Es casi un lugar común darle con un caño
a “El santo de la espada”, la película de Torre Nilson sobre la etapa
sudamericana de la vida de José de San Martín. No he vuelto a verla, y seguramente
muchas de las críticas que se le han hecho –y aún se le hacen- estén bien
fundadas. Es cierto, por ejemplo, que a aquel San Martín le sobraba bronce y le
faltaba humanidad. Pero, como nos recuerda Ángela Milocco, los censores
pusieron el grito en el cielo por la escena en que
Alcón se desabrochaba ansiosamente el cuello y, entre arcadas, alcanzaba a pedir
"láudano". "Un general no vomita", fue la orden que recibió
Torre Nilson. En las escuelas nos enseñaban un prócer similar, un
anciano rompe cocos con sus máximas a Merceditas y no mucho más. Sin embargo,
todavía recuerdo como si fuera hoy la mañana en que las maestras nos llevaron a
ver el film, y las alumnas y alumnos, tomados de las manos, subimos muchísimos
peldaños hasta alcanzar la súper pullman del viejo cine General Paz. Mentiría
si dijera que me acuerdo del momento en que me atrapó la proyección, pero una
cosa es segura: desde ese día quedé fascinado tanto por el personaje como por
su epopeya.
Obviamente, desconocía que coordinar el
cruce de la Cordillera de los Andes con semejante cantidad de hombres y animales
representaba una hazaña superior a la de Aníbal y su paso por los Alpes y los
Pirineos. Desconocía asimismo que, a nivel marcial/estratégico, su proeza es
admirada y estudiada en las academias militares del orbe entero. Muchos menos
sabía entonces de su credo americanista, ni de su rechazo a convertirse en
verdugo de los caudillos federales y sus montoneras. Pero la peli de Torre
Nilson, mucho más allá de la sufriente y olvidable Evangelina Salazar,
significó la posibilidad de contar con un héroe propio. Acostumbrados a los filmes
yanquis, los chicos de esa época tuvimos un espejo donde poder ver, al fin, una
respetable figura nuestra y no un monigote importado y asesino. Y como muchos
años más tarde pedirían los versos de “Aquellos soldaditos de plomo”, el
general San Martín nos representó, además, al jefe de un ejército popular.
A ese José Francisco lo seguí queriendo
a lo largo del tiempo, más allá del mal uso que de él hicieron las sucesivas
dictaduras. Y quiso la fortuna que uno de mis grandes amigos también
reverenciara al Libertador: tomamos la costumbre de llamarnos y saludarnos cada
17 de agosto, y llegamos a fotografiarnos abrazando un torso de San Martín que
encontramos en un cerro de Bariloche. Un abrazo tardío para quien se pasó la
infancia jugando a ser un granadero de Maipú y Chacabuco, pero abrazo al fin y,
lo más lindo, en una cumbre nevada.
Por todo esto, no puedo ver sino con mucha
ternura y felicidad la imagen tomada en la última Plaza de Mayo, esa foto
divina en la que un niño se abalanza sobre el San Martín que conoce y ama de
ver en Paka-Paka. Es un estrujón con todo el cuerpo, con todas las emociones y
con todos los pensamientos que ese pequeño le viene dedicando al Padre de la
Patria. En ese abrazo hay reconocimiento, gratitud, y sentido de pertenencia a
una historia gloriosa y digna de ser abrazada. Y ese apretón es también una
lección de cómo deben transmitirse los legados, y de qué manera son recibidas
las herencias cuando el traspaso generacional se hace amorosamente.
Como casi todo (no todo, eh?) lo que
hace Paka-Paka, y por eso muchos de sus contenidos se han vuelto
indispensables para tantas niñas y niños que tienen hambre de futuro. Entre
ellos, mi sobrino Valentín, a quien le andamos debiendo su remera del
Libertador. O la hija del Flaco Tiscornia: “Una tarde
nos fuimos a Tecnópolis con mis hijas a ver el ‘Asombroso musical de Zamba’. Al
comenzar el espectáculo, la pasión en los ojos de las niñas me decía que no se
perdían una. De repente, Lila comienza a llorar. Más angustiado que ella, la
abrazo y le pregunto: Lila, ¿por qué llorás? Y, entre lágrimas y mocos que caían,
me dice: Es que yo quiero estar ahí, ayudando a San Martín a cruzar la Cordillera!!!"
Carlos Semorile