Mónica sale de hacer un trámite en pleno microcentro,
y camina hacia el hórrido “metrobús” bajo la canícula porteña. Avanza por
Tucumán cuando de repente se topa con una escena de película: una decena de
jóvenes, muchachos y adultos se arrebatan revisando los títulos de una montaña
de libros que rebasan un container custodiado por unos laburantes.
Al principio, nada está muy claro: cómo llegaron
hasta allí esos volúmenes, y quién o quiénes administran ese aquelarre de lectores
abalanzados sobre el material? Alrededor, mientras tanto, los oficinistas,
los profesionistas, pasan indiferentes a esta colmena que examina rápidamente y
descarta, que hojea con fruición y, de alguna manera, se las arregla para
asegurarse las obras escogidas. No hay tiempo que perder, se dice Mónica a sí
misma, y alcanza a manotear Las olas de Virginia Woolf, uno de un escritor
chileno, y otro de su amado Onetti. A su lado, temiendo acaso un malentendido,
una señora le advierte que debe pagarle a los obreros. Mónica le muestra su
cosecha a uno de los trabajadores, y este le dice que son quince pesos. Quince
pesos, piensa Moni: “Menos que un café!”
Cuando horas después me lo cuenta en la cocina de su
casa, en su cara se mantienen el asombro y la dicha. Porque más allá de imaginar
al fallecido dueño de tamaña biblioteca –y a la desaprensiva familia que decidió
tirarla a la calle-, le dura la felicidad de haber visto a ese conjunto de espíritus
amantes de los libros. Pero, sobre todo, los rostros de los laburantes, ansiosos
de saber qué mundos se abren detrás de todas esas palabras.