miércoles, 16 de noviembre de 2016

El recuerdo que no se tiene



Viñeta de “Ardalén”, de Miguelanxo Prado

Siempre supe que mi padre había estado en Cuba por un año, el 61. Pero a diferencia de otras épocas de su vida que narraba con muchos pormenores, de ese periodo no sé absolutamente nada. Una vez encontré una fotografía de él usando guayabera, sombrero y lentes de sol, en medio de una plantación de bananos. Un atuendo absolutamente insólito para un hombre que, si bien era férreo enemigo de las frivolidades, no lo era de la formalidad y aborrecía que un profesor dictara clases sin chaqueta y corbata.

Mas tomó en su vida una que otra decisión irreverente. Había estudiado pedagogía en castellano y había conseguido un puesto de profesor en la Escuela Militar de Santiago. Un trabajo muy bueno para cualquier joven a finales de los años 50. Garantizaba prestigio, comodidad y estabilidad. Pero él quería viajar, conocer, saber. “Llevaba varios años ahí y veía de repente, a los otros profesores que ya estaban cercanos a jubilar, almorzando en el comedor de los oficiales, conversando sobre las tareas cotidianas. Y sentía que no quería terminar así, habiendo hecho de mi vida siempre lo mismo, todos los días lo mismo.” contó una vez en una velada entre amigos.

Revisando mi bodega –ese acto mágico puede cambiar una vida- encontré dos libros de la autoría de mi padre, publicados por el Ministerio de Educación de Cuba. Libros de estudio de la lengua española, su pasión. Me pregunté entonces ¿Cómo habrá sido esa permanencia de él en La Habana? Tantos años a su lado y nunca lo averigüé. Así como me sorprendió verlo con pantalones de lino blanco, me parece inverosímil imaginarlo en ese entorno. Él que sólo escuchaba música clásica y que detestaba el jolgorio. ¿Habrá descubierto allá alguna faceta de él mismo que no conocía? ¿Alguna dimensión alegre que nunca volvió a encontrar? ¿Se habrá quedado, en alguna noche de locura, bailando hasta la madrugada? ¿Se habrá enamorado quizás? Nunca le oí mencionar ni la más mínima impresión de esa estadía. Dado lo intolerante que era, imagino que si hubiera ocurrido algo negativo, lo habría comentado, por lo que supongo entonces que guardaba buenos recuerdos. Quizás tan buenos que los conservó como un tesoro propio.

En su cómic “Ardalén”, Miguelanxo Prado narra la búsqueda existencial de Sabela, una mujer que viaja al pueblo de España del cual salió su familia, para intentar descubrir qué ocurrió con su abuelo. Un hombre que viajó a Cuba en los años 30 con la promesa de encontrar mejores oportunidades, pero que finalmente nunca regresó. Su pista se pierde para siempre luego de cruzar el Atlántico y cualquier mención a él queda estrictamente prohibida por la abuela. Una historia sobre identidad, orígenes, migraciones, olvidos. Despedidas y reencuentros, fracasos y frustraciones. Pero sobre todo, sobre razones. ¿Por qué somos como somos? ¿Por qué pareciera que nacemos con ciertos impulsos, ciertos dolores, ciertas nostalgias y ciertos anhelos?

Sabela tiene 42 años. Se acaba de divorciar y está sin trabajo. No tiene claro su futuro, pero tampoco tiene real conocimiento de su pasado. No sabe hacia dónde ir, porque no sabe de dónde viene. Entonces decide que para poder seguir, necesita primero retroceder. No existe manera de encontrar al abuelo para preguntarle. Pero quizás en ese poblado enterrado al interior de las montañas, alguien lo recuerda, se acuerda, puede contar –ese otro acto mágico que puede cambiar una vida -, puede aclarar.

Los padres se reservan muchas explicaciones. Como también lo hacemos los hijos con ellos. La historia de uno mismo no siempre se encuentra en el recorrido íntimo. A veces, está afuera, en lo que el otro vio y nos comparte más tarde. Así las ancianas le decían antiguamente al muchacho enamorado: “no te cases con esa niña, mira que se parece mucho a una tía que hubo en su familia y que se volvió loca, ¿quién te dice que a ésta no se le suelta un tornillo también?”.

Y a veces la explicación está en un objeto: un recorte de diario, un reloj antiguo, una fotografía, una dedicatoria. Un pedazo material de la existencia de un ser querido que relata cómo y cuándo él fue alguna vez feliz y que nuestros afanes no son tan inusuales como pensamos. Así, cuando de pronto –o seguido e incluso muy seguido- uno tiene la fantasía de huir al silencio de una casa de campo con la sola compañía de una novela, no es una insensatez incomprensible, ni un disparate particular, si se recuerda que una vez se abrió un libro de García Márquez que perteneció a un progenitor y que en la primera página estaba escrito con fecha 1967: “Con mucho cariño, para que amenices esas tardes lluviosas del sur”.

 Valeria Matus