“Nos queda quizás algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
Nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad de una costumbre,
A la que le gustamos, y permaneció, y no se fue.
Oh, y la noche, y la noche…”
R.-M. R.
“Nos queda quizás algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
Nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad de una costumbre,
A la que le gustamos, y permaneció, y no se fue.
Oh, y la noche, y la noche…”
R.-M. R.
Debido a su vecindad con el Hipódromo de Palermo, nuestro Bajo Belgrano supo estar plagado de “studs”, es decir de aficionados a los pingos que le daban al escolazo y, entre trago y apuestas, también había guitarras y canto.
Después llegó el progreso y “El Bajo” se llenó de oficinas, cafés de diseño y un tráfico insufrible. Pero, como en “Asterix”, la identidad del barrio resiste y en los mediodías, detrás de la cortina cerrada de un “yerta”, se deja oír el sonido tenaz y melodioso de un saxo. Lo escuchamos muchas veces al pasar a gamba o en bici, pero no sabíamos que se trataba del propio dueño del local, músico él, lo mismo que sus hijos, su sobrina, amigos y hasta algún que otro cliente.
El sábado pasado, por tercera vez desde el 2022, siempre los 21 de septiembre, hubo música en el taller mecánico de Marcelo, acondicionado con una tarima para los intérpretes, espacio para las sillas de amigos y vecinos, y hasta una barra donde aprovisionarse de bebidas.
Era como estar en un bar,
pero sin garpar: había micrófonos y bafles, un sonidista, luces varias e
inclusive una “bola de boliche”, si es que todavía semejante rejunte de
palabras le dice algo a la lectora o lector contemporáneo.
Lo que más había, sin embargo, era entusiasmo, palabra cuya etimología –como no cansa de explicar Mauricio Kartun– remite a “en tu Zeus”, es decir a estar bendecido por estar en contacto, en este caso, vía música, con tu dios.
Estaban entusiasmados los músicos, muchas y muchos, cantantes e instrumentistas, solistas o en dúos o tríos, y hasta en tumultuosa banda. Y entusiasmados estábamos quienes tuvimos el placer de escucharlos.
Se tocó de todo y de todo se cantó (milongas, zambas, boleros) y también hubo un ramillete de damas afines en sus ganas de bailar algunas piezas que invitaban a hacerlo: alguna samba, algún reggae y hasta “Mack, the knife”.
Hermosas voces las de los
muchachos jóvenes (dos registros bien distintos, ambos afiatados y hasta
corajudos: ¡hay que cantar “Nada” y salir airoso!), y asimismo las de los
jóvenes más crecidos: la bolerista y el trovador escorpiano.
La bolerista fue presentada de este modo y, como tal, nos llevó del arrebato al despecho; el trovador se confesó escorpiano irredento, y en un gesto de caridad plutoniana nos advirtió que todo, absolutamente todo tiene un final.
Seríamos unas 70 personas. Puede que más: 90 entre los apoltronados y los que entraban y salían, o permanecían más cerca de la entrada, y nadie se fastidió por las demoras habituales entre un número y el siguiente.
¡Cómo iba a chivarse nadie
si la estábamos pasando bárbaro! Era una noche divina (de esas de andar en
remerita y bucito) y cantábamos juntos “Seminare”, “Luna tucumana” o “Veinte
años”, celebrando el 21 de septiembre.
La orquesta de vientos, violines y tambores merece una semblanza aparte por la fuerza, la onda y el ritmo que pusieron en cada tema: si alguna o alguno llegó al convite medio descompaginado, de seguro salió “ajustado” y riendo. Porque esa noche, en el taller de Marcelo, hubo mecánica, pero de almas.
Carlos Semorile
La Valija Azul es el nombre de una biblioteca
itinerante creada por un grupo de ex alumnos de la Escuela Normal Fray Justo
Santa María de Oro de Jáchal hace exactamente un año. Desde entonces, los
martes y jueves por la mañana llevan sus libros a los chicos que esperan ser
atendidos en la Sala de Pediatría del hospital norteño. A la par crean
microprogramas con textos literarios que se emiten por las radios Activa y 10.
Una apuesta creativa que sigue creciendo. (LEER NOTA COMPLETA AQUI)
Acerca de lo des-hecho
En el día de ayer me encontré a la palabra esperanza y a la palabra palabra tiradas en el piso. Ambas yacían al pie de la pared azul. Una mirada rápida dejó establecida la inocencia de la lluvia. La lluvia puede diluir engrudos y despegar papeles pero no arrancar palabras y preguntas enteras. Que Quasimodo y su creador me perdonen pero daba la impresión de que un personaje así había enrollado los papelógrafos al revés de los cristianos, sacándolos del muro, transformándolos en bollo. Sin destruirlos del todo. No solo por inepcia sino más bien porque ciertas cosas no se pueden destruir. En eso pensaba, y también en Alekos Panagoulis, mientras recogía los papeles que fueron a parar a un bolso, atravesaron las calles y llegaron hasta esta mesa para ser sometidos a un examen minucioso. ¿Algo de eso podía ser salvado? Resultó que sí y ahora lo deshecho descansa bajo el peso de varios diccionarios capaces de resucitar papeles y letras. A palabra le faltan dos letras. Esperanza está completa. También lo está alegría que yacía un poco más lejos y fue vista después. En unos días nos reuniremos con quienes corresponde y sabremos qué hacer. Pero hoy el pensamiento persiste. Ciertas cosas no se pueden destruir. Quizás porque no son cosas. Tampoco son personas. Quizás sea la parte de las personas que no puede morir. Y no porque no se haya intentado. Son siglos de intentos fallidos poniendo todo a disposición para esa destrucción. Los inventos más sofisticados. Todos los ejércitos del mundo. Tanques y carros. Toda la maquinaria del dolor. También el miedo, la angustia. Y esto nada tiene que ver con el sátrapa de la esquina sino con quienes todo lo aplastan incluyendo al sátrapa de la esquina. Y aunque mirado de cierta manera esos son los que imponen y los que mandan, quizás no esté de más recordar que no logran jamás plenamente su cometido. Algo se les escapa siempre. Algo que se parece a la esperanza y a la palabra. A salvo de canallas y de estúpidos.
A.