Un bruto
Se decía de él que, al igual que su padre, era un
hombre rudo. Tendría en ese momento 40 años y trabajaba en una de las fábricas
vecinas. Salía temprano en motocicleta. El día lo encontraba en la ruta. De su
trabajo no contaba nunca nada. Pero se sabía que de regreso, entre la fábrica y
la casa donde vivía con la madre, primero pasaba por el café. Pedía lo mismo
siempre. Lo mismo que también pedían los demás. Esa bebida con gusto a anís que
ahí, como en otras partes, tiene la preferencia de los que trabajan duro. No se
le conocía otros gustos. Ni amigos ni novia. Era el solterón de la familia. “Un
oso”, decía la hermana mayor cuando venía de visita, muy seria, como quien
constata lo inevitable. “¡Un bruto!”, decía en cambio la menor, con ese tono
que a veces tienen los niños cuando descubren algo que los maravilla. ¡Oh! ¡Un
bruto! ¡Una mariposa! ¡Un caracol! Nunca les respondía. Ni parecía molesto. Lo único
que sobresalía en su rostro era el bigote. Ancho como lo usaban los hombres de
la región. Y el silencio que también se daba mucho por esa zona. ¿Para qué hablar?
Parecían decir todos ellos. Eso era cosa de mujeres y de citadinos. Si de vez
en cuando dirigía la palabra a alguien, ese alguien era su madre o su padre.
Pero el padre no estaba. Hacía mucho que estaba enfermo y ahora vivía en el
hospital. De operación en operación, el asunto se ponía peor. “Y ya
casi no se le puede reconocer” había dicho la madre. “No me atrevo
a mirar.” La enfermedad se le había declarado en la cara. ¿Cómo podía ser?
¿Una enfermedad así? ¿Tan terrible? ¿En la cara? Y al rato. “¿Cuándo lo irás
a ver? ¿Eh? ¿Cuándo lo irás a ver?”. Pero nada. No respondía y no iba. “¿No tienes corazón que no
vas?”. No señor. No iba. Esperaba. Lo único que se le escuchó decir alguna vez fue
que cuando el padre volviera encontraría lindo su jardín. La huerta. Porque desde
que no trabajaba más en la fábrica a eso se dedicaba el padre y aunque durante
toda su vida había sido un hombre rudo, ahora se lo veía contento en medio de
las acelgas y las lechugas. Eso él lo había visto. Y a lo mejor era por eso que lo esperaba ahí, no en la cocina, no en la puerta. “Ya no va ni
al café, de lo único que se ocupa es del jardín. Pero el padre se va a morir”. Y
el padre se había muerto sin que él hubiera pisado el hospital. Había caminado eso sí junto
a los otros desde la calle del puente hasta la calle de la iglesia y de nuevo
por la calle del puente. Hasta el cementerio. No volvió después. No
volvió los otros días que no eran de entierro. Siguió ocupándose del jardín.
La cadenita
Fue ahí donde lo conocí. Me mostró las acelgas,
las lechugas, las zanahorias. Me dijo que la huerta la había hecho su padre. Esa
noche comimos de aquello. Junto con la madre. En ese entonces yo era joven. Tan
increíblemente joven que me pareció posible hacer ahí –en la cocina– lo
que era común en otros lados. Una pequeña obra de teatro. Un monólogo. Algo
gracioso. Algo que nos hiciera reír. Estaba de paso. Un familiar me había facilitado la estadía en el pueblo. Al otro día, ya me tenía que ir. Se
hacía tarde. Él no estaba para la despedida. A su manera, la madre pedía disculpas.“¡Pero si dijo que iba a venir! Hace más de una hora que salió de la fábrica. ¡Este bruto se fue al café!”. Ya estaba dentro
del taxi cuando se escuchó la motocicleta. Le pedí al taxista que por favor esperara. Me
bajé. El también se bajó, se sacó el casco. Me entregó un paquetito. Me dijo que se había demorado porque primero había ido hasta el
pueblo vecino. Había una librería. Pero no pudo elegir. Estaba lleno de
libros. De ahí la cadenita. Luego no dijo nada más.
A.