miércoles, 13 de abril de 2016

Crónica de biblioteca

Mujer leyendo - Guillermo Martí Ceballos

El regalo de leer


Que una amiga me hiciera el importante encargo de copiar un ejemplar de un libro que solamente se encuentra en la Biblioteca Nacional de Santiago era todo un desafío para mí. Primero porque yo jamás había entrado a esa biblioteca a pedir libro alguno. No trabajo ni he trabajado nunca en investigación, de modo que se trataba de hacer un trámite que sólo había visto en películas policiales. Pero eso no me asustaba tanto porque me desempeño en la administración y algo he aprendido sobre cómo lidiar con la burocracia sin parecer una total tarada. De modo que de alguna manera iría a llegar al famoso libro. 

La complicación vino cuando supe que no se permitía fotocopiar más de treinta páginas y el libro tenía más de cien. Entonces me correspondería la responsabilidad de evaluar. ¿Cómo iba yo a hacer eso? ¿Cómo evalúo yo un libro que no voy a leer para una investigación que no voy a hacer? ¡Qué brutalidad si se me pasara alguna página esencial! Pero firme en mi tarea y con mi mejor sonrisa, me senté en ese salón a recorrer el tan codiciado relato. Y sucedió una transformación. Lo abrí y me conmovió lo primero que leí que no era ni siquiera parte del texto. Decía “Ediciones Universidad Técnica del Estado”. Fue como asomarme a otra época. Una década en que ese tipo de publicaciones se encontraba en todas partes. El libro era pequeño, con letras grandes. Sencillo. Con ilustraciones entre cada capítulo. Como era corto, decidí que tenía la magnífica oportunidad de leerlo. Y a través de las páginas, comenzaron a desfilar muchas imágenes. Un afiche “La muchacha universitaria” que había visto hacía poco en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende. La novela “La base” de Luis Enrique Délano con esa hermosa fotografía de la portada de una joven con el puño en alto. Y a lo largo de la narración, reflorecieron las tantas conversaciones sostenidas con Antonia en tantos lugares. En Santiago, cuando recién habíamos terminado el colegio y estábamos haciendo en conjunto una arpillera mientras escuchábamos a Jacques Brel.  Luego, en la rue Vaugirard cuando yo sólo tenía ojos para Albert Camus. También otras rememoraciones como cuando me acordé tanto de ella hace poco porque encontré por fin la película Rosa Luxembourg que ella me había recomendado ¡veinte años atrás! Entonces, comencé mi trabajo editorial: “esto le va a interesar”, “esto, no creo”, “esto de acá, la verdad es que no dice mucho sobre lo que me encargó, pero igual fotocopiaré porque seguro le gustará leerlo”. Y no fue tan difícil. Una historia conjunta de compartir e intercambiar hicieron posible leer un libro con su perspectiva, pero también desde mi propia emoción.

Quizás pude hacerlo porque tengo el entrenamiento que nos dio a algunos chilenos –a miles de chilenos– el hecho de estar por siempre separados de los seres más queridos y que nos obliga, en las escasas ocasiones en que nos encontramos, a  vivir en pocas horas el afecto de años. Si con Antonia tuviéramos una rutina juntas, tal vez no habría tenido yo la capacidad de realizar una labor así. Porque seguramente conversaríamos de modo más superfluo y no tendríamos una dimensión real de lo que motiva a la otra en lo más profundo.  Pero nuestra amistad no ha podido tener una historia de fotografías en fiestas, asados o cumpleaños. Y para encontrar un registro a través del tiempo, tenemos que recurrir a momentos que podemos  compartir a la distancia: una película, una canción, un libro. 


Valeria Matus 

Los ojos de Valeria

Hace unos días descubrí que un libro publicado en 1972, importante para un trabajo que estoy haciendo, estaba en la Biblioteca Nacional en Santiago. Venia rastreándolo y no aparecía en portales de venta de libros usados. Tampoco aparecía reeditado. En el portal de la Biblioteca, en cambio, el libro figuraba correctamente catalogado y, además, disponible.

Había un problema. Yo no estaba en Santiago. (No estaba ni estaría hasta cierto tiempo). Había un segundo problema. La persona que habitualmente me representa amorosamente en estos casos, ya había trabajado este mes en calidad de “representante” y no me parecía hacerle un nuevo encargo.

Pensé mejor la cosa. Lo que yo más necesitaba en relación a ese libro (un libro basado en hechos reales) era verificar la presencia de una persona en el relato. La cuestión era simple: este libro, que se llama así, editado en, escrito por y que trata de, ¿menciona o no menciona a XX? Ese era el dato que yo necesitaba saber con relativa urgencia e independientemente del interés que me despertaba el libro (mencionara o no mencionara a XX).

Entonces se me vino en mente el nombre de una amiga. Valeria. Sólo Valeria (en ausencia de mi representante legal) podía tener las cualidades requeridas para hacer ese trabajo. Sin duda el tema podía interesarle. Sin duda Valeria amaba los libros tanto o más que yo. Sin duda Valeria tenía el humor necesario, además del cariño, para decidir que un día de reposo podía ser dedicado a las excentricidades de una amiga.

Quizás sea porque siendo jóvenes nos tocó estar sentadas en un mismo banco, escuchar a los mismos profesores, redactar composiciones sobre mismos temas, tomar el lápiz y encarar la hoja blanca a la misma hora, padecer de ciertas nostalgias, imaginar ciertas compensaciones, reírnos de ciertas ocurrencias, el hecho es que me parecía que Valeria podía no formalizarse con el pedido e incluso tomarlo con cierta naturalidad. Cosa que hizo. Y eso fue lo primero que, desde lejos, le agradecí. La naturalidad con que se lo tomó, como si hubiera en el pedido una suerte de evidencia. Como si una persona pudiera, y fuera cosa normal, leer un libro en lugar de otra.

Ese día vi muchas cosas. Un limonero, una taza de café, el cielo gris, la Luna, una pantalla de computador con un texto adentro y una nota al pie que estaba esperando la respuesta de Valeria. Entre una cosa y otra, la vi también a Valeria, me la imaginé entrando en la biblioteca, pidiendo el libro, tomándolo con sus manos, abriéndolo. Y pensé también que la escena era posible no tanto por todo ese pasado que ambas ya teníamos detrás el día de abril en que nos conocimos sino porque desde ese día en adelante siempre pusimos los ojos en las mismas cosas. (Me gusta pensar que es también lo que aprendimos a mirar juntas lo que hace que Valeria pudo prestarme sus ojos).

La respuesta llegó precisa. Junto con una serie de fotocopias debidamente fotografiadas y mandadas por correo electrónico para que yo también pudiera recorrer parte del libro que –ahora estaba segura– no lo nombraba a XX. 

Antonia García Castro