Este texto no tiene pretensiones literarias y le falta
tiempo para redondear ideas. En este caso, lo que importa es que se
entienda el mensaje central. Al grano.
Hace cosa más o menos veinte años, en otra vida, yo vivía en
un departamento parisino de la calle Vaugirard (247, quinto piso a la izquierda
saliendo del ascensor, no, no es una invitación) y la torre Infiel estaba
pegadita en mi ventana. En esos días, una amiga de mis padres me hizo un
obsequio: un juego de copas mexicanas muy hermosas, de color azul. Más o menos
parecidas a ésta.
Eran seis copas. La primera en
quebrarse estaba en manos de mi amiga C. que también quebró la primera del
juego colorido que compré en remplazo de éste, cuando las otras cinco copas se
quebraron, en distintos momentos, pero siempre en manos de amigos y/o de la anfitriona.
(Ninguno de esos
"quiebres" fue producto de gestos violentos y ninguna de esas copas
fue usada como arma; lo preciso porque la única copa –era un pobre vaso de agua–
que alguna vez alguien me arrojó a la cabeza siguiendo el guion de alguna
telenovela no era parte de estos juegos. Mucho más amablemente, felizmente,
estas copas se rompieron en reuniones y fiestas donde siempre se celebra con
vino, y a veces con soda, la amistad).
Ese otro juego se parecía a éste:Aclaro que C. sigue siendo mi amiga porque no soy (demasiado) rencorosa y tampoco puedo pelearme conmigo misma por las copas que rompí. Bien. Cuando ambos juegos desaparecieron, opté por una versión más compacta y sólida, me fui a mis pagos, llegué hasta Pomaire y me traje (a París) este otro juego de copas:
El juego corrió la misma suerte
que los anteriores. Razón por la cual cuando llegó el momento de mudarse a otro
continente, en todas esas cajas metálicas de las que siempre habla cierto
personaje, venía “toda la vajilla”, menos las copas. Hubo que ir de compras, se
hizo lo que se pudo. En algún momento se rescataron vasos de otras épocas. El
amigo M. asesinó al primero, todavía se
acuerda, etc.
Estando de paseo, un día, por la
zona de Vicente López, mi amigo Patrice (es amigo de otras personas también
pero a mí me gusta llamarlo así), me regaló una sola copa que iba a ser mi copa. Se parecía más o menos a ésta:
Duró muchos años… porque
prácticamente no la usé. Hete aquí que hace unos días hacemos una reunión en
casa y mi amigo M. me pregunta gentilmente por los vasos, para ayudar a poner
la mesa. Suspiro, porque en el intervalo, otro amigo nos había regalado todo un
juego de copas típicas de restaurant que también conocieron la misma suerte,
etc. etc. etc. No le cuento a M. que desde hace cosa de un año estoy pensando
comprar un cristalero (un mueble para poner copas) y que mientras no lo tenga
no pienso comprar copas nuevas y que, de hecho, he decidido no comprar copas o
poquitas. Y en eso estoy, cuando se me ocurre lavar mi copa… y se me cae y se me quiebra…
proyecto de cristalero a ubicar en la cocina - pared de diarios - entre dos puertas |
Entonces, el mensaje es éste. Propongo lo siguiente a los amigos de buena voluntad a quienes –sea
dicho de paso– libero ad vitam eternam de la gentileza de lavar platos (y
copas) en mi casa:
Cuando se presente algún santo,
algún cumpleaños, una próxima navidad y próspero año nuevo, les pido tengan la
gentileza de ofrecer a los integrantes de este domicilio: una copa.
He dicho: una copa. Una sola copa. Como quien dice la copa de la amistad. No un juego de copas. La gracia es
que sean todas diferentes y que yo les ponga nombre. El buen nombre de ustedes.
Su amiga que los quiere. Etc.
etc. ¡Salú! y/o Chin chin.
Cándida
P.D. Como se supone que las nuevas copas también serán efímeras, porque todo es efímero menos la amistad, el juego no tiene fecha de término.