martes, 1 de julio de 2014

El río divino de las hermosas canciones



Era apenas un niño, pero guardo algunos recuerdos “soberanos” de La Peña de los Parra. Para empezar, significaba incursionar en la noche larga de los vinos y las canciones, y allí percibir esa fraternidad espontánea que se daba de mesa en mesa, y también en los pasillos de la casona y también en las esperas porque estábamos en el Chile de la Unidad Popular y para cada cosa había que hacer una cola. Había una primera espera, para conseguir la mesa, y luego esperas sucesivas hasta que llegaban los platos criollos. Bien calientitos porque, a pesar de la mucha gente y los muchos ponchos, en el invierno santiaguino el frío se hacía sentir y mucho. Al menos hasta que los cantores terminaban de comer también ellos, y se subían a la humilde tarima que hacía las veces de escenario.

Era súper extraño eso de que “los artistas” estuvieran ahí nomás, cantando al lado de uno como simples mortales: Víctor Jara, Isabel y Ángel Parra y, al menos una noche, unos ignotos jóvenes cubanos llamados Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Y es que aquella peña era una cofradía en el más cabal sentido de la palabra. Una hermandad donde las caras sonaban conocidas porque, sencillamente, eran conocidas: ese muchacho de barba era todos los muchachos de barba, y esa muchacha a su lado era todas las pololas compañeras de todas las marchas y todos los actos. Y las canciones eran de todos, y se escuchaban con unción y se entonaban a voz en cuello, dependiendo de si era una de escuchar o una de cantar.

A mí me gustaba “Río Manzanares”: estaba creído que era un torrente chileno más ancho y bravo que el mismísimo Mapocho, y me dejaba en el alma una nostalgia anticipada que, siendo un cabro chico, se suponía que todavía no debía sentir. En plan de añoranzas y melancolías a destiempo, me emocionaba “Lo que yo más quiero”, que curiosamente también le canta a un río que “no se quiere detener”. Y cuanto más me acuerdo de aquellas bohemias tempranas, más pienso que lo que no se ha detenido es la fuerza de esas y otras canciones que, al final de la noche, nos íbamos cantando, abrazados y felices, por una callecita empedrada. Buscábamos la guaga del regreso, pero nos demoraban los antiguos adoquines, la mortecina luz de una farola colonial, la lozanía cómplice de aquella dicha preciosa, y el río divino de todas las hermosas canciones.

Carlos Semorile