Los niños del edificio saben que
las escaleras están hechas para quedarse. Ni para subir ni para bajar. Sino
para quedarse sentados, amontonados, cuchicheando y planeando aventuras.
Pequeñas aventuras. Entre el segundo y el tercer piso del edificio hay un barrote suelto. Uno
de ellos lo suelta y juega a pasarse de un lado a otro. Los compañeros siguen detrás
en fila india. Pero el juego más
entretenido es el de las ventanas. Lo juegan a menudo. Porque los niños del
edificio también saben que las ventanas del espacio común, no están hechas para
quedarse quietos mirando paisajes. En medio de la ciudad no son tantos los paisajes
que se pueden mirar. De todas formas, esas ventanas dan a una terraza
interior y de ahí, algunos metros más abajo, al patio de los encargados del
edificio. Es un patio cualquiera que tiene una sola gracia: el eucalipto. Un
árbol gigante que arroja sombras y agita sus hojas y arrulla. Es bastante
frecuente ver a los niños abrir la ventana del espacio común, pasarse a la
terraza y aproximarse hasta el borde para sacar algunas hojas del eucalipto,
llevarlas a su casa y ponerlas en el tachito que se ubica sobre la estufa.
Muchos departamentos del edificio huelen a eucalipto. Es por ese ir y venir que los niños saben que en la terraza está
también la escalera de incendio. Una escalera de metal que va desde el primer piso
hasta el cuarto, pegada a la pared, y ubicada a poca distancia de los
ventanales, como para permitir, en caso de necesidad, que ingresen los bomberos.
El juego de las ventanas es ése. Uno de
los niños sale a la terraza, sube por la escalera de incendio e ingresa al edificio
pasando por la ventana del cuarto piso… y salva a sus compañeros de algún peligro
inminente... Es fácil hacerlo. Lo importante es concentrarse en la ventana y estirar bien la pierna, sujetarse
fuerte, dar a penas un salto. Un adulto podría hacerlo sin dificultad. Un niño
no tanto. Pero ellos lo hacen igual. Tantas veces, que ya no ven el peligro, hasta
que un día se cae uno. Una. Es una niña. Se desconcentra. Discute con un compañero. No logra
afirmar el pie en los bordes de la ventana, queda colgando de la escalera de
incendio con una sola mano. La mano afloja. Aunque es un cuerpo chiquito,
una fuerza increíble lo tira por los pies. Es un viaje interminable. Alicia, en
el país de las maravillas, debió sentir algo parecido al caer por el árbol. Pero
acá lo que se ve no son extraños objetos flotando en el vacío sino escenas
felices (se acuerda, la niña, sobre todo de sus cumpleaños). Como no termina
nunca de caer, sospecha que va a morirse, sigue tratando de aferrarse a los barrotes de la escalera de
incendio para frenar la caída. La pared le arranca pedacitos de piel. No duele
nada, solo pica, un poco. Casi al llegar al primer piso, suelta los barrotes y
proyecta todo su cuerpo hacia el centro de la terraza. Se acabó, piensa. Pero
también piensa que alguna vez escuchó que lo más importante es la cabeza: no
hay que golpearse la cabeza. Por eso, ni bien el cuerpo choca contra el piso, la niña se hace bolita, no deja que su cabeza rebote, y solo cuando
está segura de que la caída ha terminado, la deja reposar en el cemento.
Arriba está el cielo.
Nunca vio un cielo más hermoso. Se
siente contenta. Tampoco había visto el eucalipto desde abajo. Es mucho más
bonito mirarlo desde abajo que desde lo alto, con todas las hojas soplando
sobre su cabeza y susurrando cosas que ahora la niña entiende o cree entender y
a lo mejor es por eso que sonríe. No se mueve. Una mujer viene subiendo. Al llegar al descanso
del primer piso, ve a la niña tirada en medio de la terraza.
Comprende en un instante lo que pasó y larga un grito. Un grito que sube veloz
por las escaleras, alcanza a los niños que vienen bajando y se escabulle hasta
el departamento 312. La niña escucha. Quisiera decirle a la vecina que se calle,
pero no logra articular palabra. ¿Por qué no salen? Sin embargo, son claritas. Señora,
no grite tanto, ¿no ve que no estoy muerta? La niña siente que eso es
justo lo que su mamá va a pensar ni bien le vengan con el cuento. La pucha. Eso
le da pena. Y mira lo que son las cosas, le dice al eucalipto, andar
lloriqueando como cabra chica, ¡si ni siquiera me morí! No me morí, mamita,
repite entonces varias veces.
No me morí.
No me morí.
Cándida