sábado, 19 de diciembre de 2015

Sweet Miss Walsh




Las dos irlandesas es un poema de Héctor Pedro Blomberg que ha sido musicalizado por Juan Cedrón. Antes de cantarlo, el Tata hace un breve racconto y dice, por ejemplo, que “son dos irlandesas que viajaron en un barco -el Jamaica Marú- con dos chinos desde Shangai y fueron a parar al Dock Sud, así que imagínense lo que viene ahí…”. Uno se lo imagina, pero es mejor –y es más bonito- saber que “Maggie, la mayor, tiene ojos como turquesas”, y que “Nancy, la menor de ellas, parece una gitana, pero nació en el barrio más pobre de  Dublín” y que “arde en sus ojos negros una pasión lejana y en su pálida frente hay una cicatriz”. Luego, Blomberg dice que Maggie lo “amó en las noches siniestras de Dock Sud” pero, confiesa, “yo amaba a Nancy, la irlandesa morena”. Y para colmo de males, los tres amantes tenían encima a los cafiolos de Shangai. La historia, mal que nos pese, termina mal.

No creo haber sido nunca un “chino taciturno”, pero así me miraban los varones de la Brigada Irlandesa de Café, en febrero de 1988, cuando descubrieron la atracción que mutuamente sentíamos con una compatriota de Dublín. Estábamos en el hostal Norma y casi todo sucedía a la vista de todos, de modo que no era un secreto para nadie que yo quería a una “irish young lady”. Era alta, tan pelirroja como resuelta, y en sus ojos color café también ardía “una pasión lejana”. Nos tanteamos, nos acercamos, pero al fin vacilamos y la cosa quedó en suspenso hasta que ella volviera de la cosecha del café y yo de mi expedición a la isla Elvis Chavarría, allá en Solentiname. Cuando regresé al Norma, los suspicaces irlandeses no tuvieron más remedio que decirme que la camarada había sido operada de urgencia en uno de los hospitales de Managua. “Asunto terminado”, habrán pensado recelosos.

Cuando al día siguiente me vieron en el Hospital Fonseca con intenciones de visitar a su jefa, se querían matar. Y cuando junaron el ramito que le llevaba, advirtieron que a su rusticidad celta le andaba haciendo falta un toque “latino”. Sabrá Dios cómo llegué al reparto Las Brisas, ni cuántas cuadras caminé hacia el sur, ni cuántas otras hacia el oste. Recuerdo, sí, que aterricé en un barrio residencial, y que ahí mismo afané las flores que le sacaron una sonrisa triste a la muchacha. Volvimos a hablar de nuestros países, y le conté que uno de los mejores escritores argentinos se llamaba como ella: Walsh. Pero ya no supe ni pude ayudarla en nada. La operación había sido mucho más allá de la aparente apendicitis, y ella estaba devastada. Casi al mismo tiempo, su hermana había dado a luz en Irlanda y mi amiga sólo pensaba en regresar a su querida Isla. La líder incansable era, sobre todas las demás cosas, una joven sensible y dulce.

Fui una segunda vez al Lenín Fonseca, y ese día le llevé un refresco: los irlandeses comenzaban a aceptarme como a un par pero yo me estaba despidiendo. No la vi nunca más, hasta que revisando mis notas de aquel viaje la reencontré en un margen, menos nítida en el papel que en mi memoria. Me entero ahora que siguió metida en vainas sociales, ambientales y alimentarias, entregada de lleno a una tierra que tiene una larga tradición de hambrunas y otras pestes coloniales, todas ellas combatidas por un tenaz espíritu patriótico. Desde siempre ha liderado distintas organizaciones, y como es un personaje público dejo en reserva su verdadero nombre. No quisiera que se sienta hostigada por un recuerdo tardío, porque eso no se lo merecen ni su sonrisa franca, ni su larga cabellera gaélica. Prefiero, en todo caso, que esta sea una más de esas crónicas “de mujeres que nos olvidaron y no podíamos olvidar”.

