miércoles, 21 de agosto de 2024

De un cuerpo a otro

Quienes somos lectores adquirimos hábitos extraños, como el desaconsejado gesto de prestar libros que acaso nunca volvamos a ver, o el menos riesgoso de aconsejar lecturas, pero sin ceder el ejemplar querido: así creemos seguir siendo generosos sin necesidad de poner en riesgo nuestro patrimonio libresco. En muchos lectores esta generosidad nace con las primeras líneas que provocan su fascinación, y comienzan a pensar en quiénes más podrían apreciar lo que ellas irradian.

Toda recomendación entraña, desde ya, un riesgo: lo que tanto nos ha gustado podría no agradar a otras lectoras y lectores en los que uno pensó. Pero es una apuesta que repetimos con tozudez porque si bien es probable que nuestra sugerencia provoque inclusive rechazo, también confiamos en todo aquello que compartimos y que de alguna manera nos hermana. ¿Qué pasará si lanzo un prudente encomio de “Un fantasma en la garganta”, el primer libro en prosa de la poeta Doireann Ní Ghríofa?

Ella es una irlandesa nacida en 1981, y aquí cuenta la crianza de sus hijos pequeños (dos en el cole, el otro es un bebé) atravesada por los extenuantes quehaceres cotidianos del hogar. En los últimos años son muchas las autoras que dieron cuenta de la brecha entre el deseo de ser madres y la fatiga que sobreviene tras el nacimiento del hijo, pero hasta ahora “El nudo materno” (1976), de Jane Lazarre, sigue siendo la mejor reflexión respecto de la ambivalencia entre la dicha y el agotamiento.

Lo que vuelve singular al libro de Doireann es justamente ese “fantasma en la garganta” que representa su reencuentro con una voz femenina que conoció por la currícula de la primaria, pero que la deslumbró en su adolescencia. Se trata de un poema escrito en 1773 por “una de las últimas nobles del antiguo orden irlandés” luego de que su amado marido fuera asesinado por soldados ingleses. Al recuperarlo e investigar y escribir sobre la vida de su autora, sus días dan un vuelco:

“Hay muchos momentos de la vida de Nelly que no me permitiré esbozar en ausencia de pruebas, porque parecería una intrusión o un robo. Cada vez que no alcanzo a imaginar el vacío en el que debería haber una pieza del rompecabezas, miro hacia su periferia. En lugar de recrear los detalles íntimos del noviazgo de Nelly y Art, pienso en el ritmo imperceptible en el que tiene lugar la palabra, entre su articulación y su audición. Bosquejo a la pareja por separado, en lugar de juntos. Primero el impulso, el pulso, la necesidad. Luego la sonrisa, la travesura, un destello de deseo. A continuación el papel, la pausa de la pluma, la vacilación, el goterón: mancha, mancha. El esfuerzo humano por articular un deseo y un amor. El rasguño de la plumilla sobre el papel, el parto líquido y la floritura de las letras, cada una conectada a la siguiente, palabra tras palabra, y todos los pequeños espacios entre ellas. El papel sellado y enviado, en camino. El extraño silencio entre la partida de una carta y su entrega, ese curioso trance después de que las palabras se hayan imaginado y plasmado sobre el papel, pero antes de que sean leídas. La letra como cinético objeto de deseo, en movimiento de un cuerpo a otro. Estos espacios entre Nelly y Art son todo lo que me permito ver. Como después de que una carta hubiera partido, podrías quedarte mirando por la ventana, imaginándola en manos de tu amante, y tus propias palabras moviéndose silenciosas en los labios de otro”.

Desde luego hay mucho más en el texto de Doireann Ní Ghríofa, que es muy rico en su manera de abordar “El lamento por la muerte de Art Ó Laoghaire” que escribió Eibhlín Dubh Ní Chonaill. No nos asustemos con los nombres y escuchemos, nosotros también, ese “parto líquido y la floritura de las letras” del deseo y las cartas que van de un cuerpo a otro.

 

Carlos Semorile

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 9 de agosto de 2024

Pienso que en este momento...

 

Pienso que en este momento

tal vez nadie en el universo piensa en mí,

que sólo yo me pienso,

y si ahora muriese,

nadie, ni yo, me pensaría.

Y aquí empieza el abismo,

como cuando me duermo.

Soy mi propio sostén y me lo quito.

Contribuyo a tapizar de ausencia todo.

Tal vez sea por esto

que pensar en un hombre

se parece a salvarlo.

 

 

Roberto Juarroz

 

martes, 6 de agosto de 2024

Los peces de noche

  

Hoy escuché lo que hacen los peces por la noche

-¿Y qué hacen?

 

Heinz Janisch;

Una nube en mi cama

 

 

Ayer supe de los peces.

 

Por las noches juegan a fabricar soles.

Es una costumbre muy antigua, ya lo hacían los abuelos peces. Y parece ser que desde aquellos tiempos, el juego es así:

Se reúne un grupo. Deben ser amigos de verdad para que la alegría del triunfo llegue a todos por igual.

Primero se cuentan las cosas lindas del día. Así se animan y juegan con más ganas.

Hacen una ronda para poder verse las caras.

Empiezan a soplar burbujas hasta que les salen grandes y redondas como la luna llena.

Preparados, todos juntos abren sus bocas y… uno, dos, tres… Sale una ronda de burbujas.

 

Las burbujas suben hasta la superficie.

Las burbujas salen del agua.         

Las burbujas se elevan por el aire hasta que los peces las pierden de vista.

Una va hacia una estrella, otra va hacia una constelación, otras se encantan de alturas y allí se quedan, flotando.

La ronda se desarma porque cada burbuja inventa un camino distinto. El cielo se puebla de pequeños planetas transparentes.

 

Los peces esperan.

 

Las burbujas siguen su sendero celeste hasta que algunas pocas alcanzan a entrar en una fuente de luz.

Entonces, las que logran llegar a esta etapa del juego, se abren como  ostras translúcidas y cargan en su interior toda la luz que esa estrella les regala. Se vuelven a cerrar.

 

Las burbujas comienzan a bajar. Unas, vacías. Otras, repletas de brillo.

 

Los peces esperan.

 

Las esferas con luz se acercan a la superficie del mar.

Este es el momento más difícil del juego porque al rozar el agua, muchas explotan. Incluso las que vuelven refulgentes. Nada más que una, o dos, o tres, se mantienen enteras al sumergirse.

 

Los peces son tan felices.

 

Las luces redondas iluminan de estrellas la noche del mar. Para ellos es el día, hasta en las profundidades más negras.

Como pelotas cargadas de cielo rebotan en el fondo y vuelven a subir, juegan con el pez que les dio su aire. Los demás jugadores también están contentos porque no importa quién haya ganado, ¡la noche se les ilumina en un instante!

 

Más tarde, las burbujas de los peces ganadores también explotan y se desparrama su fulgor entre todos los vecinos del océano.

 

Es un juego de peces, de peces que juegan en la noche.

 

 

María Emilia Alcoba