Me
tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuánto papanata encuentro por ahí,
en cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad me
contesta:
-
Es que usted no se da cuenta de que progresamos.
Y
acto seguido me endilga un discurso sobre el Progreso y la Civilización, que
hubiera estado muy bien en tiempos de Juan Jacobo Rousseau, pero hoy no
convence a nadie. Y si no, ustedes verán.
CALIDAD
DE PROGRESO
La
gente se deja embaucar con una serie de términos que en realidad no tienen
valor alguno. Estos términos hacen carrera, se convierten en monedas de uso
popular y cualquier otario, ante un caso serio, se considera con derecho a
aplicarlos a situaciones que no se resuelven con el uso de un vocablo.
Y
es que llega un momento en que las palabras asumen el carácter de moda; no
interpretan un sentir sino un estado colectivo, quiero decir, un estado de
estupidez colectiva.
Veamos
esta palabrita Progreso.
De
veinte años a esta parte hemos progresado bestialmente. En todos los órdenes.
Antes, para vivir, una familia no necesitaba de alto jornal. Una casita de tres
o cuatro piezas se alquilaba en cuarenta pesos; una pieza en doce y quince
pesos; pero la mayoría de los habitantes de esta bendita ciudad vivían en casas
holgadas, con fondo, jardín y parra.
El
progreso ha hecho que por esa misma pieza, que pagábamos quince pesos, paguemos
hoy cuarenta o cincuenta pesos; que la casa sea sustituida por el departamento,
y que el departamento sea un rincón oscuro, con una superficie inferior a la de
un pañuelo y donde para decir una mala palabra sea necesario encender la luz
eléctrica, porque si no, la palabra no se ve. Hemos progresado.
Antes,
una mediana familia tenía quinta con árboles, donde los chicos pudieran
embarrarse a gusto, criarse sanos a más no poder. Hoy para los nuevos chicos
tenemos un patiecito húmedo y oscuro, donde las ventoleras tienen tantas
direcciones que lo menos que se pesca una criatura en un descuido es una “bronca”
neumonía. Hemos progresado.
ARTÍCULOS
DE CONSUMO
El
pan era sabroso y el vino puro. Llegaba fin de año y el último bolichero le
mandaba un canastón cargado de aguinaldos. El panadero ídem. Cierto es que no
teníamos ómnibus que despachurraban criaturas por las calles, ni subterráneos,
ni automóviles brillantes como espejos. El tren de vapor era un medio de
traslación formidable, y el coche un lujo. Los días eran tranquilos. Flores era
un barrio de quintas, Palermo ídem, Belgrado igual, Caballito también, Vélez
Sársfield idénticamente. Quintas, cercos, bardales, madreselvas, glicinas, el
aire de los crepúsculos estaba tan embalsamado de flores de verano, que la
ciudad parecía un pequeño injerto en la perfección de los campos subdivididos.
No había prisa en el vivir. El fonógrafo era un mecanismo insuperable; la radio
no se concebía, el teléfono era propiedad de pocos felices, y más que medio de
progreso, un lujo. Ud. ciego y sordo podía cruzar tranquilamente las calles,
pero la tela de un traje era irrompible, los botines se hacían de cuero y no de
cartón, el aceite de oliva no era de lino sino de olivas y el único que se
gastaba, los carniceros no sabían dónde tirar el bofe y el hígado; la
neurastenia era un mal desconocido, la tuberculosis, ¡hablar de la tuberculosis
en aquellos tiempos daba más temor que hoy nombrar la lepra a la que nos hemos
acostumbrado! y ciertas enfermedades, que no se pueden nombrar, deshonraban a
una familia como el hecho de tener un hijo ladrón o asesino.
HEMOS
PROGRESADO
Hoy
no. Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto a demostrárselo.
Hemos progresado.
Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie; nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis meses renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro, y a esto ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! ¡Digan ustedes si no es cosa de poner una guillotina en cada esquina!
Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie; nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis meses renovamos un traje; cada año nos deterioramos más el estómago, los nervios, el cerebro, y a esto ¡a esto los cien mil zanahorias le llaman progreso! ¡Digan ustedes si no es cosa de poner una guillotina en cada esquina!
¿PARA
QUÉ?
Puede
usted decirme, querido señor, ¿para qué sirve este maldito progreso? Sea
sincero. ¿Para qué sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos? ¿Para
qué le sirve a la sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de
quinientos caballos más moral, una locomotora eléctrica más perfecto, un
subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le dan a usted salud,
perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me entiende? Los
antiguos creían que la ciencia podía hacer feliz al hombre. ¡Qué curioso!
Nosotros tenemos, con la ciencia en nuestras manos, que admitir lo siguiente:
lo que hace feliz al hombre es la ignorancia. El resto, es música celestial…
Roberto Arlt
El Mundo, 23 de noviembre de 1929
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