viernes, 4 de julio de 2014

La peluquera belga



(Escribo este relato cuando aún faltan algunas horas para que la Argentina y Bélgica definan quién se va y quién sigue en el Mundial. Mientras eso sea una incógnita, me puedo permitir recordar sin rencor, pero también sin sorna, a la improvisada peluquera belga que hace muchos años conocí en Managua).


Nomás llegabas a la Nicaragua sandinista y ya necesitabas comenzar a adecuarte al “sistema”: no había un transporte especial que te llevara del aeropuerto a la ciudad, y me recuerdo haciendo ese trayecto semicolgado en un simple bondi de línea. Una vez arribado, resultaba difícil encontrar “el centro” de Managua, y es que entre el terremoto de 1972 y la guerra contra Somoza muchos edificios habían pasado a ser terrenos baldíos con, por ejemplo, un tanque inutilizado enseñorándose entre los escombros. Buscaba “el trocen” pero en realidad necesitaba un hotel, algo sencillito y acomodado a mis flacos bolsillos, pero el único que quedaba en pie era “El Intercontinental”, con precios ídem. Le debo haber provocado pena al conserje, con mi aspecto desarrapado y mis costillas flotantes, porque él mismo me recomendó que buscase el “Hotel Norma”. No quedaba lejos, tampoco cerca, pero era lo único que había sin más chances ni alternativas.

Resultó ser una pensión que administraba, justamente, doña Norma y su señor esposo, dos personas mayores que no eran precisamente la alegría de vivir. Sin embargo, la posada era el paraíso de los jóvenes -y a veces no tan jóvenes- extranjeros que llegaban a conocer por dentro la Revolución Sandinista. Tenía una disposición espacial que invitaba al encuentro de los ocasionales residentes, con un amplio patio que ocupaba buena parte del terreno –que incluía los baños y las duchas-, y con una gran galería techada que anticipaba los cuartos, obligadamente compartidos. En aquella galería, con sus hamacas colgantes y sus largos mesones, se hablaban todos los idiomas y también eran babélicas las comidas y las bebidas. Los desayunos estaban incluidos en el servicio, cafés muy negros y tortillas de maíz, y se extendían “ad infinitum” a medida que los aprovisionados gringos compartían sus mantecas de maní con la que untaban cualquier cosa que aparentase ser sólida.

Pero el fiestón “mais grande” lo armaron dos brasileros que se llamaban como uno solo: Joao y Gilberto. En medio de tantos contingentes que iban y venían hacia los cafetales en plan de brigadas solidarias, la historia de estos apolíticos muchachos gays desentonaba con rasgos de sainete. En realidad, amaban la cultura yanqui y, a golpes de enormes esfuerzos y sacrificios, habían salido de los andurriales más pobres de San Pablo con el sueño de establecerse y triunfar en Miami. Pero el destino, que a veces pega estas tremendas volteretas soviéticas, quiso que fuesen prolijamente afanados por milicos colombianos durante una requisa de rutina. Afano que no advirtieron hasta llegar a Venezuela, donde se pusieron a vender comidas regionales en el consulado brasilero para juntar centavo tras centavo y, algún día lejano, como en las películas que glorifican al “self made man”, comprarse sus pasajes a USA. En Caracas los conoció un “servicio” sandinista que se apiadó de ellos y los hizo llegar hasta Managua, y les ordenó esperar un nuevo contacto que los depositaría, de polizontes, en un barco que rumbeara hacia a los Unaited.

 O sea que, mientras los demás nos desplazábamos por Nicaragua y volvíamos a aterrizar en “El Norma” para reencontrarnos y proseguir nuestras interminables pláticas políticas, Joao y Gilberto estaban obligados a pasarse los días clavados en el hospedaje, a la espera del misterioso personaje del buque fantasma. Con una diferencia no menor. Joao era algo mayor y le ponía mucha onda pero, en cambio, Gilberto estaba muy fastidiado: él se había imaginado bajo las rutilantes luces de La Florida y estaba varado en una ciudad pobre, semi derruida y, muchas veces, sin suministro eléctrico.

Ha de ser por eso –para levantarle el ánimo a su compadre- que un día Joao nos prometió a todos (los suizos, mis hermanos irlandeses, los italianos Carlo y Roberto, los belgas, las francesas, la gringa piola que era visitada por el hermano de Omar Cabezas, una chilena, un uruguayo y este porteño) que armaría unas caipirinhas que nos volarían las cabezas. Con la escasez existente, pensé que deliraba. Pero Joao y Gilberto salieron de “rotation”, y volvieron con los limones tipo lima y, aún más asombroso, con un par de bolsas de azúcar blanca. Pidieron música (doña Norma accedió), se pusieron manos a la obra, y empezaron a circular los cócteles. En un par de horas de tomar un trago atrás de otro, ya podíamos bailar samba subidos a las hamacas y cantar en un dialecto bastante similar al portugués devenido en brasilero. Pese a las alevosas resacas, fue un éxito rotundo que acrecentó la ya importante camaradería internacional.

Lamentamos, pues, que algunos se fueran yendo (como los irlandeses, llevándose operada a la entrañable Mary O´Grady Walsh, pero esa es otra historia), mientras otros permanecían, y otros volvimos a viajar. Y, al regresar a la hostería, nos enteramos que Gilberto se había puesto de novio con un vecino que atendía un “paladar” de la esquina, y ahora todo “lo nica” le parecía maravilloso, sublime, excelso. Pero no todas eran rosas: el hombre del navío ya les había pasado las coordenadas y la cuenta regresiva hacía más tristes y a la vez más dulces las horas del amor. El sabio Joao lo miraba gozar y sufrir, mientras preparaba sus consuelos para las previsibles “saudades” de Gilberto.

Por el contrario, otros y otras, como los suizos y los belgas, andaban pidiendo la escupidera: el gusto por el exotismo había dado paso al hartazgo, pese a que muchas veces les habíamos advertido que no confundiesen la idiosincrasia latina de los nicas con síntomas revolucionarios. Pero, bueno, ellos extrañaban sus chocolates, los horarios cumplidos, y me animaría a decir que al “sistema” en general. Mi vuelo de regreso coincidía con el de ellos, y nos despedimos de “El Norma” con una cortada de pelo para los viajeros varones a cargo de una de las muchachas belgas. Mary Fins no era peluquera ni nada parecido: sólo pretendió serlo una amistosa tarde tropical, lejos de su Bruselas natal, y algunos osados le seguimos la corriente.  

A la mañana siguiente, los dos “pelados” rioplatenses le devolvimos el favor. Íbamos en el ómnibus que nos llevaba del aeropuerto al centro de la ciudad de Guatemala, cuando la belga casi se mata por bajarse del micro en movimiento. Había visto un puesto callejero de golosinas y, viniendo de la carestía  nicaragüense, pensó que era el único en toda Guatemala y se tiró de palomita. Con lo justito, la atajamos con el yorugua, y en un francés espantoso le aseguramos que aquí iba a poder hartarse de chocolates y dulces. Nos entendió pero nos miró con odio y, lo que es peor, no nos creyó hasta que se lo confirmó una francesa, testigo de su posible deceso. La juzgué desagradecida. Y, desde aquel día, me hice a mí mismo el juramento de que nunca más dejo que me rape ninguna improvisada -y adicta- peluquera de Bruselas.

Carlos Semorile