Pablo Neruda
Pablo Neruda
Un texto puede hablar de amor pero el amor no es nunca un texto. Al menos eso me parece. Puedo prescindir de las palabras te quiero. Bastante. Cierto es que hay personas que te quieren y además te lo dicen bonito. Conozco algunas. Pero también conozco a otras. Personas como mi madre que no es que no lo sepa decir. Lo dice. Sobre todo lo escribe si la situación lo amerita. Pero su amor es otra cosa.
Pensé en decir que mi madre no era mi madre. Desentenderme. Poner distancia. Un nombre falso. Que sea un ratito la madre de otro, de otra. Pero no. Mejor así, lo cuento y punto.
Suelo escribir sobre mi madre. Siempre surge algún recuerdo, algo que no ha sido escrito todavía. Mi madre, en ese sentido, es como un libro. Un libro que no se agota en su anécdota. Ella es ese gesto, que voy a contar, y es muchas cosas que también se podrían contar… si uno supiera cómo hacerlo… porque mi madre no tiene nada que envidiarle a otras madres, como puede ser La Madre de Gorki. Pero Gorki hay uno solo y no soy yo.
Sucedió en el año 198… Mi madre vivía en la clandestinidad junto con mi padre y por razones de seguridad yo no vivía con ellos. “Cosas que pasan”, diría una querida escritora. Para explicar la separación ella me había dado una explicación verosímil… que no creí. La situación de mis padres –militantes de grupos perseguidos– era ese año de extrema fragilidad y cualquier error, cualquier imprudencia podía ser fatal. Cosa que yo no sabía.
Hasta ese momento, mi madre había logrado con mucho esfuerzo, sin renunciar a sus actividades, que nuestra vida fuera lo más parecida a una vida cualquiera. Una vida que no despertara sospechas. Intuyo que esa voluntad no era solo una medida de seguridad. También se trataba de esa idea, tan persistente en ella, de que los hijos no tienen la culpa de las decisiones que toman sus padres y que, dentro de lo posible, se merecen ser niños. Ciertos cuidados, ciertas alegrías, más o menos comunes. Como jugar, encumbrar un volantín, andar en bicicleta, visitar a los abuelos, tomar once en familia, salir, correr, y a veces… bailar. Incluso… tener zapatos para bailar.
El hecho es que ese mismo año en que todo cambió para nosotros, me anotaron en clases de flamenco y no tenía los zapatos adecuados. Podía no tenerlos. Podía esperar. Varios meses habían pasado desde el inicio de las clases y no recuerdo que haya sido un tema de discusión con la tía con la que vivía y que me llevaba a las clases. Eso sí, me hacía ilusión tener los zapatos. Solo ilusión.
Ahora sé que no era un buen año para la ilusión. Pero en ese entonces tampoco lo sabía. En cambio, y al mismo tiempo, pasaban ciertas cosas que solo yo sabía. Las apariciones de mi madre, por ejemplo. Mi madre con la que yo no vivía porque había encontrado trabajo en una ciudad del sur, se aparecía a veces en pleno corazón de Santiago. En realidad, una sola vez había aparecido y esto había sucedido en el consultorio de un dentista. Yo estaba ahí con mi tía y una señora estaba esperando ser atendida leyendo un diario muy grande. El diario no me importaba. Yo le miraba los zapatos, muy lindos, las piernas, muy lindas también. La señora tenía una manera especial de poner las piernas que yo intentaba imitar. Y en eso estaba, intentando imitar a la señora, cuando de pronto ella bajó el periódico y lo dobló. Vi su rostro. El rostro de mi madre. Eso fue suficiente –suficiente alegría– para que yo pensara que cualquier día, cualquier día, en cualquier lugar, ella podía aparecer aunque estuviera trabajando lejos…
Hasta llegar a esa noche. Estábamos de visita con mi tía en casa de amigos y yo estaba muy entretenida jugando, cuando escuché el sonido de unos tacos en el pasaje. Pensé: es mi madre. Se lo dije al Renato. Oye, es mi mami. Y él: qué va a ser. Y yo insistí que sí, que sabía, quizás haciéndome la grande porque ya estaba por cumplir los diez y Renato sólo tenía nueve. Tocaron a la puerta y resultó que era. Era, de verdad, mi madre.
Mi madre joven, mi madre bella, envuelta en sombras, y sonriente, como si ningún peligro acechara en esa noche, mi madre, tan frágil, tan fuerte, como si se tratara de un paseo cualquiera, de un regalo cualquiera, un voy y vuelvo, eso sí con los zapatos, nunca supe cómo ni dónde los había conseguido, un par de zapatos negros, de flamenco, auténticos, con el agujerito al costado, y los tacones exactos, y las costuras, y el olor a cuero, la misma madre que por años había sabido adoptar las medidas más drásticas para proteger, y a su modo, protegiendo, porque mientras arreglamos este asunto, mientras intentamos que algo en este mundo sea mejor, es preciso mantener la ilusión, o algo así, imagino que pensó, y se decidió, esa ilusión que recibí esa noche y que nunca jamás me abandonó.
Ana
A veces son las madres las que
siguen las miguitas de pan que las hijas y los hijos van dejando a su paso para
encontrar el camino.
Por esa puerta, que ella misma abrió, salió su hija una noche y no volvió.
Por esa puerta, ahora abierta
porque es día de visita y hay sol, flores de todos los colores perfumando y un
colibrí en el jardín. ¿Lo viste? ¡Sí! En el umbral, ella espera. Cabello corto,
silueta ancha, sonrisa ancha también. Saluda como si no fuera la primera vez
que se ven, como si fueras algo suyo, eso es lo que eres tú, o él, o ella, la
visita, cuando llega de la mano de su hija, o tiene que ver con su vida. Con su
bella vida. Bella hasta esa noche en que la vio por última vez.
