A mis amigos trato de
eximirlos de mis obsesiones. Nos vemos poco y a veces los encuentro sobrepasados
por las circunstancias, peleando palmo a palmo para no caer abatidos. No siempre
sucede pero cuando ellos están monotemáticos prefiero ahorrarme y ahorrarles
mis extravíos o, sin ir tan lejos, dejar de lado mis preferencias, que no son
las de ellos. Por ejemplo: me encantaría explorar con Damien el hecho de que
tal vez nuestros antepasados se cruzaron en más de una ocasión a lo largo de la
historia de la isla, los míos recibiendo a los suyos tras el naufragio de los
buques españoles de la Armada Invencible. Pero Damien se aburriría pronto, y a
Sean tampoco le interesa el tema de los legados. A quien sí le gustaría es a
Glen, pero el Vikingo es demasiado nómade y anda de acá para allá haciendo
plata para comprar el terreno donde un día, asegura, se afincará y
conversaremos tantas cosas.
Mientras tanto, cada uno a
su turno, los tres vuelven a preguntarme por Nancy. Se ve que no me oyen,
porque ya no sé en qué idioma decirles que nada me ata a Nancy (tampoco se
escuchan a ellos mismos que son quienes habitualmente traen y comparten
noticias frescas de la susodicha). Y se nota que tampoco me leen: no pido que
lo hagan siempre pero si cada tanto me leyeran, sabrían que considero que mi
hermana sufre el “síndrome de hija única”. Tampoco quiero meter el dedo en sus
llagas y preguntarles cómo andan sus hermanas y hermanos, qué saben realmente de
sus vidas, cuándo fue que fraternizaron por última vez. De todos modos,
entiendo que no hay maldad en sus requerimientos, tan sólo una inocente idea de
lo fraterno como continuidad sin conflictos desde la infancia compartida hasta
este presente en que todos andamos como planetas errantes, orbitando ingrávidos
en diferentes galaxias.
Se los digo aquí, queridos
amigos: fraternidad y errancia son los términos en que experimentamos la
hermandad en la vida real. ¿O acaso no somos “como hermanos” porque anduvimos
vagando y deambulando, perdiéndonos y volviéndonos a encontrar varias veces en senderos
y encrucijadas diversas? El camino, no la sangre, nos empujó a la fraternidad. Luego,
la hermandad nos llevó a errancias compartidas, en las que los hermanos no
siempre estuvieron.
O lo hicieron pero vicariamente,
sustituyendo o pretendiendo reemplazar al hermano ausente. Entiendo que Nancy
participó de muchos momentos, más que ningún otro hermano o hermana, pero recuerden
ustedes que esto no funcionó nunca de manera recíproca. Para ser más claro:
nuestros hermanos, y en especial Nancy, mantuvieron cerradas las compuertas de
sus propias errancias y eso clausuró las chances de ampliar el círculo de las
fraternidades.
Y cuando alguna vez
logramos sortear el cerrojo, fuimos injuriados impiadosamente y finalmente
arrojados de vuelta al otro lado de la cerca (por aquellos años soñé que Nancy
me ahorcaba). Como dije, no quiero abrumarlos con mis inquietudes pero, ¿no les
recuerda la empalizada con la que los ingleses amurallaron Dublín para mantenernos
aparte a los irlandeses y evitar el contagio de la cultura gaélica? Aunque no
me lo crean, el “síndrome de hija única” tiene algo de conquista, colonización
y apartheid. Funciona un poco como la Corona Británica: consigue mantener
intactos sus empelucados rituales al costo de no tener nunca un par. Allá
ellos. Se pierden la dicha de la trashumancia y la hermandad que surge de sus
jornadas compartidas.
Neil Collins