Las dos irlandesas es un
poema de Héctor Pedro Blomberg que ha sido musicalizado por Juan Cedrón. Antes
de cantarlo, el Tata hace un breve racconto y dice, por ejemplo, que “son dos
irlandesas que viajaron en un barco -el Jamaica Marú- con dos chinos desde
Shangai y fueron a parar al Dock Sud, así que imagínense lo que viene ahí…”. Uno
se lo imagina, pero es mejor –y es más bonito- saber que “Maggie, la mayor,
tiene ojos como turquesas”, y que “Nancy, la menor de ellas, parece una gitana,
pero nació en el barrio más pobre de
Dublín” y que “arde en sus ojos negros una pasión lejana y en su pálida
frente hay una cicatriz”. Luego, Blomberg dice que Maggie lo “amó
en las noches siniestras de Dock Sud” pero, confiesa, “yo amaba a Nancy, la irlandesa
morena”. Y para colmo de males, los tres amantes tenían encima a los cafiolos de
Shangai. La historia, mal que nos pese, termina mal.
No creo haber sido nunca un
“chino taciturno”, pero así me miraban los varones de la Brigada Irlandesa de
Café, en febrero de 1988, cuando descubrieron la atracción que mutuamente sentíamos
con una compatriota de Dublín. Estábamos en el hostal Norma y casi todo sucedía
a la vista de todos, de modo que no era un secreto para nadie que yo quería a una
“irish young lady”. Era alta, tan pelirroja como resuelta, y en sus ojos color
café también ardía “una pasión lejana”. Nos tanteamos, nos acercamos, pero al
fin vacilamos y la cosa quedó en suspenso hasta que ella volviera de la cosecha
del café y yo de mi expedición a la isla Elvis Chavarría, allá en Solentiname. Cuando
regresé al Norma, los suspicaces irlandeses no tuvieron más remedio que decirme
que la camarada había sido operada de urgencia en uno de los hospitales de
Managua. “Asunto terminado”, habrán pensado recelosos.
Cuando al día siguiente me
vieron en el Hospital Fonseca con intenciones de visitar a su jefa, se querían
matar. Y cuando junaron el ramito que le llevaba, advirtieron que a su
rusticidad celta le andaba haciendo falta un toque “latino”. Sabrá Dios cómo
llegué al reparto Las Brisas, ni cuántas cuadras caminé hacia el sur, ni
cuántas otras hacia el oste. Recuerdo, sí, que aterricé en un barrio
residencial, y que ahí mismo afané las flores que le sacaron una sonrisa triste
a la muchacha. Volvimos a hablar de nuestros países, y le conté que uno de los
mejores escritores argentinos se llamaba como ella: Walsh. Pero ya no supe ni pude
ayudarla en nada. La operación había sido mucho más allá de la aparente
apendicitis, y ella estaba devastada. Casi al mismo tiempo, su hermana había
dado a luz en Irlanda y mi amiga sólo pensaba en regresar a su querida Isla. La
líder incansable era, sobre todas las demás cosas, una joven sensible y dulce.
Fui una segunda vez al Lenín
Fonseca, y ese día le llevé un refresco: los irlandeses comenzaban a aceptarme
como a un par pero yo me estaba despidiendo. No la vi nunca más, hasta que
revisando mis notas de aquel viaje la reencontré en un margen, menos nítida en
el papel que en mi memoria. Me entero ahora que siguió metida en vainas
sociales, ambientales y alimentarias, entregada de lleno a una tierra que tiene
una larga tradición de hambrunas y otras pestes coloniales, todas ellas combatidas
por un tenaz espíritu patriótico. Desde siempre ha liderado distintas
organizaciones, y como es un personaje público dejo en reserva su verdadero
nombre. No quisiera que se sienta hostigada por un recuerdo tardío, porque eso no
se lo merecen ni su sonrisa franca, ni su larga cabellera gaélica. Prefiero, en
todo caso, que esta sea una más de esas crónicas “de mujeres que nos olvidaron
y no podíamos olvidar”.
Carlos Semorile