viernes, 9 de julio de 2021

Traducciones de amparo

 Siguiendo el rastro de mis muy lejanos antepasados irlandeses (el tatarabuelo de mi abuelo fue un prisionero irlandés que llegó a Buenos Aires con las Primeras Invasiones Inglesas), leí e investigué bastante sobre la historia de ese pueblo que durante siglos fuera sometido por Inglaterra a lo que sin duda fue un genocidio cultural a largo plazo.

Pero ningún sometimiento se produce sin que se le oponga algún tipo de resistencia, y en la historia de Irlanda es posible encontrar muchas formas que, en soledad o combinadas, le permitieron a los irlandeses mantener formas soberanas de vida comunitaria aún bajo el yugo de un invasor impiadoso. Más allá de los intentos de orden más político armados o parlamentaristas–, se destacan otros dos de índole cultural que ya tenían una larga historia detrás: la traducción y la educación. 

Cuando San Patricio cristianizó la isla creó una iglesia monástica que no interfirió con la estructura de la sociedad gaélica, y a la que se incorporaron los druidas, poetas y bardos ambulantes del período celta. Cuando estos miembros de la clase erudita tomaron contacto con el latín, se valieron de él para volcar en irlandés las viejas sagas y relatos que hasta ese momento sólo habían circulado a través de la tradición oral. Estaban inaugurando una perdurable tradición irlandesa: la de la traducción, muy ligada a las escuelas de todo tipo –monásticas y seculares– donde se enseñaba la historia local en la lengua nativa.

Pero Inglaterra, mediante la imposición de su idioma y el cambio de los topónimos originales, fue traduciendo Irlanda a su propio sistema de valores y creencias. Además, andando el tiempo, estableció la prohibición de la educación formal de los católicos irlandeses en todos los niveles, para reducirlos al estado cultural más bajo posible. La respuesta alcanzó características de guerra de guerrillas en el plano educativo: surgieron las “escuelas de terrenitos” (Hedge Schools), así llamadas pues el maestro y sus alumnos se reunían en setos, muros, fosos, cunetas y cuanto lugar fuese propicio para dar y recibir clases al aire libre sin ser descubiertos por las autoridades.

En un país como la Argentina, donde la escuela representó -y representa aún- un pilar de las aspiraciones de nivelación social, no debería resultar difícil comprender lo crucial de semejante batalla por el conocimiento. Pero también habría que entender la fase previa que antecedió y permitió sostener el nivel cultural del pueblo irlandés: sin traducción no hubiese sido posible establecer un marco de referencia cultural desde donde contar la propia historia y sus enseñanzas, y así determinar el significado de los hechos del pasado –y asimismo los del presente– para que sirvan como un modo de integración comunitaria.

Dicho esto, el tema es si sólo se traduce de un idioma a otro, o si la traducción es un procedimiento al que siempre hay que recurrir para no hallarnos entrampados en una programación cultural que adquiere formas de arrasamiento social, y que precisa de subjetividades colonizadas que –en mansedumbre obedezcan sin cuestionar. Debemos preguntarnos si todo tipo de educación (la de orden institucional, la que se da en el seno familiar, incluso la que nos brindamos unos a otros) no debe recrearse por una traducción permanente que decodifique la opacidad de un mundo que el Poder inventaría desde la falsía.

Claro que esto ha sucedido en el pasado pues todo revisionismo lleva la marca de la traducción, y que no ha dejado de acontecer. Pero es tal la avalancha de mentiras que a diario socavan la posibilidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso, que resulta imperioso ejercitar un tipo traducción que nos permita recuperar un horizonte de certezas culturales (quiénes somos, qué anhelamos, hacia dónde queremos ir) que resista la degradación a la que se nos quiere someter. Una traducción de amparo que sirva de pensamiento, reflexión y capacidad de acción. Una traducción que sea tanto resistencia como programa.

¿Es esta una tarea que sólo deban acometer los intelectuales o, como preferimos llamarlos, los pensadores? ¿Tiene que salir de las voces de los poetas que suelen ser profetas? Con todo cariño por unos y otros, creo que este es un trabajo que tenemos que hacer entre todos porque, como enseña el caso de Irlanda, quien no traduce queda “traducido”. Asumamos el reto de la traducción incesante. Nos va la vida en ello. 

 

Carlos Semorile