“Pasaron cuatro días y la palabra muerte no la toca”.
Demetrio Iramain
Para M. L.
Una canción muy conocida del querido Rubén Blades dice que “si naciste pa’martillo… del cielo te caen los clavos”. Así me sucedió a mí ayer. Solo que no fueron clavos sino zapatos. Un par de zapatos negros de bailar tango.
El cuento que muchas conocemos dice que los zapatos eran rojos y que con esos zapatos se bailaba hasta morir. El cuentito era más bien de terror y el amor al baile se pagaba caro. Pero hoy la historia es otra y el color es lo de menos.
Sucede que vengo de una familia en la que se baila.
Lucho bailaba. El mismo Lucho que no podía bailar, bailaba. Tenía una deformación en el pie que no era compatible con la danza. Sin embargo, todos los que bailamos sabemos que no se baila con los pies sino con algo que vive dentro nuestro. Lucho sabía. Y bailó. La porfía se le presentaba así. Sonriente y pícara. Danzarina. De igual forma se le presentó a su hija, mi madre, gran bailarina de cueca y otras danzas. Hasta donde puedo recordar días antiguos y otros más recientes, mi madre siempre es feliz cuando baila. También lo fue mi tía. Esa diosa. La más renombrada. Mi tía-abuela. Bailarina de tango ella. Como yo. Lo digo con una sonrisa estilo Lucho. Mirándome la punta del pie. Es decir los zapatos. Negros.
A veces, como en el tango (por ejemplo en “Pavadita”), la vida hace pausas. Ayer le oí decir a una profesora que esas pausas se bailan. Más bien: son parte del baile y un momento de complicidad con quien se está bailando. Creo en eso con todas mis fuerzas porque… no se baila con los pies. No se baila con los pies pero –el tango– se baila con zapatos. Por el desliz. Porque el tango es desliz. Así fue como tras una pausa que duró una cantidad interesante de años se me vino la idea peregrina e irresistible de retomar el tango más o menos ahí donde lo había dejado (no pongo comas a propósito). Y en el día de ayer se presentó una magnífica oportunidad pero… no tenía zapatos.
No tenía zapatos pero tenía amiga. “¿Cuánto calzas?” no parece, en principio, una pregunta que siembre esperanzas o que infunda valor. Sin embargo resultó ambas cosas. Todo lo que siguió fue mágico. Porque mi amiga también es bailarina y también sabe de pausas. Y sabe conducir un auto y el camino que va de su casa a mi barrio, que es también su barrio, y todo lo que es dicho, es hecho, y así fue como me ofrendó en préstamo sus zapatos de tango para que ellos –y de paso, yo– siguieran, siguiéramos bailando.
Ahora más bonito que antes.
Por la belleza del gesto (suyo).
Por ese largo andar (de los zapatos).
Por la sonrisa que fue de ambas.
A.