De Macedonio Fernández sólo he leído un texto. Un texto corto. Dos páginas. Las he leído tantas veces que, a lo mejor, cuentan como un libro completo. Yo creo (por lo que he llegado a saber de Macedonio) que él no se ofendería por esta situación. Porque si él fue capaz de escribir un libro entero con 56 prólogos a una novela eternamente anunciada… bien puede uno, en calidad de lector, quedarse detenido en dos páginas que dicen, precisamente, que hay novelas buenas y novelas malas y finales que no los aguantan ni los vecinos. Me encanta Macedonio. Lo adivino completito en esas dos páginas que incluso, a veces, me hacen llorar.
Hace unos días, en Cura Malal, pueblo
de la provincia de Buenos Aires, éramos varios reunidos en ese sitio llamado
Corral de Piedra que muchas manos y muchos esfuerzos han hecho posible. (El
lector curioso y amante de las cosas y las almas bellas podría buscar,
informarse y quizás algún día dirigir sus pasos hasta este lugar que no tiene
nada que envidiar a esos pueblos inventados y de papel). Ahí estábamos,
entonces, viendo un episodio de “Escenas de la novela argentina”, programa dirigido
y presentado por Piglia. Elegimos
uno al azar y el azar quiso que fuera el episodio dedicado a Macedonio. Lo
disfrutamos. Piglia tuvo ese don –también– de ser un extraordinario lector y al
escucharlo uno siente unas ganas tremendas de ir al libro. (No importa el libro.
El libro que Piglia esté comentando). En ese episodio, el libro en cuestión era,
claro, uno de Macedonio: Museo de la novela de la eterna. Pensé que eso iba a
hacer de regreso a Buenos Aires: dirigirme derechito a Corregidor para comprar las
obras completas y en especial esa… La eterna. En el programa de Piglia también
se hablaba de otro libro de locos… el que recoge las anotaciones que
Borges hizo en los márgenes de los libros que leyó. Frente a estos experimentos
literarios, uno no puede más que quedarse pensativo: ¡cuántas posibilidades
tienen los libros! Y uno que a veces se asusta por tan poco… como quien dice
saltando un charquito ahí donde otros saltan precipicios…
Hete aquí que, a los dos días,
todos los que nos habíamos reunido en Cura Malal emprendimos viaje hacia Villa
Ventana, otro pueblo ubicado a unos cien kilómetros del lado de la sierra. (No
sé describir paisajes, que el que lee esto haga un esfuercito e imagine cosas
lindas. Por las dudas va una foto). Una parte del grupo tenía que trabajar ahí,
preparar la próxima residencia artística que tendrá lugar en Corral de Piedra.
La otra parte tenía toda libertad para hacer lo que más le gustara. Los que
eran niños dirigieron sus pasos hacia el arroyo. Yo busqué un lugar a la sombra y me aferré al libro
de tapas duras con el que en estos días voy a todos lados. Hasta que escuché
decir que en ese pueblo había una biblioteca.
Villa Ventana - vista desde el arroyo |
Se trataba de un pueblo muy chiquito en apariencia, de caminos de tierra y bastante turístico. La persona que nos recibía me certificó no solamente que había una biblioteca, sino que, además, era bellísima, que la bibliotecaria era muy amable y se llamaba Amalia y que en cuanto a la biblioteca se llamaba… Macedonio Fernández…
Hay que creer o reventar, suele
decir mi media naranja. Ahí no más tomé
el plano que me ofrecían, mi bolso, mi libro y me fui en busca de la
biblioteca. No estaba muy lejos. A partir de ahí… no hubo forma de cerrar la
boca… ni de decir algo coherente… porque era cierto, la biblioteca era
bellísima, maravillosa, incluso, sobre todo el espacio infantil donde fui a
ubicarme pensando en mis niñas, en lo mucho que hubieran disfrutado
conocer un lugar así, luminoso, como colgado en medio de un cuadro, y con un
catálogo que me inspiró cierta ternura por el personaje del ladrón de libros que
comenté hace unos años… Toda la
colección Robin Hood (¡toda!)… Pero también una delicada selección de autores y
ediciones muy recientes… Incluyendo una edición juvenil de “El jugador” (que yo
también llevaba en mi bolso, aunque en una edición sin tapa dura). Una edición
juvenil… ¡i-lus-tra-da!... Todo eso lo iba mirando, mientras Amalia, sentada en
frente, me iba contando que en el pueblo vivía también una escritora y me
mostraba sus bellísimas obras para chicos.
En eso estábamos cuando un libro
puesto en un lugar relevante llamó mi atención. Como si me hubiera encontrado
con la amiga más querida en medio del monte, a kilómetros de nuestras casas
respectivas, me puse a sonreír. Amalia dio vuelta la cara para ver qué era lo
que estaba mirando y le dije: “yo conozco a la autora de ese libro”. Y
entonces le tocó a ella sorprenderse y alegrarse porque esa autora es una de
sus preferidas y mía también. Nadie (o pocos) como ella sabe cuanta magia puede
haber en los gestos más ordinarios, en los diminutos, en los más ínfimos rincones
de la tierra.
Tenía que irme, pero ¿cómo irme
así? ¿Puedo mirar lo demás? Amalia dice que sí. Y entonces entro a
revisar toda la biblioteca y ahí es que me encuentro con el tesoro: todas las
obras de Macedonio Fernández ubicadas en un mueble central y el famoso libro de
Borges con las anotaciones al margen. Me llevo ese libro a la mesa y luego el
otro: Museo de la novela de la eterna. Tomo apuntes. Miro por la ventana. A eso
de las 18.00 salgo de la biblioteca. Hago
como que salgo. Camino y me encuentro con el resto del grupo. Todo eso
parece real y hay testigos. Pero es mentira. Yo sigo ahí. En la mesa, tomando
apuntes y mirando, a ratos, por la ventana. Como un eterno lector de Macedonio.
AGC