Una de mis amigas, un tiempo atrás,
después de leer este blog, me preguntó si Valeria Matus era yo. En su momento
no le di importancia. Me causó gracia y le aclaré que no, que Valeria Matus no
era un seudónimo mío (aunque uso seudónimos) sino una amiga que conocí en épocas
del liceo. Vaya uno a saber porqué ciertas imágenes quedan grabadas a la manera
de una foto en un álbum de los de antes. Así recuerdo yo a Valeria, la primera
vez que la vi, enmarcada en una puerta. Enmarcada en el espacio de la puerta. La
profesora había abierto y ahí estaba “la nueva”, en el centro de ese rectángulo,
como una foto que nadie iba a tomar salvo mi cariño sentadito en primera fila
como los buenos alumnos, como los insoportables buenos alumnos. Me veo mirando
a Valeria y podría decir cómo estaba vestida, cómo llevaba el pelo, y la
certidumbre que tuve que ahí, en ese espacio, estaba retratada de cuerpo entero
una amiga mía a la que no conocía todavía. No es mi intención contar los
pormenores de esta amistad que viene desarrollándose desde hace más de veinte
años con muchas idas y venidas. Pero pasó que hoy, leyendo el último texto de
Valeria, me dieron ganas de contar(le) que yo también estuve en el Chez Henry.
No una vez sino muchas veces. Que una de mis madres me llevaba (tuve dos
madres) y que los días de suerte probablemente iba con las dos. Que ahí en el
Chez Henry fui la “niña mimada” de un cantor de tangos argentino. Mario Córdoba
era su nombre (si mal no recuerdo). Y yo llegaba a los tres, a los cuatro, a
los cinco años, con la seguridad de quien está en su casa, directo a los brazos
de Mario, estuviera o no cantando. Y también recuerdo a los mozos, si bien no
podría hoy distinguir a uno en particular. La sensación de estar en un mundo
aparte, elegante y popular (no es una contradicción), donde Chez Henry era “chesanrí”,
porque en esa época no tenía la menor idea de que había un idioma llamado francés
ni un país llamado Francia. Tampoco me importaba saber escribir, bastaba con saber
decir: “ya po vieja, vamos al chesanrí”. Y nada más. Por eso pienso que si bien
Valeria es Valeria y Antonia es Antonia, como la vida es misteriosa, capaz que las
personas somos como los pedacitos de un espejo milagroso que alguna vez se
rompió. De ahí, la sensación a veces de “encontrarse”, de estar más enteros que
antes, en compañía de un amigo. De una amiga.
Cándida