domingo, 28 de junio de 2015

La Fábrica de sueños




Estaba más buena que el pan con manteca y azúcar, que los panqueques de dulce de leche al rhum. La conocí en una sala de la Cineteca Nacional de México, mientras ella despachaba bebidas en un tren. Parapetada detrás de un cubículo enrejado, soportaba los lances de todos los borrachos de Varsovia. Ninguno de esos patanes se interesaba por su sueño de filmar a las órdenes de Billy Wilder. Siendo niña, había visto “Una Eva y dos Adanes” en la aldea en que vivía, y quedó deslumbrada con Marilyn. Tan fascinada estaba que se le pasó ir hasta el camión del gobierno en el que funcionarios del régimen polaco canjeaban los baldes de lata por baldes de plástico. Su madre nunca se lo perdonó. Tampoco vio con buenos ojos cuando se fue a la capital. Pero Marilyn –sí, se llamaba como la Monroe- quería entrar a La Fábrica de Sueños Nº 1, y comenzar una carrera meteórica que la depositara en la cima de Hollywood.

Pero en la escuela de cine lo único que consiguió fue un dizque novio, un aspirante a cineasta al que tampoco admitieron, en su caso por daltónico. Por separado daban pena, y juntos inspiraban lástima. Pero ella se tenía una fe loca y contagiosa, y mientras hacía de camarera iba contando los kilómetros que llevaba recorridos: pensaba que si el tren marchase siempre rumbo al oeste, ya estaría entrando al despacho de Billy Wilder. Así de loca estaba. Sin embargo, no estaba tan errada. Tenía un sex appeal arrollador, unas curvas de vértigo y una sonrisa perturbadora, pero seguía siendo la niña del baldecito de lata. Cuando la función terminó, quedé desamparado bajo la tibia noche de Coyoacán. Sabía que tenía una sola chance y apunté la dirección de La Fábrica de Sueños. En mi carta a Marilyn le expliqué como pude lo del pan con manteca y azúcar. Han pasado muchos años. Tal vez era diabética.

Carlos Semorile