“Pequeño
tratado del jardín punk” se titula el manual del arquitecto y diseñador Eric Lenoir, un
desafío a transgredir la idea de que un jardín sea un proyecto minucioso y
delicado, con una estética y armonía impecables, que merece existir sólo en
algunos lugares privilegiados. Aprender a desaprender en el campo de acción, es
el lema de esta iniciativa que se rebela contra la perfección tal como la
entendemos, al menos en Occidente.
¿Cómo puede un jardín ser punk? Es
muy simple: cuestionándolo TODO. Se impone en espacios no tradicionales, como
la periferia y sectores de bloques habitacionales de cemento donde, bajo esta
primicia, se han incluso generado huertos colectivos. No hay lugar inapropiado
para instalar hermosura y qué mejor triunfo que ganarle al asfalto. Elige plantas
silvestres, acordes a cada geografía. No existen las malas hierbas. No se somete
el suelo a flores delicadas u onerosas. Lo importante es que las plantas puedan
resistir al entorno y al clima sin que los habitantes tengan que recurrir a
sofisticados y costosos métodos de mantención.
El artista además cuestiona con esto el
estrellato de los paisajistas de lujo, de esa nueva seudo clase alta que, con
su buen gusto y creatividad, pulula alrededor de los ricos y cuenta con un
numeroso equipo de jardineros que se encarga de hacer los sueños realidad.
Aquí, el llamado es a meter las manos en la tierra, gastar lo menos posible en
maquinarias y artificios, y utilizar lo más posible de lo que ya existe en terreno,
de modo de recuperar la biodiversidad nativa y que la flora y fauna recobren
sus derechos.
En el hemisferio opuesto, sin tener
ni la más remota idea de este concepto, ni de teorías ilustradas ni de debates
ecologistas, conocí en Lima a alguien que ya lo practicaba. Se trataba de un
empleado de una gasolinera que, por iniciativa propia, había plantado pasto y
arbustos en un sitio baldío que había al frente de su lugar de trabajo. Él
mismo lo cuidaba y lo mantenía. Persistía enfrentando más de algún reclamo
municipal y críticas de vecinos. Se me ocurrió preguntar cuál sería la
motivación de este hombre por empecinarse en tal contienda urbana que le debiera
significar dedicarle varios soles, tiempo adicional a su jornada laboral y uno
que otro mal rato. Como si mi interrogante hubiera sido trivial y la respuesta
obvia, me contestaron: “Pues porque le gustan las plantas”.
Muchas veces, una planta en un
macetero sobre un escritorio, es el recurso al cual se acude para tener a mano
algo de alegría y de vida. Este paisaje –que yo llamaría más bien insubordinado–
desde las ventanas de los hospitales, complejos deportivos municipales,
oficinas públicas, cambiaría lo que vemos, lo que olemos, lo que respiramos.
Y volviendo al jardín punk, éste también
revela que absolutamente todo puede ser reciclado. Chatarra, tablas, pueden
servir para crear un macizo o marcar un camino. Aquí, la fealdad no existe
porque la belleza es el acto irreverente e insolente de hacer que todos accedan
a una naturaleza duradera y en armonía con el medio ambiente.
Valeria Matus