Las imágenes de una joven palestina rescatando libros
de entre las ruinas que provocaron los bombardeos israelíes, es harto elocuente
de una verdad sencilla: para ser quienes somos, necesitamos de nuestras palabras.
Explicado a la inversa: para que este genocidio sea posible, los palestinos han
sido despojados previamente de su condición humana, pues en los discursos de
sus enemigos –ya hay varios testimonios al respecto- ellos no tienen derecho a
existir. No se puede acordar con los palestinos porque son taimados y, por
ende, su palabra no tiene ningún valor: dado que no son fiables, de sus bocas
sólo salen mentiras y cuentos inverosímiles. Si dicen, por ejemplo, que las
bombas arrasan colegios, templos y hospitales, en realidad es que –pese a estar
advertidos- usan a sus propios niños como escudos humanos. Son culpables hasta
de la improbable angustia que pudiera llegar a sentir un piloto israelí por la
carga de muerte que se vio obligado a derramar sobre esas ciudades.
Hace tres semanas que a muchos, pero a muchísimos de
nosotros nos vienen rondando este tipo de “pensamientos palestinos”: cómo se
procesa que cuatro pibes que juegan a la pelota en una playa sean alcanzados
por un misil lanzado desde un barco de guerra; cómo es volver al cementerio un
día sí y otro también para dejar allí –mutilados, quemados, desarticulados- a
quienes fueron parte de la propia vida; qué clase de intemperie es esa en la
que todos los sitios son blancos de la metralla que llueve desde un cielo
inclemente de sofisticación y furia. Peor aún: ¿qué atisbo de esperanza es
posible cuando lo único cierto es la incesante persecución y el incesante
exterminio? ¿Cuándo concluye la matanza, o sólo terminará cuando el último
palestino abandone el último pueblo de Gaza?
Mientras estas preguntas permanecen sin respuesta,
una muchacha revuelve los escombros y rescata libros que fueron escritos en su
propia lengua, en ese lenguaje que –según el Estado de Israel- los palestinos
usan para disfrazar la verdad y desorientar a los incautos. Está resguardando
papeles y escritos que ojalá atesoren pensamientos nacionales: relatos,
tradiciones, poemas, credos, ideas y proyectos de un pueblo que aspira a tener
una Nación digna de ese nombre. Esa joven sabe lo que hace: los nosocomios, las
iglesias, las escuelas y todo lo demás, salvo las vidas perdidas, pueden volver
a levantarse siempre que haya un pensamiento palestino que en sus propias
palabras, y no en el idioma que el invasor usa para ultrajarlos, les diga
quiénes son ellos y de qué son capaces.
Vuelvo
a mirar las fotos. No las de los niños masacrados, ni las de los sepelios múltiples,
ni tampoco las de los hospitales arruinados. Y no porque crea, como dicen algunas
“almas bellas”, que provoquen o infundan morbo: la Biblia tiene escenas
igualmente espantosas y están ahí para que nos enteremos de los complejos vericuetos
que tiene el ser humano. Observo nuevamente las únicas fotos que me ayudan a pensar
en Palestina: la muchacha mira a la cámara, termina de acomodar los libros, y
las palabras, los ideales y el pensamiento palestino vuelven a caminar sobre
ese suelo sagrado.