jueves, 31 de enero de 2013

¿Para qué sirve el progreso? por Roberto Arlt


Me tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuánto papanata encuentro por ahí, en cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad me contesta:
- Es que usted no se da cuenta de que progresamos.
Y acto seguido me endilga un discurso sobre el Progreso y la Civilización, que hubiera estado muy bien en tiempos de Juan Jacobo Rousseau, pero hoy no convence a nadie. Y si no, ustedes verán.

CALIDAD DE PROGRESO

La gente se deja embaucar con una serie de términos que en realidad no tienen valor alguno. Estos términos hacen carrera, se convierten en monedas de uso popular y cualquier otario, ante un caso serio, se considera con derecho a aplicarlos a situaciones que no se resuelven con el uso de un vocablo.
Y es que llega un momento en que las palabras asumen el carácter de moda; no interpretan un sentir sino un estado colectivo, quiero decir, un estado de estupidez colectiva.
Veamos esta palabrita Progreso.
De veinte años a esta parte hemos progresado bestialmente. En todos los órdenes. Antes, para vivir, una familia no necesitaba de alto jornal. Una casita de tres o cuatro piezas se alquilaba en cuarenta pesos; una pieza en doce y quince pesos; pero la mayoría de los habitantes de esta bendita ciudad vivían en casas holgadas, con fondo, jardín y parra.
El progreso ha hecho que por esa misma pieza, que pagábamos quince pesos, paguemos hoy cuarenta o cincuenta pesos; que la casa sea sustituida por el departamento, y que el departamento sea un rincón oscuro, con una superficie inferior a la de un pañuelo y donde para decir una mala palabra sea necesario encender la luz eléctrica, porque si no, la palabra no se ve. Hemos progresado.
Antes, una mediana familia tenía quinta con árboles, donde los chicos pudieran embarrarse a gusto, criarse sanos a más no poder. Hoy para los nuevos chicos tenemos un patiecito húmedo y oscuro, donde las ventoleras tienen tantas direcciones que lo menos que se pesca una criatura en un descuido es una “bronca” neumonía. Hemos progresado.

ARTÍCULOS DE CONSUMO

El pan era sabroso y el vino puro. Llegaba fin de año y el último bolichero le mandaba un canastón cargado de aguinaldos. El panadero ídem. Cierto es que no teníamos ómnibus que despachurraban criaturas por las calles, ni subterráneos, ni automóviles brillantes como espejos. El tren de vapor era un medio de traslación formidable, y el coche un lujo. Los días eran tranquilos. Flores era un barrio de quintas, Palermo ídem, Belgrado igual, Caballito también, Vélez Sársfield idénticamente. Quintas, cercos, bardales, madreselvas, glicinas, el aire de los crepúsculos estaba tan embalsamado de flores de verano, que la ciudad parecía un pequeño injerto en la perfección de los campos subdivididos. No había prisa en el vivir. El fonógrafo era un mecanismo insuperable; la radio no se concebía, el teléfono era propiedad de pocos felices, y más que medio de progreso, un lujo. Ud. ciego y sordo podía cruzar tranquilamente las calles, pero la tela de un traje era irrompible, los botines se hacían de cuero y no de cartón, el aceite de oliva no era de lino sino de olivas y el único que se gastaba, los carniceros no sabían dónde tirar el bofe y el hígado; la neurastenia era un mal desconocido, la tuberculosis, ¡hablar de la tuberculosis en aquellos tiempos daba más temor que hoy nombrar la lepra a la que nos hemos acostumbrado! y ciertas enfermedades, que no se pueden nombrar, deshonraban a una familia como el hecho de tener un hijo ladrón o asesino.

HEMOS PROGRESADO

Hoy no. Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto a demostrárselo. Hemos progresado. 
Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie; nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis meses renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro, y a esto ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! ¡Digan ustedes si no es cosa de poner una guillotina en cada esquina!

¿PARA QUÉ?

