Estaba más buena que el pan con manteca
y azúcar, que los panqueques de dulce de leche al rhum. La conocí en una sala
de la Cineteca Nacional de México, mientras ella despachaba bebidas en un tren.
Parapetada detrás de un cubículo enrejado, soportaba los lances de todos los
borrachos de Varsovia. Ninguno de esos patanes se interesaba por su sueño de filmar
a las órdenes de Billy Wilder. Siendo niña, había visto “Una Eva y dos Adanes”
en la aldea en que vivía, y quedó deslumbrada con Marilyn. Tan fascinada estaba
que se le pasó ir hasta el camión del gobierno en el que funcionarios del
régimen polaco canjeaban los baldes de lata por baldes de plástico. Su madre
nunca se lo perdonó. Tampoco vio con buenos ojos cuando se fue a la capital.
Pero Marilyn –sí, se llamaba como la Monroe- quería entrar a La Fábrica de
Sueños Nº 1, y comenzar una carrera meteórica que la depositara en la cima de
Hollywood.
Pero en la escuela de cine lo único que
consiguió fue un dizque novio, un aspirante a cineasta al que tampoco
admitieron, en su caso por daltónico. Por separado daban pena, y juntos
inspiraban lástima. Pero ella se tenía una fe loca y contagiosa, y mientras hacía
de camarera iba contando los kilómetros que llevaba recorridos: pensaba que si
el tren marchase siempre rumbo al oeste, ya estaría entrando al despacho de
Billy Wilder. Así de loca estaba. Sin embargo, no estaba tan errada. Tenía un
sex appeal arrollador, unas curvas de vértigo y una sonrisa perturbadora, pero
seguía siendo la niña del baldecito de lata. Cuando la función terminó, quedé
desamparado bajo la tibia noche de Coyoacán. Sabía que tenía una sola chance y apunté
la dirección de La Fábrica de Sueños. En mi carta a Marilyn le expliqué como
pude lo del pan con manteca y azúcar. Han pasado muchos años. Tal vez era
diabética.
Carlos Semorile