Conversando
acerca de las más frecuentes frustraciones de la personas hoy (soledad,
desmotivación, sentimiento de fracaso), una amiga opinó: “siento que la gente está
viviendo su vida como si fuera un reality
de televisión. Las personas se miran a sí mismas bajo la inflexibilidad de un guion
y según si la escena es buena o mala, la dejan o la eliminan. Así sin preguntarse
lo que de verdad quieren, desean o necesitan”.
¿Qué escenas son
buenas? Sacarse una selfie sobre una pirámide
azteca o delante de lo que quedó del muro de Berlín, asistir al lanzamiento de
un libro cuando se es amigo del escritor, trabajar de manera independiente, movilizarse
en bicicleta, dibujar, leer, tejer, siempre y cuando conduzcan a reconocimiento
social. Grandes escenas: tener una cita en un bar lleno de gente que sólo vive
escenas buenas y, en el momento en que las miradas de ambos se cruzan en una
sonrisa, suena una música perfecta que revelará que se está frente al chico indicado.
No importa si el chico es un inútil o un sociópata, pues una vez que la
relación termine trágicamente, la armonía se recuperará con un viaje místico.
¿Qué escenas son malas? Tener un empleo monótono. Como estar en una oficina de
correos, o de seguros, o tras un mostrador, ser reparador de lavadoras, panadero,
gasfíter, sastre (salvo que se sea un emprendedor), corregir pruebas, tener
jefe, tomar el transporte público, quedarse en su casa a descansar para un fin
de semana largo. Y la escena con menor rating
posible: casarse con un contador. Es aburrido para la audiencia, aun cuando se
tratase de un hombre trabajador y afable.
Pensé de pronto en
la generación anterior a la irrupción masiva de las imágenes. Esa generación
que pasó su infancia luego de la crisis del 29, que vivió su juventud bajo la II
Guerra. Una generación real que se sentía feliz con los hitos que había logrado
en su vida como aprender a nadar, recibir el primer salario, celebrar las bodas
de plata. Una generación que apreciaba sentirse querida por sus pares –los
vecinos, los amigos, los compañeros de trabajo- y que valoraba a cada una de
esas personas –que no eran ni especiales, ni famosas- en su compañía y afecto.
Cuando apareció la televisión, la adquirió, desde luego. No era un mal invento
para amenizar las tardes de invierno, sobre todo en algunos climas. Y lo que veía
en la pantalla -las mansiones, las lindas ropas, los continentes lejanos- le gustó,
por supuesto. Lo disfrutaba mientras miraba. Pero ese mundo se acababa apenas
el televisor se apagaba. No era parte de la existencia, nunca lo iba a ser, de
modo que quedaba reducido a su justa medida doméstica.
Los seres
humanos siempre hemos desarrollado fantasías. La ensoñación es bella, lúdica,
necesaria. Pero en algún momento, algo se distorsionó y comenzamos a creer que
ese universo paralelo tiene la obligación de cumplirse. Que esa suerte de
espejismo de nosotros mismos nos observa, evalúa, exige, por lo tanto, le
debemos el final feliz que espera. Y se puede dar vida a los sueños. Sí. Pero requiere
alimentar ciertas dedicaciones terrenales, ciertas reciprocidades concretas y ciertas
tediosas virtudes que al público no le entretiene mirar. Y se cumplen y valen
la pena, esos sueños, cuando son verdaderamente propios, cuando nacen desde lo
íntimo, desde la esencia humana que busca su dicha sirviendo, amando,
recibiendo y cultivando, cual Cándido, su jardín.
Valeria Matus