3. La
cartelera de cine
Una de
las cosas que me pareció fascinante cuando llegué a vivir a Santiago, recién
salida del colegio, fue la cantidad de cines que había. Yo venía de una ciudad
pequeña en que había solamente una sala y descubrir un mundo en que se podía
elegir qué película ver, si optar por un estreno o volver a ver un clásico fue
literalmente descubrir otra dimensión.
La
calle Huérfanos era efectivamente un paseo en ese sentido, ya que la mayoría de
las salas de cine del centro (había también muchas más en otros sectores) se
encontraban ahí. Si uno venía desde el Cerro Santa Lucía hacia La Moneda, se encontraba con
el Lido, que tenía una pantalla enorme. Luego, el cine Huelén donde daban
películas para niños. Más allá, los Rex con tres salas, luego el Huérfanos
también con tres salas. Entre medio, el Imperio en la galería comercial y al
final, el Gran Palace que tenía como doscientas butacas. Los miércoles eran a
mitad de precio y usualmente se llenaban con estudiantes lo que daba un
ambiente singular de especial entusiasmo. Todos los cines tenían entonces una
costumbre que era muy útil y me encantaba. En realidad, no me encantaba en ese
momento. Me di cuenta de eso cuando desapareció. Cada uno tenía afuera en la
calle una pancarta con su cartelera y la de todos los demás cines de Santiago,
con los horarios y precio. Digo que me encantaba porque, además de ser
práctico, le daba a ese rubro un cierto lado provinciano de hospitalidad.
Imagino que los cines no pertenecían a una misma cadena como ahora. Sin
embargo, había una coordinación entre ellos, un afán de ser una empresa
promotora de ese género y, tras el negocio real que tenían (vender entradas),
había en ello como un acto de invitación a pasar al cine, de facilitar el
entretenimiento al espectador y convidarlo a asistir a alguna función, sin
importar que tal vez eligiera la competencia.
Un día
llegó una multinacional con el formato de cine impersonal, con sonidos
espectaculares y un gran y luminoso mostrador de venta de golosinas y gaseosas.
Ingresaron al mercado con precios muy bajos que liquidaron los cines
tradicionales. Recuerdo muy bien cómo fueron todos desapareciendo de a poco,
uno tras otro, igual que una caída de dominó. El primero fue el hermoso cine
Ducal, ubicado en un palacete antiguo frente al Teatro Municipal. Luego,
durante una agonía que duró un par de años, los demás fueron cerrando sus
puertas. El que más resistió fue el cine Gran Palace que se las jugó por una
renovación que quedó bastante bien, mas finalmente no pudo seguir dando la
pelea al monstruo de la sociedad limitada.
Pero
volviendo a esos años, fue una linda época de juventud en que yo vivía sola en
Santiago y descubrí Santiago. Llevaba poco tiempo en esa ciudad y, de hecho,
poco tiempo en Chile. No conocía a prácticamente nadie y estudiaba en un
instituto pequeño donde no había muchas probabilidades entonces de entablar
tantas amistades. Usualmente, mi única compañía los fines de semana eran los
personajes de las películas. Y en esos largos sábado solitarios, me encantaba
salir al centro, porque había muchos lugares donde elegir pasar un momento
agradable: tiendas, librerías, cafés y restaurantes, galerías, la Feria del Disco que era uno
de mis recorridos favoritos. Esperaba cada mes tener un poco de dinero extra
para ir a comprar un cassette de Los Beatles y ansiaba cuando llegara el día en
que iba a tener la discografía completa. Y en esos paseos, siempre me detenía a
mirar esa cartelera y más de una vez me tentaba y entraba a ver una película.
Hoy,
ese centro desapareció en gran medida. Hay cadenas de farmacia en el lugar de
muchas vitrinas que eran muy bellas. Las librerías siguen existiendo aunque
ocurrió algo parecido que con el cine. La Feria del Disco se declaró oficialmente en
quiebra y todas sus sucursales desaparecieron de la noche a la mañana. La Galería Imperio
fue demolida y hay en ese lugar una grúa gigantesca construyendo un centro
comercial. Por cierto, el valor de la entrada al cine subió considerablemente
apenas fue expulsado el último cine histórico. También se terminó el miércoles
a mitad de precio y, por supuesto, la pancarta con la cartelera (para eso está
Internet y la programación se puede ver en el I-phone).
Cuando me sugieren ahora ir al cine, doy la tajante
respuesta con lo que todo el mundo me mira como si fuera extraterrestre: “no me
gusta el cine”. Y la verdad es que recordando el paseo Huérfanos, me doy cuenta
de que quizás me he expresado mal. No es que no me guste “el cine”. Porque he
visto películas en la televisión que sí me han gustado. Lo que no me gusta es
“ir al cine”. Perdió ese atractivo de formar parte de una salida propiamente
tal, que daba lugar a un esparcimiento improvisado y donde cada rincón podía
estar luego asociado a un recuerdo: cuando descubrí la librería francesa,
cuando me compré esa blusa estampada que dejaba sólo para ocasiones especiales,
la primera vez que salí con mi primer novio (y usé esa blusa estampada que sólo
dejaba para ocasiones especiales), cuando mi padre aún estaba vivo y solía
venir a Santiago desde el sur, y me invitaba a almorzar al Chez Henry donde
siempre nos atendía el mismo mozo que ya nos reconocía y recordaba nuestras
preferencias de menú. Luego, siempre mi padre y yo dábamos largos paseos por
las calles conversando y deteniéndonos por aquí y por allá.
En un
texto sobre ciudad que leí hace poco, se cita el análisis “el capitalismo puede
construir ciudades, pero no puede mantenerlas”, como una ilustración al hecho
que la ciudad se desarrolla y crece (en el sentido de vida de la palabra, no de
número) en la medida que se basa en el
residente y los actos diarios de ser residente: comprar en el kiosco, la
florería, la panadería de la esquina, ir al parque, ir al cine. Y si el
residente pierde el protagonismo, la ciudad queda destruida a merced de quienes
solamente circularán en tránsito de manera masiva sin dejar huella ni recuerdo.
La
cartelera de cine fue uno de los distintivos de la ciudad cuando no estaba
fragmentada. No sé cuántas personas la recuerden. Pero sí todavía hay gente que
recuerda ese Santiago. Una vez me subí a un taxi y el chofer comenzó a divagar sobre
ese centro donde “había tanto que hacer” (fueron sus palabras). De hecho, se
acordó del Chez Henry y me vino un sentimiento tremendo de ternura, nostalgia y
también pena porque ya no queda nada de esos momentos. Mi padre murió y nadie
ha podido nunca remplazar su presencia y su compañía en esas caminatas, así
como nada ha remplazado ese asombro que provocaba salir a recorrer una ciudad
donde las cosas mutaban y mucho, pero no desaparecían y donde existía un
restaurant siempre lleno de gente, sin embargo el mesero me hacía señas apenas me veía para que fuera a instalarme a la mesa
donde me atendía y se acordaba de mi postre favorito aunque me hubiera tomado
el pedido por última vez un año antes.
Valeria Matus