Era apenas un niño, pero guardo algunos
recuerdos “soberanos” de La Peña de los Parra. Para empezar, significaba
incursionar en la noche larga de los vinos y las canciones, y allí percibir esa
fraternidad espontánea que se daba de mesa en mesa, y también en los pasillos de
la casona y también en las esperas porque estábamos en el Chile de la Unidad
Popular y para cada cosa había que hacer una cola. Había una primera espera,
para conseguir la mesa, y luego esperas sucesivas hasta que llegaban los platos
criollos. Bien calientitos porque, a pesar de la mucha gente y los muchos
ponchos, en el invierno santiaguino el frío se hacía sentir y mucho. Al menos
hasta que los cantores terminaban de comer también ellos, y se subían a la
humilde tarima que hacía las veces de escenario.
Era súper extraño eso de que “los
artistas” estuvieran ahí nomás, cantando al lado de uno como simples mortales: Víctor
Jara, Isabel y Ángel Parra y, al menos una noche, unos ignotos jóvenes cubanos
llamados Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Y es que aquella peña era una
cofradía en el más cabal sentido de la palabra. Una hermandad donde las caras
sonaban conocidas porque, sencillamente, eran conocidas: ese muchacho de barba
era todos los muchachos de barba, y esa muchacha a su lado era todas las
pololas compañeras de todas las marchas y todos los actos. Y las canciones eran
de todos, y se escuchaban con unción y se entonaban a voz en cuello,
dependiendo de si era una de escuchar o una de cantar.
A mí me gustaba “Río Manzanares”: estaba
creído que era un torrente chileno más ancho y bravo que el mismísimo Mapocho,
y me dejaba en el alma una nostalgia anticipada que, siendo un cabro chico, se
suponía que todavía no debía sentir. En plan de añoranzas y melancolías a
destiempo, me emocionaba “Lo que yo más quiero”, que curiosamente también
le canta a un río que “no se quiere detener”. Y cuanto más me acuerdo de
aquellas bohemias tempranas, más pienso que lo que no se ha detenido es la
fuerza de esas y otras canciones que, al final de la noche, nos íbamos
cantando, abrazados y felices, por una callecita empedrada. Buscábamos la guaga
del regreso, pero nos demoraban los antiguos adoquines, la mortecina luz de una
farola colonial, la lozanía cómplice de aquella dicha preciosa, y el río divino
de todas las hermosas canciones.
Carlos Semorile