Ella sabía a qué atenerse por el estado de la vereda.
La vereda mucho mejor que cualquier bandera o mensaje escrito o hablado le
decía el estado exacto de la casa. Es decir el estado exacto de su amiga. ¿Todo
estaba en su lugar? La vereda amanecía sin una hoja caída. Y a menudo había
pensado (se habían reído por eso) que su amiga se levantaba al alba a propósito.
Para que cuando le llegara la hora de pasar por la vereda de enfrente, lo
viera, y supiera, y se reprochara el estado de su propia vereda, y se
prometiera ni bien volviera de sus quehaceres, esos quehaceres, que ella
también dejaría todo así, todo bien dispuesto y cuidado, para cuando su amiga
pasara por ahí. Y su amiga lo sabía. Era por eso, y no por
otra cosa, que se obstinaba con la vereda. Si bien de vez en cuando faltaban
fuerzas (se te ruega no levantar baldes de agua), eso era una excepción; también
podía pasar que faltara coraje, sí, coraje, y no tiempo, lo del tiempo era una
excusa que algunas personas invocan, pero ella no, no se le ocurriría
escudarse detrás del tiempo para disimular su falta de coraje, en los días que
eran así, sin valor. Sin embargo, ni bien aquello sucedía le asaltaba un
pensamiento. No tanto aquel que dice que somos responsables de nuestra felicidad
y de nuestra esperanza sino el otro. Ella pasará por aquí. Tarde o temprano
ella pasará y se fijará. Y leerá en la vereda como en mi corazón. Por eso hoy había
lavado con esmero aunque todavía imperfectamente por el asunto de los baldes. Pero
su amiga sabría a qué atenerse y estaría de acuerdo con todos los pensamientos que había tenido mientras lavaba. Muy
de acuerdo. De ahí la sonrisa suya en el hacer y la de ella cuando llegó la hora de pasar.
C.