Hace una ponchada de años que viajamos al
Perú con Moni y Julio, casi con el fin exclusivo de llegar a Cuzco y al Machu
Pichu. Con Julio partimos unos días antes que Moni, y durante nuestra estadía
limeña nos acomodamos en el departamento de una compatriota exiliada, amiga de
mi familia. Ella estaba fuera del país en aquel momento y fuimos recibidos por
su hija, una estudiante universitaria bien dispuesta a albergarnos y servirnos
de guía. Pese a los intereses en común (la política, las culturas originarias,
las ciencias sociales y las artes), había algo en la comunicación que no fluía.
¿Era ella, o éramos nosotros?
Ni ella, ni nosotros: el problema era el
novio de nuestra anfitriona, un joven funcionario arrogante y prepotente, que
se desvivía por hacernos sentir incómodos. Y dado que lo lograba, nuestros días
estaban tan partidos al medio como la vida de la muchacha: con ella a solas la
pasábamos bien, pero con su pareja la convivencia era sofocante. Aunque
descartamos la idea de irnos a un hotel para no desairar a la joven, ganas no
nos faltaban. Pero quiso la fortuna que él fuese reclamado a sus altas
funciones (nada le gustaba más que darse la corte sabiendo o creyéndose
imprescindible), y se nos abrió una chance que aprovechamos para visitar unas
playas cercanas a Lima que todavía conservan sus nombres de antaño:
“Caballeros” y “Señoritas”. Luego del chapuzón y de un ceviche exquisito,
seguimos rumbo al sur, hasta llegar a un pintoresco pueblito de pescadores y a
su rumorosa feria de fin de semana. Dimos unas vueltas por el puerto, nos
tomamos una cerveza mientras mirábamos pasar la gente y, ya algo fatigados,
emprendimos el regreso. Llegamos sobre el filo del crepúsculo, y hubo un
acuerdo tácito para perpetrar una de esas siestas tardías de las que nadie sabe
a ciencia cierta si se terminan ese día o al siguiente.
(Esa vez me tocaba el sillón de la sala,
y ahí quedé profundamente dormido hasta que percibí que alguien acariciaba mi
cabeza. Breve pero intensamente, soñé que mi novia se había arrepentido de su
pertinaz negativa a sumarse a la travesía y que sus dedos –de la manera más
delicada que imaginarse pueda– me anunciaban el inicio de otro viaje, el mismo
pero distinto. Cuando abrí los ojos y vi la cara de nuestra amiga asomada sobre
la mía, no supe ocultar mi decepción y ella se embarulló en explicaciones sobre
mi cansancio y su natural tendencia hacia la ternura. No importaba. Interesaba,
en cambio, que me había despertado a la verdad de que estaba fatalmente lejos –en
todo sentido– de aquella chica que se había quedado anclada en Buenos Aires y
que desconocía la sutileza y la devoción de ciertas caricias.)
Moni llegó al otro día, y por la noche
nos fuimos a recorrer las adorables callecitas de Barranco: adivinamos que allá
abajo, detrás de un mar de brumas, se escondía el Pacífico, y en el Puente de
los Suspiros nos rendimos a la elocuencia del verbo nostalgioso y a la vez preciso
de Chabuca. Luego nos comimos unos suculentos anticuchos en un puesto callejero,
pero el novio plenipotenciario –nuevamente estampillado a nosotros– nos terminó
llevando a un restaurante repaquete que, claro, terminamos gatillando los
argentinos. Al despertar, nos movimos como vietnamitas en los arrozales y nos escabullimos
para ir “de incógnito” al casco histórico de Lima, que caminamos en santa paz
hasta llegar a la Alameda
de los Descalzos. Estábamos a punto de ingresar a este parque hechizado por los
encuentros entre el Virrey y su caprichosa amante peruana, cuando nos llamó la
atención una procesión que venía por una avenida aledaña.
Se trataba de un grupo que avanzaba como
si fuese un solo hombre: acompasaban sus pasos al ritmo de una melodía luctuosa
que ejecutaba una banda de vientos fúnebres, y entre todos parecían arrebujar un
mismo sentimiento pesaroso y expiatorio. Al frente, marchaban unos negros
grandotes como algarrobos que portaban una imagen religiosa, y sus rostros se
veían sudorosos bajo las capuchas violetas que los cubrían. Pronto descubrimos
que aquello que creíamos era sudor, en realidad, eran genuinas lágrimas de
penitentes. Lloraban las mujeres, jóvenes y viejas, y lloraban los hombres de cualquier
edad, todos ellos de riguroso traje y corbata, y un lazo, o una capa fucsia que
denotaban su jerarquía en la congregación. El incienso, los colores, la música
y los rezos agónicos del misticismo de los promesantes, nos llevaron a un
recodo olvidado del Medioevo. Allí nos olvidamos para siempre de las
perversiones de La
Perricholi, y advertimos que también nosotros llorábamos, conmovidos
por aquel pesar colectivo sin clemencia, reposo ni sosiego.
Cuando al fin aterrizamos en Cuzco,
abandonamos ese mundo hispano y nos sumergimos en el cosmos de los pueblos
andinos. Es verdad que los conquistadores dejaron sus marcas en todas partes, y
que inclusive nos alojamos en un hotel que en sus años debió ser la residencia
de una acomodada familia de la
Colonia. Pero aún en las narices de la Catedral, los relojes
carecían de eficacia y la vida transcurría en el tiempo cíclico del Inca. Nos habituamos
con sospechosa facilidad, y acomodamos en espacios la nueva temporalidad. Por
las mañanas, nos instalábamos en el Café Ayllu y allí charlábamos con el encargado,
leíamos los periódicos y revistas, o simplemente mirábamos pasar la gente
mientras oíamos las mejores piezas de la música clásica que sonaban en discos
de pasta que uno mismo podía seleccionar. Por la tarde, luego de las
excursiones, volvíamos a la
Plaza de Armas a “nomás estar”, a conversar con los niños que
nos rodeaban, a filosofar con ellos y pensar en voz alta donde alguna vez
estuvo el “lugar del regocijo”.
Camino al mercado de Pisac nos detuvimos
en la ruta, justo frente al Valle Sagrado: la mirada se perdió en una
contemplación de siglos y tras aquellas Edades sentí arder, en el centro del
pecho, la conciencia de los Amautas del Incario. Y en viaje a Machu Picchu
paramos en Aguas Calientes, que entonces todavía era un pueblo de madera a un
sólo costado de la vía. Nos cobijamos en una posada cuyo mayor atractivo era un
quincho instalado en el fondo del patio: sentados en sus rústicas bancas, casi
podíamos tocar la ladera de la montaña pero se interponían las rugientes aguas
del Urumbamba, capaces de arrasar con rocas, árboles, y pueblos enteros. En
plena ciudadela trabamos amistad con tres canadienses (una mujer y dos
varones), y a la noche nos los volvimos a cruzar en el poblado: tomamos tantas
cervezas y nos reímos tanto hasta las primeras luces del alba que luego no nos
pudimos explicar, ni entonces ni ahora, cómo fue que hablamos y entendimos a la
perfección el idioma inglés.
Fue uno de los milagros de aquel viaje, aunque
no el último. El prodigio final sucedió cuando bajamos por segunda vez del
Machu Picchu, y tuvo como testigos a la montaña, al Vilcanota y a un solidario
grupo de descendientes de los incas. Pero esa es otra historia. Y habría que
ver si en ella caben toda la incredulidad,
el pasmo y el asombro por la cantidad de cosas que pasan en un solo minuto de
algunas vidas.
Carlos Semorile