Puede usted decirme, querido señor, ¿para qué sirve este maldito progreso? Sea sincero. ¿Para qué sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos? ¿Para qué le sirve a la sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de quinientos caballos más moral, una locomotora eléctrica más perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me entiende? Los antiguos creían que la ciencia podía hacer feliz al hombre. ¡Qué curioso! Nosotros tenemos, con la ciencia en nuestras manos, que admitir lo siguiente: lo que hace feliz al hombre es la ignorancia. El resto, es música celestial…


Roberto Arlt




El Mundo, 23 de noviembre de 1929

Nuevas Aguafuertes Porteñas

miércoles, 23 de enero de 2013

El ahora de O-lan. Breve apunte sobre una traducción



“Esto no se dice en castellano”. O en francés. O en cualquier idioma al que se esté traduciendo algo. Esa es una frase relativamente común por parte de los correctores y/o editores cuando examinan una traducción ya realizada. Tal cosa no se dice en el idioma al que se está traduciendo. Por ende, hay que decirla de otra manera. “Local”.

En el marco de los textos que me ha tocado traducir, me ha pasado varias veces que los editores me señalen este asunto del “no se dice”. Hasta ahora la mayoría de las veces esta situación ha tenido que ver con rarezas propias al idioma del autor. Por lo mismo, no me he inmutado. En esos casos respondo a los editores: “en el texto original tampoco debería –según normas y, sobre todo, según costumbres– decirse tal como lo dice y sin embargo el autor así lo dijo”. Y eso es todo.

Pero existen casos especiales. Casos que me han llevado a pensar que la traducción siempre supone (a posteriori) un doble esfuerzo. Esfuerzo del traductor por acercar a un lector un texto inserto en una cultura diferente a la suya; esfuerzo del lector por acercarse a ese texto inserto en una cultura diferente, etc. No me parece que el trabajo de los traductores sea suprimir ese esfuerzo; solo hacerlo más llevadero. Bien. No quiero teorizar. Voy a dar un ejemplo. Lo voy a dar de memoria porque no tengo el texto a mano pero pronto lo volveré a tener y revisaré y llegado el caso corregiré esta nota.

Se trata de una frase de la novela “La buena tierra” de Pearl Buck. La novela ocurre en China, en el mundo rural, trata de la vida de varias generaciones de una misma familia y transcurre en las primeras décadas del siglo XX. En un momento dado, el personaje central Wang, después de múltiples peripecias, grandes sufrimientos, cantidad de dificultades, recuerda a su mujer muerta desde hace ya muchos años. O-lan es el nombre de esa mujer. Estamos más bien hacia el fin de la narración. Wang la recuerda, la evoca. Y se dice así mismo esto que cito de memoria:

“Qué lejos estaba el ahora de O-lan”.

Puede ser que diga: qué lejos estaba el ahora de su mujer. De lo que estoy absolutamente segura es del lugar que ocupa en la frase ese “ahora”.

Acá hay tres maravillas. La de la lengua original, propia a esos campesinos de esa zona de China, en esos momentos (lengua que no conocemos). La manera en que la autora que se expresa en inglés (pero que se crió y vivió largos años en China) nos la hace llegar, nos la restituye. Y la opción del traductor por preservar esa “rareza” que en este caso no está ligada a un estilo especial del narrador sino a toda una cultura que es la de los personajes mismos.

“Qué lejos estaba el ahora de O-lan.”

¿Y qué pasa si un editor viene, raya y dice: “eso no se dice así en castellano”?

Qué pasa si en vez de esa frase nos obligan a poner:
Cuánto tiempo había pasado desde esos momentos compartidos con O-lan.
O: qué lejos estaba esa vida con O-lan.

¿Sigue diciendo lo mismo el texto? ¿Qué es lo que le da su sentido a la oración? ¿Qué es lo que nos revela un sentimiento? Ya que de eso se trata la mayoría de las veces. De revelar un sentimiento. No solo un pensamiento ni frases porque sí.

Yo siento que nosotros lectores podemos entender cabalmente la situación de Wang. Su sentir. Así. Tal cual nos lo dicen en esta traducción. No hace falta que nos lo digan como lo hubiéramos dicho nosotros. Lo que interesa en este cuento es la manera de Wang. Y no hay error. El ahora de O-lan llega al corazón.

(Continuará)

AGC