“Es
verdad, entre nosotros está mal visto hablar de amor en materia de enseñanza.
Intentadlo y veréis, es como mencionar la soga en casa del ahorcado.
Más vale
recurrir a la metáfora para describir el tipo de amor que anima a la señorita
G., a Nicole H., a los profesores de los que he hablado a lo largo de todas
estas páginas, a la mayoría de los que me invitan a sus clases y a todos los
infatigables a quienes no conozco.
Metáfora,
pues.
Una
metáfora alada en este caso.
Vercors,
una vez más.
Una
mañana del pasado septiembre.
Los
primeros días de septiembre.
Me dormí
tarde sobre una página cualquiera de este libro. Despierto con prisas para
proseguir. Me dispongo a saltar de la cama pero un sutil estruendo me detiene.
Pían alrededor de la casa. Un piar innumerable, intenso y, a la vez, de lo más
tenue. ¡Ah, sí, la partida de las golondrinas! Cada año, hacia la misma fecha,
se dan cita en el tendido eléctrico. Campos y bordes de carretera se cubren de
partituras, como en un cromo barato. Se disponen a emigrar. Es el estruendo del
encuentro. Las que todavía revolotean por el cielo piden autorización
para alinearse con las que se han posado ya en su hilo, muy estremecidas por el
deseo de horizontes. ¡Espabilad, vamos allá! ¡Enseguida, enseguida! Vuelan a
toda velocidad. Llegan del norte en batallones hitchcockianos, rumbo al sur.
Precisamente, la orientación de nuestro dormitorio: norte, sur. Un tragaluz al
norte, una doble ventana al sur. Y cada año el mismo drama: engañadas por la
transparencia de esas ventanas alineadas, un buen número de golondrinas
van a estrellarse contra el tragaluz. Nada de escritura esta mañana, pues. Abro
el tragaluz del norte y la doble ventana del sur, me meto de nuevo en la cama y
nos pasamos toda la mañana mirando las escuadrillas de golondrinas que
atraviesan nuestra choza, silenciosas de pronto, intimidadas tal vez por esas
dos personas acostadas que les pasan revista. Solo que, a un lado y otro de la
doble ventana, dos estrechos postigos verticales permanecen cerrados. Es grande
el espacio entre ambos postigos, bastante para dar paso a todos los pájaros del
cielo. Y sin embargo nunca falla, ¡tres o cuatro de aquellos idiotas se la
pegan siempre contra los postigos! Es nuestra proporción de zoquetes. Nuestras
nulidades. No están en la línea, no siguen el camino recto, retozan al margen.
Resultado: postigo. ¡Ploc! Caída en la alfombra. Entonces uno de los dos se
levanta, toma la golondrina atontada en la palma de su mano —no pesan nada,
esos huesos llenos de viento—, aguarda a que despierte y la manda a reunirse
con sus compañeras. La resucitada emprende el vuelo, un poco sonada aún,
zigzagueando por el espacio recuperado, luego se dirige directamente hacia el
sur y desaparece camino de su porvenir.
Ya está,
mi metáfora tendrá el valor que tenga, pero a eso se parece el amor en materia
de enseñanza, cuando nuestros alumnos vuelan como pájaros enloquecidos. A eso
consagran su existencia la señorita G. o Nicole H.: a sacar del coma escolar a
una sarta de golondrinas estrelladas. No lo consiguen siempre, a veces se
fracasa al trazar un camino, algunos no despiertan, se quedan en la alfombra o
se rompen la cabeza contra el siguiente cristal; estos permanecen en nuestra
conciencia como esos agujeros de remordimiento, donde descansan las golondrinas
muertas al fondo de nuestro jardín; pero lo probamos siempre, al menos lo
habremos probado. Son nuestros alumnos. Las cuestiones de simpatía o
antipatía hacia uno u otro (¡cuestiones del todo reales, sin embargo!) no se
toman en cuenta. Habría que ser muy listo para poder decir cuál era el grado de
nuestros sentimientos hacia ellos. No se trata de ese amor. Una golondrina
aturdida es una golondrina que hay que reanimar; punto final”.
Daniel Pennac, Mal de escuela