M. era un joven como tantos en Osorno
en los años 60. Trabajaba como empleado del Banco del Estado y tenía como novia
a una muchacha de buena familia. Una existencia muy normal hasta que se destapó
un hecho algo escandaloso para su medio: M. y un colega, llevaban un tiempo
robando billetes, que iban extrayendo de a poco, luego de cada jornada. Entonces
la existencia muy normal se vio quebrada por una condena a varios meses de
prisión. Sin embargo, la novia, esa muchacha de bien, se mantuvo fiel. Lo
visitó todos los días y le llevaba un plato de comida. Cuando salió de la
cárcel, contrajeron matrimonio. Pero faltaba algo más difícil de reanudar: el
trabajo.
Y apareció alguien que venía de una
historia muy distinta: don Max. Don Max era alemán y había llegado muy joven al
sur de Chile a finales de la década del 30, huyendo del fascismo, con su
pequeña hija. La madre de la niña había muerto en Europa. Se quedó en Chile, donde
volvió a casarse y tuvo cuatro hijos más. Cuando M. fue liberado, don Max ya había
hecho una fortuna con una empresa constructora. Entonces, ofreció a M. un
puesto. “¿Y por qué no darle una
oportunidad?” respondió, sin más, a los que preguntaron.
Cuando don Max murió, uno de los
hijos asumió la gerencia. Su primera decisión fue despedir a quien había sido
el brazo derecho de su padre. M. intervino en su defensa, alegando que era un
tremendo error quedarse sin el hombre de confianza. No solamente se trataba de
la persona que mejor conocía el negocio, sino porque significaba dejar en la
calle a alguien que había sido, por tres décadas, de una lealtad intachable.
Era una resolución, además de estúpida, inhumana. M. fue despedido también. Y
mientras la herencia de don Max era despilfarrada en casinos y autos de lujo,
la señora de M. tuvo la idea de tomar pensionistas –habían adquirido una casa
con varias habitaciones que de algo podía servir– y asumió las riendas de
obtener el ingreso necesario.
“Siempre me
ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno
solo… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo”, explica Svetlana Alexievich,
escritora que se ha dedicado al oficio de entrevistas. Cuando el obispo Myriel
no delata por hurto a Jean Valjean, celebramos la grandeza humana. Pero la
historia de M. no fue escrita por Víctor Hugo. Fue relatada por mi madre, un
día con una copa de más, porque nadie en estado sobrio cuenta que, hace
cincuenta años, un amigo estuvo preso por ladrón. Pero también porque nadie puede
explicar los puntos de inflexión que tienen las vidas reales ni cómo se
conjugan en ella tantas dimensiones diferentes. Ambicionar, mentir. Proteger,
agradecer. Amar de más, amar de menos. Cuidar y descuidar. Arriesgar. Todo
puede caber en un ser humano de alguna forma y bajo razones que buscamos
comprender en las novelas o las películas. Grandezas y bajezas, incoherencias y
consistencias, son interrogantes que nos resuelven los personajes de ficción.
Pero las cosas realmente ocurren, como dice la bielorrusa, ahí. En cada uno.
Valeria Matus