Nadie supo por qué razón el techo fue
para el abuelo Salvador, su lugar en el mundo, tal vez
se sentía más cerca del cielo.
De melena blanca y ojos chiquitos y picarones, el abuelo Salvador trabajó la mayor parte de su vida como chapista. Después de jubilarse, en la familia todos teníamos miedo de que se entristeciera, sin embargo, la vitalidad de la abuela María con sus demandas cotidianas, y los problemas que traía el hecho de vivir en una casa vieja, colaboraron para que se mantuviera entretenido. Siempre tenía algo que arreglar y pasaba horas en el techo, pintando alguna cosa o vaya a saber haciendo qué.
Cuando
Gigi, Ignacio y yo éramos chicos, nos llevaba al techo como salida, nosotros
felices, porque ahí descubríamos otro lado de las cosas. Desde lo alto podíamos
espiar las vidas de los otros, o sentir que éramos libres de las miradas del
mundo adulto.
El limón
para el pelo, la piecita de arriba, el cuartito de las
herramientas, la parra, las uvas chinche maduras en la “pelopincho” del patio,
las largas horas que se tomaba para todo (afeitarse, salir de la casa, cortarse
el pelo), su ropa de albañil para andar en la casa, las revistas de
salud, el vino con soda, las galletitas en el té como cena,
la Ferroquina, y las charlas en la cocina de la casa de Palermo, son algunas de
las imágenes que se me aparecen cuando pienso en “Kikí”, como lo llamábamos
al abuelo con mis hermanos.
Eran
eternas las despedidas cuando nos íbamos de su casa, emocionaba verlo ahí,
parado frente a la puerta verde, esperando, saludando hasta que doblásemos en
la esquina. A los nietos, en total fuimos
cinco (con mis primos María e "Ignacito"), nos llamaba “abuelo” o
“abuelito”, siempre me pareció algo muy tierno de su parte, y desde su ausencia
mucho más aún.
En
las tardes de verano era común encontrarse al abuelo recostado en el piso de
algún rincón de la casa, es que él decía que dormir en un colchón duro o en el
suelo “hacía bien al esqueleto y a la espalda”. Cuando se sentía mal después de
haber tomado o comido de más desaparecía por días, se mudaba a la piecita de
arriba, y no probaba bocado.
Nació
en el 1922 en Nuzco, un pueblo ubicado al sur de Italia, en la provincia de
Avelino A los 23 años llegó a la Argentina y conoció a su padre, Fiore, quien
lo había “mandado a llamar" cuando allá la cosa no andaba bien después de
una guerra dura en la que él, como tantos otros jóvenes, fue obligado a ser
parte.
La historia
volvió a repetirse cuatro años más tarde, cuando ya instalado en un conventillo
de la calle Thames, el abuelo Salvador mandó a llamar a su mujer, la abuela
María, y a su hijo (mi papá, también Fiore), a quien conoció cuando él tenía
cinco años.
Allá en Italia, Kikí había dejado a su mamá y
a su hermana menor, la tía Filucha, a quienes nunca volvió a ver. Tal vez
en el techo encontraba un lugar para recordarlas o para que nadie lo
viera llorando. Prefiero pensar que en ese techo se sentía más cerca de lo que
había abandonado por esas cosas del destino.
Romina Grosso