierda era una forma de entender cómo
funciona el poder en una sociedad y los diversos mecanismos que llevan a la
humillación del otro, a la explotación del otro, a la ofensa cotidiana del
otro. Y por eso, ser de extrema izquierda quería decir también que uno luchaba
contra la extrema injusticia, contra la extrema miseria, contra la extrema
ignorancia, contra la extrema explotación del hombre por el hombre. Pero ser de
extrema izquierda quería decir además que uno estaba a favor de la extrema
solidaridad entre los hombres. Y en búsqueda, todos los días, de las
condiciones que pudieran generar el justo y necesario diálogo entre hombres y
mujeres de bien. Por lo mismo, ciertos gestos, ciertas actitudes, ciertas
palabras, incluso, no podían ser las de la gente de izquierda ni menos las de
la gente de extrema izquierda. Que esto haya sido en ocasiones transgredido, no
anulaba el principio, la aspiración de muchos a trabajar también a favor de una
ética militante.
Frente a la agresión cometida ayer
contra Elisa Neumann, actual rectora de la universidad ARCIS, la única palabra
que se impone es: inaceptable. Nada, nada, nada puede justificar la violencia
física y verbal que se ejerció en su contra dentro del recinto universitario
por un grupo de estudiantes. Decirlo no es ubicarse en la contienda a favor o
en contra de la universidad, a favor o en contra de quienes resulten responsables
del ocaso de un proyecto pedagógico y político que fue defendido por quienes
forjaron esa universidad y por quienes, en medio de cataclismos internos, han
seguido defendiendo el proyecto inicial a pesar de todo y, muchas veces, a
pesar de sus propios compañeros. Quiero creer que llegará el momento en que se podrá
establecer con exactitud las responsabilidades que, en el caso de ARCIS, han
llevado al quiebre de toda una manera de concebir el trabajo en común y en pos
de los jóvenes. Y quiero creer también que el ocaso del proyecto no condenará
al olvido el proyecto mismo y lo obrado por tantos y tantos profesores que
dieron lo mejor de sí. Porque los hubo. Y es más: los sigue habiendo.
Pero por indignante que pueda
resultar lo acontecido todos estos años en ARCIS, aun así, nada nos autoriza a
adoptar como propios los comportamientos de quienes hicieron este país tal como
es hoy, en ese laboratorio de la ignominia que fue la dictadura chilena. Hoy
por hoy, estar indignado no me da derecho a violentar al otro, a intentar
humillarlo, a avasallarlo, pero me da en cambio la obligación de buscar nuevos
caminos y abrirlos. Para manifestar mi desacuerdo y mi propuesta. ¿Dónde está
la propuesta? ¿Con qué lenguaje está siendo formulada? ¿A favor de quiénes? ¿Y
según qué tipo de concepción del ser humano? ¿De los derechos? ¿De los deberes?
¿De lo común?
Las imágenes que circulan en
Internet, y que permiten asistir a distancia y en total impotencia a esta
agresión de Elisa Neumann, dan la medida exacta de la derrota de las izquierdas
chilenas. De todas las izquierdas. Estamos derrotados si, frente a una
situación de crisis (que desde luego no intento negar), algunos se otorgan el
derecho de agredir de la forma en que lo hicieron física y verbalmente.
Confieso que tanto como las imágenes me impactaron las palabras. El tono. ¿Qué
cosa buena y duradera podría construirse en ese tono?
Confío en que todavía quedan
personas, individuos que junto con otros individuos, algunos de izquierda y
otros no –porque de vuelta estamos todos, o casi todos, y vamos a necesitar
nuevas palabras para nombrar lo que queremos ser y lo que no queremos ser–,
lograrán, lograremos, recomponer un escenario, muchos escenarios, partiendo de
un nuevo abecedario político. Aprendiendo a leer desde los desastres que hemos
cometido o que no hemos logrado impedir. Y generando un nuevo vocabulario para
nombrar acciones que todavía están por hacerse. Escenarios donde el respeto que
uno exige para sí no se defienda a patadas. Donde mi propia dignidad no tenga
como condición tu humillación. Donde mi derecho no se imponga a través de la
violación de tu derecho. Donde mi legítimo enojo no genere más enojo sino que
logre ser constructor de eso que todos, algún día, estuvimos buscando. ¿Un
mundo mejor?
Antonia García Castro