Para quienes somos –antes que cualquier otra cosa– lectores no hay gozo más pleno que descubrir a una escritora o escritor de los que hasta entonces nada sabíamos, pero que a partir de leerlos nos resultan indispensables. Si uno llegó hasta sus textos recomendado por algún otro miembro de la cofradía lectora, ese gesto de generosidad queda en nuestra memoria grabado como una muesca, y si lo descubrimos por las propias entonces tenemos la necesidad de compartir el hallazgo.
Llegué a Penelope Fitzgerald por la deliciosa película “La librería”, que está basada en una de sus novelas que toman como punto de partida situaciones que vivió la propia escritora. Penelope descendía de una familia de eruditos, así que no es extraño que pensara que “Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida y, como tal, no hay duda de que debe ser un artículo de primera necesidad”.
En “A la deriva” no hay casi libros porque la protagonista y sus hijas viven en una barcaza estacionada en uno de los canales del Támesis. Esto ocurre a inicios de los ´60, y el clima de esos años se palpa en la pequeña comunidad que comparten el peculiar hecho de vivir “Ni en tierra ni en mar”. “Voces humanas” también se ocupa de una reducida colectividad solidaria, en este caso la de las trabajadoras y funcionarios de la BBC durante los bombardeos alemanes de fines de 1940 y los primeros meses de 1941. Allí el encargado de la biblioteca musical le aconseja a una nueva empleada de la emisora que debía dejar las emociones a un lado, pues “El asunto de la música es la música”.
Dos cosas queremos decir antes de proseguir. Nos resulta curioso que no se hayan hecho sendas películas con los materiales que Fitzgerald brinda en estas otras dos novelas basadas en sus propias experiencias, sobre todo luego del gran trabajo de adaptación que hizo que muchos espectadores pudieran disfrutar de “La librería”. La segunda es que aquel consejo del bibliotecario musical puede aplicarse a la literatura pero, al igual que con la música, hasta un punto.
Si bien Penelope Fitzgerald trabajó cada uno de sus textos siguiendo esa línea donde -parafraseándola- podríamos decir que el asunto de la literatura es la literatura (y por ello ninguno de sus libros se parece a los demás), nadie puede pedirnos que no nos involucremos emocionalmente con los exquisitos personajes que ella creó ni que dejemos de estar pendientes de lo que va a ocurrirles en las azarosas circunstancias en que los colocó para su dicha o su desdicha.
Como dice el crítico Terence Dooley, en Fitzgerald “Hay un generoso optimismo, una amabilidad y una dulzura evidentes en el tratamiento de los personajes, a pesar de lo difícil de sus temperamentos y a pesar de los caprichos del destino, que, de todas maneras, contribuye en última instancia a lograr la felicidad del lector”. Cierto, pero acaso lo sentí menos en la que para muchos es su obra mayor, “La flor azul”, no porque esté ausente esa ternura sino por el agobiante ambiente alemán.
En cambio, el entorno italiano donde se desarrolla “Inocencia” tiene un encanto arrollador donde “Siempre hay momentos en la vida en que la compasión consigue que las personas abran su corazón a los demás. Responder a esa franqueza puede ser un error, pero no responder solo es ingratitud”. Que además Fitzgerald se haya tomado la libertad de incluir en la misma al último Antonio Gramsci, al que ya estaba muy enfermo y le quedaban pocos días de vida, y que el teórico comunista sea capaz de contradecirse y franquearse con un viejo camarada reaparecido de entre las brumas de su lejano pasado turinés, habla de su genialidad:
“En 1927, cuando me trasladaron de Ustica a Milán, me permitieron plantar unas cuantas semillas de achicoria, y cuando brotaron tuve que decidir si quería seguir a Rousseau y dejarlas crecer según las directrices de la naturaleza o si prefería intervenir en su desarrollo en nombre del conocimiento y el dominio del hombre sobre las cosas. ¡Lo único que yo quería era una buena mata de achicoria! Es inútil querer ser doctrinario en semejantes circunstancias”.
Y así, de embeleso en embeleso, llegamos a la novela más rusa que conocemos que haya sido escrita por alguien no nacido ni criado en la santificada Madre Rusia. Se trata de “El inicio de la primavera”, donde una vez más los personajes se hallan sometidos a la presión de una época convulsa –1913– y a los requerimientos y mordaces comentarios de niñas y niños que, como en sus demás libros, aparecen con una voz y un pensamientos propios que ya quisieran tener muchos adultos.
Hablamos, en fin, de una mujer que recién publicó su primer ensayo a los 58 años, su primer novela a los 61 y la última a los 79. Una escritora que merece el ávido altar de la lectura feliz.
Carlos Semorile