No se preocupe, señora, solo tenemos que hacer unas preguntas a Rosa, es cosa de horas. Eso dijeron los hombres que se la llevaron. Y ella pensó que se trataba de un error. No quiero ser descortés pero están totalmente equivocados, mi hija no se llama Rosa. Mami, mamita, no diga estupideces, ¿ya? Fue la mirada de su hija, y no la del hombre, lo que le hizo guardar silencio. No había miedo en esa mirada, ni enojo ni irritación. Silencio mamá, confía en mí, sé que entenderás. Nada de eso fue dicho pero la madre acató, y con los años, es cierto, entendió. Lo que su hija no dijo esa noche. Lo que tampoco podía imaginar entonces. Los muchos rostros de la maldad. Lo siniestro de ciertos lugares a los que llegó buscándola. Lo que escondieron los verdugos. Lo que mostraron para que nunca olvides. Para que nunca olvides lo que son capaces de hacer. No menos siniestras le resultaron algunas casas donde, durante un tiempo, la recibieron sus antiguos amigos. Esos que ella creía sus amigos o habían sido o podían ayudar y no lo hicieron. Algunos conocidos de su marido ya fallecido. Sus esposas. Ninguno, ninguna hizo el menor gesto como no fuera de desprecio. Como si ellas, hija y madre, tuvieran la culpa. Una por subversiva, la otra por desidia. Qué mala madre habrás sido, parecían decir esas bocas cerradas, bien apretadas, justo antes de ofrecer un té. ¿Té o café? Y ella, que no sabía dónde poner los ojos, había aprendido a no llorar, y no les había dado el gusto.
¿Dónde vivía yo en ese entonces? ¿En qué país? Pero, también, ¿por qué no me dijo nada? ¿Habría podido ayudar? A veces pensaba: no me contó nada porque era peligroso. Y claro, ¡cómo no iba a ser peligroso! Si hasta los amigos de la familia eran capaces de denunciarla. Quiero creer que no llegaron a eso… Ahora, yo pregunto… Cómo es posible que pudiendo salvar una vida… ¿tú no lo hagas? Y ya. No me dijo nada porque siempre fui torpe y miedosa. ¡Ciega estaba yo! Y al decir esto, ya no pensaba solamente en su hija, en sus decisiones, sino también en lo indiferente que había sido ella misma, durante tantos años, ante el sufrimiento ajeno. Todo ese sufrimiento que en ese entonces no era suyo y que tenía otras causas. Eso también es un crimen, el más impune, la pobreza, el hambre, la soledad, el abandono. Ahora lo veía con claridad.
De eso había hablado una vez con un joven que había conocido a su hija. Él se le había acercado, para decirle, señora, con todo respeto, con todo cariño, que habían sido amigos, compañeros.
¿Cómo es eso?
No había palabras que pudieran describir su emoción. Ella le había tomado las manos y le había pedido. ¡Cuéntame! ¡Cuéntame! ¿Cómo era ella?
Durante horas y horas, en esa misma casa, sin la menor prisa, como si no hubiera nada más importante que estar ahí, una voz amiga le había contado quién era la mujer a la que muchos conocían con el nombre de Rosa. Y aunque la madre ignoraba aquellos sucesos había reconocido a su hija, primero que nada en su determinación. La misma determinación que había mostrado siendo chiquita, tan chiquita todavía, cuando por primera vez la vida había dado un vuelco, y ella, la madre, se había sentido perdida, y ella, la hija, le había dicho que no, que saldrían adelante, juntas las dos.
Aquella tarde que se prolongaba, y luego fue noche, y luego fue otro día, supo de sus razones, de su trabajo en una población y del porqué había elegido estar ahí.
Mientras escuchaba se prometió conocer ese lugar. Se prometió leer los libros que no había leído. Unos libros que Rosa tenía –la llamó Rosa y aceptó a Rosa– y no sabía adónde habían ido a parar. Pensó que aquel muchacho la podría guiar. Pensó además que quizás ella, incluso torpe y miedosa como era, aunque ya no tanto, porque el coraje le había venido quién sabe de dónde, podía hacer algo. Algo que se pareciera un poco a su hija. Algo que a su hija le hubiera dado orgullo, o tan solo alegría, algo que fuera merecedor de su confianza. Porque ella, finalmente, había entendido. La necesidad de callar ciertas cosas, la necesidad de decir y de hacer otras. La urgente necesidad de estar.
De pronto, se oyó reír. Fue algo que contó el muchacho, una anécdota que la pintaba a Rosa de una manera que ella no podía imaginar. Era algo extraño esa risa, como un regalo que hubiera estado guardado por años. Un regalo, tu vida, hijita.
Eso es lo que había encontrado la madre en el relato. Nada de restos. Todo estaba íntegro. Íntegra la esperanza. Íntegra la lucha. Íntegra la determinación.
Un nuevo camino se abrió para ella entonces. Codo a codo trabajó con los que identificó como compañeros de su hija, aunque no necesariamente la hubieran conocido. Ese grupo fue también el suyo… porque si ella lo eligió, mi corazón está ahí, toda mi lealtad. Y sin descanso se la pudo ver también acompañando a quien pudiera necesitar su ayuda. Cualquier ser desamparado pasó a ser algo suyo, un ser querido, otro hijo, otra hija, un hermano, una hermana. Ese fue el sello de su búsqueda, junto con la sonrisa, su bienvenida, y un colibrí.
Ana