Mujer leyendo - Guillermo Martí Ceballos
El regalo de leer
Que una amiga me hiciera el importante encargo de copiar un ejemplar de un libro que solamente se encuentra en la Biblioteca Nacional de Santiago era todo un desafío para mí. Primero porque yo jamás había entrado a esa biblioteca a pedir libro alguno. No trabajo ni he trabajado nunca en investigación, de modo que se trataba de hacer un trámite que sólo había visto en películas policiales. Pero eso no me asustaba tanto porque me desempeño en la administración y algo he aprendido sobre cómo lidiar con la burocracia sin parecer una total tarada. De modo que de alguna manera iría a llegar al famoso libro.
La
complicación vino cuando supe que no se permitía fotocopiar más de treinta
páginas y el libro tenía más de cien. Entonces me correspondería la
responsabilidad de evaluar. ¿Cómo iba yo a hacer eso? ¿Cómo evalúo yo un libro
que no voy a leer para una investigación que no voy a hacer? ¡Qué brutalidad si
se me pasara alguna página esencial! Pero firme en mi tarea y con mi mejor
sonrisa, me senté en ese salón a recorrer el tan codiciado relato. Y sucedió
una transformación. Lo abrí y me conmovió lo primero que leí que no era ni
siquiera parte del texto. Decía “Ediciones Universidad Técnica del Estado”. Fue
como asomarme a otra época. Una década en que ese tipo de publicaciones se
encontraba en todas partes. El libro era pequeño, con letras grandes. Sencillo.
Con ilustraciones entre cada capítulo. Como era corto, decidí que tenía la
magnífica oportunidad de leerlo. Y a través de las páginas, comenzaron a
desfilar muchas imágenes. Un afiche “La muchacha universitaria” que había visto
hacía poco en el Museo de la Solidaridad Salvador Allende. La novela “La base”
de Luis Enrique Délano con esa hermosa fotografía de la portada de una joven
con el puño en alto. Y a lo largo de la narración, reflorecieron las tantas
conversaciones sostenidas con Antonia en tantos lugares. En Santiago, cuando
recién habíamos terminado el colegio y estábamos haciendo en conjunto una
arpillera mientras escuchábamos a Jacques Brel.
Luego, en la rue Vaugirard cuando yo sólo tenía ojos para Albert Camus. También
otras rememoraciones como cuando me acordé tanto de ella hace poco porque encontré
por fin la película Rosa Luxembourg que ella me había recomendado ¡veinte años
atrás! Entonces, comencé mi trabajo editorial: “esto le va a interesar”, “esto,
no creo”, “esto de acá, la verdad es que no dice mucho sobre lo que me encargó,
pero igual fotocopiaré porque seguro le gustará leerlo”. Y no fue tan difícil. Una
historia conjunta de compartir e intercambiar hicieron posible leer un libro
con su perspectiva, pero también desde mi propia emoción.
Quizás
pude hacerlo porque tengo el entrenamiento que nos dio a algunos chilenos –a
miles de chilenos– el hecho de estar por siempre separados de los seres más
queridos y que nos obliga, en las escasas ocasiones en que nos encontramos, a vivir en pocas horas el afecto de años. Si con
Antonia tuviéramos una rutina juntas, tal vez no habría tenido yo la capacidad
de realizar una labor así. Porque seguramente conversaríamos de modo más
superfluo y no tendríamos una dimensión real de lo que motiva a la otra en lo
más profundo. Pero nuestra amistad no ha
podido tener una historia de fotografías en fiestas, asados o cumpleaños. Y
para encontrar un registro a través del tiempo, tenemos que recurrir a momentos
que podemos compartir a la distancia: una
película, una canción, un libro.
Valeria Matus
Los ojos de Valeria
Hace unos días descubrí que un libro
publicado en 1972, importante para un trabajo que estoy haciendo, estaba en la
Biblioteca Nacional en Santiago. Venia rastreándolo y no aparecía en portales
de venta de libros usados. Tampoco aparecía reeditado. En el portal de la
Biblioteca, en cambio, el libro figuraba correctamente catalogado y, además,
disponible.
Había un problema. Yo no estaba en
Santiago. (No estaba ni estaría hasta cierto tiempo). Había un segundo
problema. La persona que habitualmente me representa amorosamente en estos
casos, ya había trabajado este mes en calidad de “representante” y no me
parecía hacerle un nuevo encargo.
Pensé mejor la cosa. Lo que yo más
necesitaba en relación a ese libro (un libro basado en hechos reales) era
verificar la presencia de una persona en el relato. La cuestión era simple:
este libro, que se llama así, editado en, escrito por y que trata de, ¿menciona
o no menciona a XX? Ese era el dato que yo necesitaba saber con relativa urgencia
e independientemente del interés que me despertaba el libro (mencionara o no
mencionara a XX).
Entonces se me vino en mente el nombre de una
amiga. Valeria. Sólo Valeria (en ausencia de mi representante legal) podía
tener las cualidades requeridas para hacer ese trabajo. Sin duda el tema podía
interesarle. Sin duda Valeria amaba los libros tanto o más que yo. Sin duda
Valeria tenía el humor necesario, además del cariño, para decidir que un día de
reposo podía ser dedicado a las excentricidades de una amiga.
Quizás sea porque siendo jóvenes nos tocó
estar sentadas en un mismo banco, escuchar a los mismos profesores, redactar
composiciones sobre mismos temas, tomar el lápiz y encarar la hoja blanca a la
misma hora, padecer de ciertas nostalgias, imaginar ciertas compensaciones,
reírnos de ciertas ocurrencias, el hecho es que me parecía que Valeria podía no
formalizarse con el pedido e incluso tomarlo con cierta naturalidad. Cosa que
hizo. Y eso fue lo primero que, desde lejos, le agradecí. La naturalidad con
que se lo tomó, como si hubiera en el pedido una suerte de evidencia. Como si una
persona pudiera, y fuera cosa normal, leer un libro en lugar de otra.
Ese día vi muchas cosas. Un limonero, una
taza de café, el cielo gris, la Luna, una pantalla de computador con un texto
adentro y una nota al pie que estaba esperando la respuesta de Valeria. Entre
una cosa y otra, la vi también a Valeria, me la imaginé entrando en la
biblioteca, pidiendo el libro, tomándolo con sus manos, abriéndolo. Y pensé
también que la escena era posible no tanto por todo ese pasado que ambas ya
teníamos detrás el día de abril en que nos conocimos sino porque desde ese día
en adelante siempre pusimos los ojos en las mismas cosas. (Me gusta pensar que
es también lo que aprendimos a mirar juntas lo que hace que Valeria pudo
prestarme sus ojos).
La respuesta llegó precisa. Junto con una
serie de fotocopias debidamente fotografiadas y mandadas por correo electrónico
para que yo también pudiera recorrer parte del libro que –ahora estaba segura– no
lo nombraba a XX.
Antonia García Castro