Sucedió que
uno estaba en un día determinado (hoy), en un lugar determinado (aquí), en este
año del que nadie querrá acordarse y sin embargo… Surgió. Irrumpió. Casi de la
nada en una sucesión de búsquedas, de esas en las que uno se pierde y se pierde
también lo que uno busca, pasa a segundo plano, porque de pronto se encuentra.
Otra cosa. De una manera tan misteriosa que hasta parece que era eso exactamente lo que uno estaba
buscando y sin saberlo. En este caso, una música.
Es cierto que
hacía muchos años que no la escuchaba. Es cierto que la primera vez que la
escuché era una niña y que me cautivó. Recuerdo muchas cosas de ese momento y
quizás es por eso... por cómo era ese día (ayer), en ese otro lugar
(allá), en esos años de los que nadie quiere acordarse tampoco y sin embargo… era
la penumbra del cuarto, el calor de la estufa, la presencia de los seres queridos…
Puedo
imaginar que al escuchar esa música imaginé que la vida podía ser algo luminoso,
delicado como los primeros segundos (nunca supe de notas, no sabría
nombrarlas), algo tremendamente bondadoso… como la palabra… albor... Luego, unos
segundos después, algo fervoroso, molto
fervoroso, y bello, como vivir sin miedo, y sin razón, pensando que todas las
locuras que se nos ocurren son posibles y, además necesarias, tremendamente
necesarias, y que nada nunca nos detendrá y que no habrá segundo ni nota ni
palabra que no se viva intensamente y sin reservas, sin mezquinar la sonrisa,
los amores, la amistad.
Puedo
imaginar, sí, esas y otras cosas. Puedo recordar también algo que escribió
Marguerite Duras al final de una de las versiones del Amante… algo relacionado
con un Nocturno de Chopin. Y el hecho de que recién ahí, en ese momento, cuando irrumpen las notas, ELLA
llora.
Quizás la
música nos cuente sin palabras el gran cuento de nuestras vidas. Toda esa larga
trama donde se tejen los por siempre, los nunca más, los todavía. Pero también
puede ser que la emoción que a veces nos invade cuando escuchamos una música, o
nos reencontramos con ella después de mucho tiempo, no tenga que ver con nosotros
sino con otras vidas. Con ese ser humano que alguna vez, en algún lugar, vaya
uno a saber en medio de qué alegrías o tormentos, dejó escrito algo de su
propia emoción. Y así quedó la música toda entera habitada por paisajes y
personas de los que no sabemos nada y sin embargo reímos –o lloramos– como si
el hecho de escuchar nos ofreciera la extraña fortuna de sentir como él, de
estar donde estuvo él. Hoy Piotr Tchaikovsky.
Cándida