martes, 27 de diciembre de 2016

El abuelo Salvador



Nadie supo por qué razón el techo fue para el abuelo Salvador, su lugar en el mundo, tal vez se sentía más cerca del cielo.

De melena blanca y ojos chiquitos y picarones, el abuelo Salvador trabajó la mayor parte de su vida como chapista. Después de jubilarse, en la familia todos teníamos miedo de que se entristeciera, sin embargo, la vitalidad de la abuela María con sus demandas cotidianas, y los problemas que traía el hecho de vivir en una casa vieja, colaboraron para que se mantuviera entretenido. Siempre tenía algo que arreglar y pasaba horas en el techo, pintando alguna cosa o vaya a saber haciendo qué.

Cuando Gigi, Ignacio y yo éramos chicos, nos llevaba al techo como salida, nosotros felices, porque ahí descubríamos otro lado de las cosas. Desde lo alto podíamos espiar las vidas de los otros, o sentir que éramos libres de las miradas del mundo adulto.

El limón para el pelo, la piecita de arriba, el cuartito de las herramientas, la parra, las uvas chinche maduras en la “pelopincho” del patio, las largas horas que se tomaba para todo (afeitarse, salir de la casa, cortarse el pelo), su ropa de albañil para andar en la casa, las revistas de salud, el vino con soda, las galletitas en el té como cena, la Ferroquina, y las charlas en la cocina de la casa de Palermo, son algunas de las imágenes que se me aparecen cuando pienso en “Kikí”, como lo llamábamos al abuelo con mis hermanos.

Eran eternas las despedidas cuando nos íbamos de su casa, emocionaba verlo ahí, parado frente a la puerta verde, esperando, saludando hasta que doblásemos en la esquina. A los nietos, en total fuimos cinco (con mis primos María e "Ignacito"), nos llamaba “abuelo” o “abuelito”, siempre me pareció algo muy tierno de su parte, y desde su ausencia mucho más aún.

En las tardes de verano era común encontrarse al abuelo recostado en el piso de algún rincón de la casa, es que él decía que dormir en un colchón duro o en el suelo “hacía bien al esqueleto y a la espalda”. Cuando se sentía mal después de haber tomado o comido de más desaparecía por días, se mudaba a la piecita de arriba, y no probaba bocado.

Nació en el 1922 en Nuzco, un pueblo ubicado al sur de Italia, en la provincia de Avelino A los 23 años llegó a la Argentina y conoció a su padre, Fiore, quien lo había “mandado a llamar" cuando allá la cosa no andaba bien después de una guerra dura en la que él, como tantos otros jóvenes, fue obligado a ser parte.

La historia volvió a repetirse cuatro años más tarde, cuando ya instalado en un conventillo de la calle Thames, el abuelo Salvador mandó a llamar a su mujer, la abuela María, y a su hijo (mi papá, también Fiore), a quien conoció cuando él tenía cinco años.

Allá en Italia, Kikí había dejado a su mamá y a su hermana menor, la tía Filucha, a quienes nunca volvió a ver. Tal vez en el techo encontraba un lugar para recordarlas o para que nadie lo viera llorando. Prefiero pensar que en ese techo se sentía más cerca de lo que había abandonado por esas cosas del destino.

Romina Grosso