Foto: Teresa Perrone |
Es lo que me sale decir cuando veo una
foto alucinante que compartió la amiga Teresa Perrone y que muestra la entrada
a la medina de Fez, en Marruecos. Si se observa en detalle, hay por allí
algunas antenas y cables que desentonan un poco, pero el cuadro general es el
mismo que debieron conocer los árabes del Siglo IX: las murallas de la ciudad,
dos grandes torres a los lados del portón de ingreso y, desparramadas a sus
pies, las tiendas de un abigarrado mercado que ocupa todo el espacio disponible
y por donde no parece posible desplazarse de otra forma que no sea a pie. La
imagen es tan sugestiva que atravesamos las murallas con la imaginación y nos echamos
a andar por los estrechos callejones para conocer sus mezquitas y madrazas,
divisar los intensos colores de las curtidurías, embriagarnos con los olores de
los zocos de especias, y alcanzar a oír la invitante llamada del muecín.
“Maravilla!”, escribo como comentario, y
agrego aquello de que siempre quise llamarme Omar. Parece un convite a la
chacota, y nos divertimos un rato en el parrandero, inteligente y generoso muro
de Teresa. No quiero ni pensar qué otras cosas hubiesen escrito est@s sátrapas
si además les contaba que mi padre quiso bautizarme “Ravic”, nombre egipcio que
significa hijo del Sol. Pero mi madre se opuso a parir un hijo “rabino”, y
además mi viejo no estaba bajo la influencia del dios Ra sino conmovido por “Arco
de Triunfo”, la novela de Remarque cuyo personaje central es un médico alemán que
ha escapado de un campo nazi y que vive en París bajo distintas identidades.
Aunque bajo todas ellas, Ravic es siempre un pesimista, y a la vez un hombre
tan solidario como solitario que no logra evitar enamorarse de la desvalida
Jeanne. Entre tragos de “calvados”, Jeanne se entrega entera pero, ay!, busca
otros cobijos.
Ravic se aparta, racionaliza, sufre y,
al final, siempre parece seguir el consejo de Khayyám: “¡Bebe vino! Largo será
el tiempo que habrás de dormir bajo tierra sin compañía de mujer y sin amigo”. El
Gran Omar, como lo llamaba uno de mis tíos, hijo de una época donde se podía
ser matemático, poeta y astrónomo, sin academias que compartimentasen el conocimiento.
Un ojo en el cielo y el otro en la tierra, la circularidad de las estrellas y
el comportamiento errático de las criaturas, las leyes inmutables y la posible piedad
recogida en versos que serán como santuarios para los hombres. La sabiduría en
la memoria antes que en la piedra, largas jornadas de intemperie, la
hospitalidad de las tiendas del desierto, los narradores y cuenteros en torno a
las fogatas, la impostergable cita en Samarra, y la salvación y la perdición
detrás de un velo carmesí y el fulgor de unos ojos negros. Y todo ello cifrado
en el nombre Omar.
Así y todo, no vinieron por ahí las ganas
de tener este nombre. Sucedió que, siendo niño, conocí a Omar. Era joven y bello,
y tenía un “algo” como de mulato. Venía a visitarme durante la larga
convalecencia de la fiebre tifoidea que casi me saca de este mundo, y siempre me
regalaba su confianza en mi victoria final. Claro, Omar era un hijo de la Revolución Cubana
y en 1972 ya estaba en Santiago como parte del apoyo de Fidel al Chicho
Allende. Como el poeta, Omar aprendió “a quitar con piel el frío” y terminó por
amar “a una mujer terrible”. A la vez, estrechó lazos con los exiliados argentinos,
y en “aquella ciudad acorralada por símbolos de invierno” no alcanzó a ver que
la ortodoxia juzgaba mal su vínculo extramarital y sus amistades peronistas. Lo
obligaron a volver, y fue un injusto adelanto de su cita en Samarra. Nos dejó
su sonrisa, su alegría y, a mí en particular, el amor a un nombre que tal vez
ni siquiera fuese el suyo propio.
Carlos Semorile