Carlos Semorile

jueves, 3 de diciembre de 2015

Mañana será tarde

“Mañana es tarde y el tiempo apremia”, es la sentencia de la canción “Mujer” que la mayoría de nosotros escuchó, probablemente, en la magnífica versión de Amparo Ochoa y que simboliza una de las motivaciones que tuvo la generación de la post-guerra para querer realizar un cambio radical a una sociedad que ya no toleraba más injusticia y desigualdad.

El otro día asistí a un seminario extraordinariamente interesante sobre reducción en riesgo de desastres. Expusieron dos japoneses, un profesor básico y un especialista, sobre una iniciativa de cómo enseñar a niños en el aula acerca de la prevención ante catástrofes. Esto se desarrolla en diferentes dimensiones: incorporando el concepto a las materias tradicionales (por ejemplo en enunciados de álgebra: “Si una persona necesita X litros de agua, ¿cuántos litros necesitará en X días?”), mediante juegos (competencia de relevo con baldes), creatividad (hacer bandejas de papel usando técnicas de origami), memoria (quiz: ¿qué artículos llevo en mi mochila de emergencia?). Pero no sólo se trata de actuar. También de tener una conexión más profunda. Para esto, elaboraron cómics que ilustran situaciones extremas. Pero estas historietas llevan “una trampa”: algunas viñetas tienen una burbuja en blanco que se debe rellenar. “Así – explicaba el profesor – se estimula al niño a ponerse en el lugar de quien está viviendo una situación de emergencia y pensar qué diría, o sobre todo, qué sentiría la persona afectada”.

Este proyecto que se desarrolla en escuelas japonesas se está enseñando en una escuela chilena a modo de proyecto piloto, motivado en gran medida por nuestra hermandad con el pueblo nipón con respecto a terremotos y maremotos cuya crueldad sufrimos normalmente de manera conjunta con diferencia de meses. En la presentación, una de las involucradas, chilena, quiso hacer hincapié en lo que llamó “nuevos conceptos sobre Derechos Humanos”, basándose en afirmaciones de Humberto Maturana. Una de ellas sugiere: “El derecho a equivocarnos”.

Sin duda, la equivocación es parte del aprendizaje racional. La famosa técnica de prueba y error de los experimentos científicos. Es cierto que si quiero aprender matemáticas, tengo que comenzar por equivocarme. Y me equivocaré muchas veces. Y de tanto equivocarme en las ecuaciones, terminaré entendiéndolas. Y sabiendo esto a priori, decido estudiar y acepto disponer de muchas horas de mi tiempo en mi escritorio resolviendo ejercicios. La equivocación aquí es planificada, por lo tanto, la acepto dentro de mis tareas normales. Pero cuando la equivocación puede traer consecuencias negativas a mi vida o a la de terceros, ya no estoy segura de si sea la estrategia apropiada.

En la vida, todas las decisiones traen consecuencias. Siempre. Hasta la más mínima. Y una decisión equivocada puede generar un dolor difícil de sobrellevar después. Que se puede tener resiliencia y superar, sí. Que a veces sea la única determinación digna y se opte por ella aun conociendo sus consecuentes sinsabores, también. Pero en este camino, también están quienes no se sobreponen a la tristeza y quedan sumidos para siempre en la desesperanza. Y bajo esta mirada, me parece preocupante que la complacencia se esté dictando como una verdad absoluta. Porque la vida de las personas no es un laboratorio de química. Hay sentimientos involucrados, anhelos, proyecciones de felicidad. Y ciertas desilusiones o frustraciones que pueden resultar irreversibles.

Vuelvo a la pregunta inicial: ¿el tiempo apremia? Los japoneses saben que sí. Cuando ocurre un tsunami, no hay tiempo de comenzar a preguntarse cómo salvar vidas. Por eso están preparando a sus ciudadanos desde su más temprana infancia. También lo supieron quienes creyeron que ya no se podía esperar más por un mundo en que “la vida comienza donde todos son iguales”. Y también lo sabía nuestra propia Gabriela Mistral, una de las personas más modernas y revolucionarias que haya tenido nuestro continente americano, cuando sostenía, hace décadas: “El futuro de los niños es siempre hoy. Mañana será tarde”.

Valeria Matus